Culto al cuerpo

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Lo vemos progresar, crecer, aumentar, agrandar, engordar, arrugar… El cuerpo nos delata, nos fija, como los círculos del tallo de un árbol, nuestra vida, no sólo la longitud, sino que nos da información de cómo ha sido. Una cicatriz, una vacuna, la señal de un accidente, un nombre pegado a la piel o un tatuaje… El cuerpo nos informa y delata nuestra forma de vida, externa pero también internamente.

Por nuestro cuerpo pasa todo lo que nos ha pasado e, incluso, tras la muerte, nuestro cuerpo sigue presente. Él nos acompaña durante toda nuestra vida, y él vive con nosotros cada momento, con callada presencia. Como los virus hacen para atacarlo, nuestras defensas aprenden a protegerlo, y podemos decir también que nunca lo acabamos de conocer del todo. Los hay que ponen el cuerpo al límite, y los hay que lo cuidan tanto, que tal vez exceden sus cuidados a cambio de volumen. La mayor´´ía de representaciones de fe o religiones (por no decir todas) confieren un carácter secundario al cuerpo, relegándolo a un estado previo del ser, previo a la eternidad de las almas. Pero a falta de concreción de esa idea y dada mi ausencia en ese tipo de expresiones de fe, lo que tenemos es el cuerpo al que solemos maltratar desde bien temprano, y cuidar tirando al final, justo cuando se arruga, se empequeñece y se vuelve más vulnerable.

Somos así de contradictorios. La llamada de la muerte, por muy lejana que sea (cuando se empiezan a morir coetáneos nuestros de forma regular), suele tener un efecto evangelizador sobre sus cuidados. El cuerpo, como todo lo material, parece que está destinado a la superficialidad. Pero, a todos, en nuestro fuero interno, nos gusta vernos reflejados en un sano y buen cuerpo. Por estética o por salud, pero así es. Los que lo cuidan mucho son vistos con recelo por los que lo hacen menos. Por superficiales. Los que no lo cuidan son excluidos por todos aquellos que se jactan de tener un cuerpo perfecto. Por vergüenza ajena. Por exceso y por defecto, el culto (o el no-culto) al cuerpo está entre nuestras principales preocupaciones. Y de nosotros depende cómo llegue al final.

Cuerpo al límite

Y digo esto porque una de las mejores maneras de tener un culto sano al cuerpo es intentar conocerlo, mucho más que tenerlo en un estado estéticamente perfecto (utopía). Saber cómo respira, qué le gusta, qué le disgusta, cómo se siente cómodo, qué no debes hacerle. Pasamos de obligarle a pasar una resaca tras una noche de borrachera a ponerlo a prueba tras una maratón, todo sin solución de continuidad. Queremos que responda a nuestros deseos y, sobre todo, que no nos ofrezca dolor a porciones, de tal manera que nos amargue la vida. Ayer me levanté después de una indisposición estomacal de 24 horas. El cuerpo me pedía calma, seguramente el malestar más que el cuerpo. Pero a mis 52 años, le he ido enseñando y me ha ido enseñando él a mi. Trato de seguirlo en todo. Al día siguiente, por la mañana, ya no fue así. Y si mi cabeza me pide calma y mi cuerpo me pide marcha, trato de seguirlo. El cuerpo, dice la leyenda popular, es muy sabio. Porque es más probable que mi cabeza esté más tiempo lúcida que mi cuerpo en lo que me queda de vida. Y así, entiendo que, si a mi cuerpo le enseño a minimizar los dolores tras un gran esfuerzo o un esfuerzo en medio de alguna incómoda molestia, tal vez lo ponga al límite, pero seguro que lo preparo a que, cuando lleguen las dolencias o las carencias propias de la edad o del desgaste a causa de esos excesos, éste pueda reaccionar mejor. Al menos, eso espero. No se trata de correr un maratón, ni de hacer pesas ni de acudir a yoga, ni de nada concreto… Se trata de reencontrarte con él y saber leerlo.

Hay quien lo hacer a través de la energía. Maravilloso. Yo intento canalizar ideas y pensamientos positivos, tanto cuando noto que flaquea o cuando lo noto excesivamente vigoroso. Diríamos que lo segundo, cual panel solar, es como si guardara energía para cuando lo necesite. Y así ha sido. Y poder vencer a mi cabeza, a la norma general de la dolencia que exige descanso y progresiva actividad, le he dado la vuelta. Y me ha hecho sentirme bien.

Mi amigo Joan sabe de esto y mucho. Su no-culto al cuerpo fue una constante en su vida. No es que no le gustara verse bien, sino que sabía que su cuerpo le aguantaba todos sus excesos, los de ocio y los laborales, y su carácter jovial y alegre hacía que nadie cayera en su cuerpo. Él lo tapaba con su forma de ser. Hasta que un día le empezó a fallar, y su chásis dejó de ir en consonancia a su manera de vivir. Pasó del disfrute al dolor, de la desidia al cuidado. Su cuerpo tocado, magullado, movido por dentro, le obligó a cambiar de tercio. Ahora, ya es´tá en paz con su nueva fachada. Su cita con el dolor sigue en pie. Pero su cabeza ha ido aprendiendo a que, desde entonces, su cuerpo manda… Su cabeza ha jugado un papel primordial y, tras muchos días de ojos tristes, le he vuelto ver sonreír, a mirar con cierto optimismo las adversidades que le sigue proporcionando su cuerpo. Y me alegra tanto como me enseña porque, cuando nuestro cuerpo pasa desapercibido, no nos damos cuenta de cuán importante es.

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Equidistancia

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Decimosegundo y último capítulo de Reflexiones en confinamiento. Cierro el círculo: Equidistancia (subtítulo de este blog)

Sobre el concepto de hoy, he de reconocer que cada vez me encuentro más cómodo cuando me acusan de equidistante, a pesar de que los que la utilizan, lo suelen hacer como arma arrojadiza, acentuando su concepto negativo: el equidistante es el que no quiere mojarse (después volveré sobre el tema). Y como casi todo, en esta crisis sanitaria del coronavirus, en donde curiosamente la distancia es un elemento esencial para detener la pandemia, uno de los términos que se ha puesto de moda es éste. Su uso se ha generalizado en la batalla dialéctica sobre la gestión de la crisis, pero también de otros temas con gran impacto social: manifestaciones, protestas, etc. A los que lideran las campañas y acusan de equidistancia los que no entran o entramos en el carril de los bandos, no les interesa analizar, sino el enfrentamiento y la acusación que se deriva de ella. El clásico, y tú más.

Según la RAE, equidistancia es ‘la igualdad o distancia entre dos puntos u objetos’. Si a los puntos, les llamamos partidos (no ideologías), si los puntos nacen de posiciones firmes en cuanto a cuestiones cambiantes… Soy y me considero equidistante. Incluso me podéis acusar de ello. Lo acepto con gusto.Si nos referimos a valores, a opciones éticas, a situaciones concretas, a filosofía, a pensamiento político, a exigencias de gestión de lo público, a derechos sociales, a talento personal y empresarial, a iniciativas privadas que mejoren lo público, a sanidad universal, no soy equidistante. Todo me representa. El feminismo, el ecologismo, las luchas contra cualquier tipo de racismo, contra la pobreza, contra la desigualdad en todas sus acepciones, contra el cambio climático, contra cualquier abuso de poder y autoridad, contra etc. todos ellos con un matiz no militante, estarán siempre en mi diccionario.

¿Que tenemos que partir de grupos de presión y que mi posición no es muy solidaria ni útil socialmente? Entiendo la crítica, la respeto. Pero tras muchos años de reflexión he llegado a la conclusión que la militancia, como me pasa con la mentira, no va conmigo. Me siento mal vociferando algo en lo que no estoy cien por cien convencido. Y, además, no me gustan las acciones y políticas de gestos’ ni las’poses’, sí las acciones y los hechos. Lo siento. La militancia exige fidelidad en el fondo y, sobre todo, en las formas. Y yo ni soy ni quiero ser fiel. Priorizo mi libertad de pensar lo que quiera en cada momento y opinar en consecuencia. La no-militancia me permite ser crítico con los que he votado y con los fieles seguidores y defensores que les siguen. Incluso me auto-excluyo de la opinión cuando la fuerza dominante exige determinación, fidelidad como forma de cerrar filas. No me interesa. Eso sí, mi más absoluto respeto a todos los que militáis. Nada que reprochar, al contrario. Valoro vuestra entrega desinteresada a una causa. Y, lógicamente, como parte, no sois equidistantes.

Cada vez me atraen más aquellas personas que exponen para que luego, la gente disponga. Que tratan al seguidor de forma inteligente. Si no te declaras feminista, eres machista. Si no te pones la bandera española, eres separatista; si te la pones, eres facha y si eres abortista, te importa un pimiento la vida. Son los mismos que no pueden entender a un trabajador de derechas, un empresario de izquierdas, o un párroco defensor de la decisión de la mujer para decir cuándo y con quién quiere tener un hijo. Nos encanta clasificarnos porque nos ayuda a ordenarnos, a situarnos en un ente global como es el pensamiento. Como cuando nos poníamos en fila en el cole: cada clase en una fila, y uno detrás de otro. Pa’dentro y cada uno a su clase. Ese es el orden. Es fácil de entender y de seguir. Marco mis seguidores y señalo mis adversarios, muchas veces, enemigos.

 «Un «equidistante» no es el que se sitúa exactamente en un punto intermedio, sino el que elude constantemente ser situado», comienza diciendo Miguel Pasquau en su Brevario sobre equidistancia. Y no le falta razón. Lo eludo, pero lo hago voluntariamente. Ese es mi sentido de libertad: de pensamiento y de opinión (entre ellas mi negativa a hablar de partidos, sólo hablo de ideas). Pero también dice que no toda equidistancia debe sonar a cobardía. Y, para situar esta acepción, elijo una frase de su perfil que me ha encantado y que suscribo totalmente cuando habla sobre qué le ocupa: dice tener «un cierto compromiso con ideas políticas reacias a las simplificaciones sesgadas de los bandos». ¿No tiene ideas políticas? Las tiene, por supuesto. Como yo y como todo el mundo. Pero nadie le debe ni le puede exigir definirse en cada uno de las posiciones que el día a día de la agenda política nos marca.

Turnismo - Wikipedia, la enciclopedia libre
Turnismo frente a pactismo. Caricatura de Sagasta y Cánovas del Castilo, el turnismo español del XIX

Respeto y entiendo a los que detestan las mayorías silenciosas. Incluso, hay cierta superioridad intelectual de los que militan sobre los que no. Dicen los que militan: «yo por lo menos, estoy dentro y lucho, me posiciono, me dejo ver, me pongo frente a…tú no, y por tanto luego no tienes derecho a la queja«. Surge entonces lo que ellos señalan como el equidistante, el apolítico (algo que no existe, porque la simple elección de no elegir ningun partido ya es una opción) En la mercadotecnia electoral se llaman los indecisos que son lo que, además, suelen decidir las batallas de los votos. ¿Por qué la política actual tiene tan bajo nivel? Seguramente (y como hemos visto en las deserciones de numerosos partidos), porque como la militancia no tiene que ver con la ideología, sino con el reparto del poder, todos los que llegan para cambiar algo se suelen ir escocidos, incrédulos y disgustados del sistema de partidos y de bandos. Algunos, incluso, ya ni llegan. Renuncian. Y yo nunca me posicionaré en un bando, sí en una opción ideológica y de pensamiento, que son las que permiten el debate, el análisis, el acuerdo y el avance. Este país avanza, más por necesidad que por gusto o opción preferente, hacia la cultura de acercamiento y de pacto, producto del fin del bipartidimo. Pero, desgraciadamente, seguimos más instalados en el decimonónico turnismo (foto) que en el pactismo. A medida que aumenten los pactos (y más si son transversales, como ha pasado en Alemania, por ejemplo), se reducirán los voceros que claman contra los acusados y condenados equidistantes.

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Mascarillas

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«La ausencia de certezas no nos libera de la responsabilidad de cuidar el mundo que compartimos», Hanna Harendt.

Decimoprimera entrega de Reflexiones en confinamiento. Mascarillas

Es una de las muchas e interesantes reflexiones de un excelente artículo sobre la filósofa y pensadora cosmopolita Hanna Harendt (Babelia, El Pais). Si tenéis ocasión, acercaros a esta maravilla, excelentemente tratada y contada. Es como un soplo de aire puro en medio de tanta banalidad y mediocridad que nos trae la actualidad últimamente. Es como meterse en la máquina del tiempo, aunque su tiempo, el de principios del siglo XX no fuera un remanso de paz, ni mucho menos. Es lo que me ha apasionado de la historia: cuenta, analiza y reflexiona la realidad con la suficiente pausa como para deleitarse en el pensamiento. Y es lo que, cada vez, más me hastía de mi profesión y mi pasión, el periodismo: todo se queda en el ‘momento’, en la ‘anécdota’, en la ‘reflexión rápida’, sea una información -difícilmente contrastada porque la crisis de fuentes es otro mal del periodismo moderno, muy burocratizado-, o sea una historia. En esa dialéctica paso los días, tratando de dar pausa al análisis y juicio diario. Lo sé, difícil, por no decir imposible. Eso sí, estas historias, bien contadas, son una delicia (al menos para mi), como supone este maravilloso artículo sobre Harendt, que dan ganas de salir corriendo hacia el Museo de Historia de Berlín, otro de los lugares que me intriga y me apetece visitar para cuando esta maldita pandemia nos deje cierta normalidad, no nueva sino renovada.

Y sí. Creo también que si hay algo que caracteriza a esta época es la falta de certezas, a todos los niveles. Desconocemos el alcance de los cambios que la mayor pandemia de la historia (por global, profunda y planetaria) nos va a proporcionar, o si todo se va a quedar como está cuando el virus, o se esfume, o sea controlado por la ciencia y el ser humano, controlado por nuestro sistema inmunológico. Pero eso no nos excluye de buscar soluciones a nuestros problemas comunes, el primero y principal el modo y estilo de vida que nos vamos a encontrar a la vuelta de la esquina. Y ésa es la responsabilidad que, como colectivo, nos ha de dar lugar a obtener un objetivo de mínimos: la supervivencia como especie. Y no sólo hablo de salud, sino de economía. Porque se puede morir por enfermedad o por hambre. Y en esas, da lo mismo como lo hagas, el final es el mismo. La realidad siempre la intento analizar desde el lugar desde donde ha de ser observada. Y, en las sociedades donde el ocio tiene una buena agenda, la salud es lo primero. En aquellas sociedades donde la luz solar representa la supervivencia, el dinero (como modo de supervivencia) es lo más importante.

Mascarillas, juicio en confinamiento

La no-normalidad

Dentro de esa no-normalidad, está la mascarilla o, como le llaman, en latinoamérica, el tapabocas, prenda que, colocada en la cara, sirve para que ni contagies ni te contagien. Que más allá del debate sobre su utilidad (o no) en el freno de los contagios, ésta es uno de los grandes chivatos de esta pase desencadenante de la pandemia. Llevarla o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos somete la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión. De lo que no hay duda es que, en época de vacas flacas, nos va lo de juzgar, lo de decir a los demás lo que no hacemos bien, lo de poner la máquina de la intransigencia a producir, y a generar tensión.

Llevar (la mascarilla) o no llevarla dibuja (de cara al prójimo) mucho de lo que piensas o eres: más precavido, más solidario con los demás, más concienciado, más bohemio… Una prueba más del juicio sumario al que hoy, en tiempos revueltos, nos sometemos en la sociedad, influida por la inmediatez y la agresividad en la opinión

Trampantojo
Excelente viñeta de Max, en Babelia (EL PAÍS), en que se expresa ese ‘modo agresivo’ en el que nos hemos instalado. El arte de saber callarse a tiempo y de pensar lo que se dice.

Bocazas o bocachanclas

Tapaboca para tapar la boca, pero desgraciadamente, no para evitar el improperio, que no sería mordaza, sino educación. Un tapaboca para acallar al bocachanclas y no sólo para evitar el contagio del virus que está tanto en el aire como en la agenda de muchos de nuestros gestores públicos, más empeñados en dialécticas banales que en la solución de los múltiples problemas que nos está generando esta pandemia y las consecuencias de la parálisis de la actividad económica. El objetivo del tapabocas dialéctico es el de acallar a todos los que no saben cerrar la boca. No hay que callarse -que sería censura, siempre reprobable por contraproducente e indigna-, sino que hay que saber callarse, que es signo de inteligencia, de respeto (a uno mismo y a los demás) y sinónimo de humildad intelectual: si te callas, puedes incluso escuchar. Un pequeño paseo por la prensa generalista de las últimas semanas, nos da un poco ejemplo de esa necesaria mascarilla para parte de nuestra clase dirigente y cientos de miles de soldados y seguidores que los jalean y los ensalzan.

Los bocazas han hecho que aumente el número de los que dudamos entre generar un debate más sano de todo los que nos rodea o abandonar el barco y dejar ese debate de pandereta para los que sólo se sienten cómodos en el enfretamiento face to face o los que quieren hacer de ésto un circo para lograr sus metas personales. Quizás, el objetivo de algunos sea ese: el hartazgo de la gente. Que haya más deserciones de la política tradicional no les genera ningún tipo de batalla ética por saber si cuentan con apoyo o no para su causa. Siempre habrá quien vote y les legitime. Aislarse y no participar supone ‘no estar interesado’. Y, a mi, la verdad, el teatrillo político, además de indignarme, cada vez me aburre más. Pero no podemos abandonar: sin ese puntualizado debate, las manos cerradas y los nudillos pueden ser los próximos lápices con los que escribir la historia que está llena de ejemplos.

«A la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilbanada. No había necesidad de hacerlo: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión»

Caricaturas

Las mascarillas en la política dibujan caricaturas. Más que tapabocas anti-virus son máscaras, pero no de anonimato. Al contrario. El político utiliza la máscara para resaltar su lado más interpretativo, más actor. Toma parte de un circo en el que, a veces, la realidad supera la ficción. A veces, el personaje se traga al actor, dicen. Y la crítica no recuerda a quién lo interpreta, sino al personaje en sí, tanto en la vida real como en la ficción. Cada vez más, el personaje al que representa fulmina al político que lo encarna. Como decía Margarita Robles en una entrevista, tal vez los políticos no hemos estado a la altura y pedimos perdón. Que nadie lo dude: aún conscientes de la urgencia y la complejidad del problema generado por la pandemia , a la política tradicional le han saltado todas las costuras porque, en vez de cosida, estaba hilvanada. No había necesidad de coser: el juego político es más un pulso de poderes y contra-poderes que de ideas y gestión. La gran política y los grandes políticos hace tiempo que abandonaron la primera linea. Seguramente, por hartazgo intelectual. Pero también porque, como pasa ahora con la mascarilla y la expresividad. La política moderna ha borrado de un plumazo cualquier atisbo de realidad. Se han tomado al pie de la letra lo que, en concepto de opinión pública de masas se sabe: lo que no se publica, no existe. En la nueva política igual: los únicos problemas que existen son los que están en la agenda política, los que saltas a los mass media , los que generan polémica (audiencia) y rentabilidad (dan votos).

Y acabo también con Hanna Harendt: «Nunca he amado ninguna nacionalidad. Ni la alemana, la francesa, la americana, ni a la clase trabajadora. Sólo amo a mis amigos, y soy incapaz de cualquier otro amor». Ella, alemana de nacimiento, a la que el nacionalsocialismo le arrebató su condición germana y que murió como norteamericana, encuentra en el ‘amigo’ el único reducto del sentimiento. Humanicemos, por tanto, nuestra realidad y amemos sin etiquetas. Cuánto nos perdemos enseñándonos con el diferente, el que no piensa como tú. Hagamos que la mascarilla tape la boca, pero no nos deje sin expresión.

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Calles

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«Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido» (Calle Melancolía, Joaquín Sabina)

Reflexiones en confinamiento. Capítulo 10. Calles

El desconfinamiento nos ha devuelto a la calle, un lugar hasta ahora familiar, reconocido, en el que casi nos desenvolvíamos por intuición, sin pensarlo. Salíamos, entrábamos, no importaba la hora, volvíamos, veníamos. Cada uno eligía su manera, su hora, su momento. Hay ciudades que nunca duermen, como le pasa a las grandes urbes. De ellas, Nueva York es probablemente la más sonámbula. Curiosamente, una de las más silenciada por esto del Covid_19, que nos ha quitado la calle y nos las ha devuelto distintas, capadas, amordazadas, nunca mejor dicho, pero también tensadas, histéricas y, como casi toda la sociedad, muy divididas en bandos antagónicos. Le llaman la nueva realidad. Pero yo diría que, de nueva nada, al contrario. Es vieja, y mucho. Lo único que ha hecho este virus es avanzar el proceso, lejos de las previsiones optimistas de aquellos que pensaban allá por el mes de marzo que, de ésta y ante un enemigo exterior tan duro, iba a salir una sociedad nueva, distinta, más humana, más cercana a la realidad, más ecológica, más preocupada por los problemas globales. Pero de eso nada.

La calle post-covid, más allá de las mascarillas, está llena de gentes asustadas y tristes, pero también de los de siempre, aquellas personas que las ocuparon con intrepidez y sin ningún miramiento, o sea responsabilidad. No podemos culpar de incívicos a aquellos que nunca ocuparon las calles con una mentalidad global, pero nunca nos dimos cuenta porque no molestaban. Es más, nunca nos importó nada más allá de que nos afectara (no puedo dormir, lo ponen todo perdido, la suciedad de los botellones o, en su momento, las jeringuillas de los heroinómanos. Ahora, nos percatamos que estaban -hacen lo mismo, pero ahora, nos va la cosa a todos-, justo cuando la sociedad se ha puesto ante el espejo y ha visto que va más allá de un ente y sí la suma de todos. Sin que todos sumen, no avanzamos.

Bandos en la calle

De ahí que ya os haya hablado de empatía o de una sociedad retratada en el final o en el inicio de esta sección. Y en vez de disminuir, ha acelerado de forma peligrosa, inconscientemente peligrosa. Se sanciona al mediador al que, como este blog, se pone de perfil, no para no mojarse, sino para situarse a distancia para que, en caso de que la situación se radicalice y surja algún acontecimiento (esperemos que no) sin punto de retorno, haya alguien que pueda llamar a ambas puertas sin miedo a ser tildado de rojo, azul o traidor. Y creo (desafortunadamente) que no soy el único que teme cómo le va a estas calles modernas, aquellas que han tomado los policías de balcón, los sectarios con y sin mascarilla, aquellos que van de justicieros de la igualdad en favor de la mayoría o los que se auto-proclaman salvadores de la patria, sin ver más allá de una bandera. Al final, el intermediario, a derecha e izquierda, se lleva el tesoro gracias a la gran capacidad de atracción que tiene el poder. La corrupción, entendida como arte de aprovechar una situación de superioridad en beneficio propio, tampoco tiene, como el Covid_19, ni fronteras, ni ideologías, ni cultos, ni nada. Contagia a todos. Las caceroladas, las siglas, la política de gestos y las banderas firman esa combinación también violenta. Nos identifica como grupo y, lo más importante señalan al diferente, sea antagónico o, simplemente, se sitúe en el espacio intermedio.

«La moderación, la concordia transversal y el propio ejercicio del diálogo se baten en retirada en las dos laderas, a cada vez menos metros del abismo, mientras prosigue el avance devastador de las llamaradas del odio de las minorías radicales que van calcinando nuestra morada vital», dice Pedro J. Ramírez en su Carta del Director en El Español. Y nos acercamos irremediablemente a una situación de no vuelta atrás, próxima al enfrentamiento. Pero nadie (de los dos bandos) os va a decir nada de ésto. «Es exagerado», os dirán los que, día a día, van tirando a la lumbre la panocha que puede encender la hoguera. La ceguera del día a día nos lleva a esa escalada de enfrentamiento que da miedo, preocupa. La apuesta por los caladeros de votos desdibujan el mapa. Y eso no es alarmismo, es realidad. Si al exaltado que sale a la calle en una bandera o al justiciero que participa en escraches en defensa del pueblo, coincide un día y salta la chispa, la lumbre se puede encender con virulencia. Y los bomberos igual no llegan a tiempo.

No necesitamos un pacto de reconstrucción, sino de concordia. No necesitamos una transición, sino una declaración de intenciones de lo que queremos ser como sociedad. Europa conoce mucho de enfrentamientos. Vivió y sufrió dos guerras, con seguidores ciegos de ideologías con apariencia de justas (unas) y de proclamas patrióticas (otras) que quedaron para pegarse y lo hicieron durante más de 6 años. Necesitamos escuchar a lo que dice el otro, necesitamos que se acabe el ‘y tu más…’, la acusación emotiva. Necesitamos pensar lo que decimos para decir lo pensado, no sólo lo sentido.

Vemos con preocupación la paradoja de una maestra de escuela que, en virtud de su preparación y siendo responsable de la transmisión de conocimiento, pone en duda la letalidad del virus, que ha matado a tantas personas en favor de una teoría conspiratoria que suena más a capricho y a cabreo adolescente que a la raciocinio de alguien que está encargada de la educación futura. O escuchamos a una persona del gobierno acusar a quien pide empatía, sacar el látigo cuando la calculadora de votos y adheridos a la causa mengua, sin más argumento que la adhesión por razones ideolígicas. Todo muy lógico. Es la paradoja que resume la confusión en la que vivimos, y la tensión con la que convivimos. Dejemos (y arrinconemos) a los que nos separan y los que enfrentan, los que nos envían a las barricadas y se esconden en su sillón sobre el que mover las piezas del tablero resulta fácil.

Exijamos trabajo, gestión y empatía. Que la mayoría silenciosa, no chillona e histriónica inunde las calles, imponga la cordura y coherencia, trate al no igual con respeto y, sobre todo, mantenga alta la exigencia de quienes dirigen la nave. Pidamos la dimisión de los alboratadores y los calculadores, los líderes de pacotilla, los obreros con bombín que proclaman en nombre de la clase , o los que defienden la libertad que niegan a otros llegando a la emoción a través de la siempre rentable adhesión a una causa patria. Los extremos se excluyen, pero se necesitan. No caigamos en su trampa. Hablemos y escuchemos. No nos tiremos los trastos a la cabeza para que ellos cambien su sillón.

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Adolescentes en confinamiento

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“La frustración es un entrenamiento imprescindible para saber desenvolverse porque para vivir en sociedad hay que saber aceptar las renuncias. Los padres deben acostumbrarles a ello poco a poco”, Alfonso Ladrón, psicólogo clínico infantil del servicio de Psiquiatría del Hospital Clínico San Carlos*

Reflexiones en confinamiento, octava entrega.

Esta semana, iba a escribir de comunicación, pero he cambiado de idea. Voy a hablar de educación, que siempre me genera ansiedad porque, mi propuesta, mi valor sobre ella, provoca siempre controversia en mis interlocutores, sean quienes sean, más próximos o contertulios ocasionales porque es un tema transversal en nuestras vidas, y porque hablar de los hijos es uno de los temas estrella en nuestra socialización. Lógico. Una conversación sobre qué se pierden los adolescentes confinados por la pandemia, me lleva a este cambio. Estoy de acuerdo con que los adolescentes son los grandes olvidados de esta crisis, como se ha dicho. No son niños, no son adultos, empiezan a vivir y la experiencia vital suele rozar lo agonístico. Pero, como digo muchas veces, es una enfermedad que se pasa. Pero no voy a hablar de ellos, sino de los que estamos cerca, a su lado. 

Lo que me inquieta es que no sólo no intentemos minimizar su frustración con nuestra ‘comprensión’ paternal, y todavía me preocupa más que lleguemos a ser los padres los que hagamos más grande todavía esa frustración sin hacer la mínima pedagogía en una situación extrema, no vivida antes, más allá de entenderla nosotros también desde nuestra posición y nuestras preocupaciones como responsables de nuestra y su vida. Ser solidarios con la situación de ‘pérdida de libertad’ en el momento en que más la necesitan, no puede ni debe ser excusa para remarcar y asumir dicha frustración y, mucho menos, intentar ‘solucionar’ el problema y sí optar por otra de las palabras de moda en esta pandemia: la resiliencia, que incide en la salida de la adversidad, no en el relato del trauma. 

Siempre sale lo mismo: protección. Soy padre de una adolescente, y también he padecido esa misma tensión. No ha sido un año fácil con ella, pero me siento orgulloso (de ella y de mi) de salir airoso (aunque no sin consecuencias en nuestra relación) de su condición de adolescente. No es fácil salirse del carril, dejar que tu hijo se defienda sólo, se saque las castañas del fuego, entienda que el elogio del padre al hijo es poco menos que obligatorio y que cualquier factor externo que le acecha es causa de injusticia. No suelo ya tratar sobre mi ideal de educación (ni mejor ni peor que otras, la mía). De hecho, hay tantas educaciones como padres, y todas válidas, por supuesto. Como siempre, es una reflexión, no una verdad absoluta. Hoy, en el contexto de la crisis del Covid_19 y el confinamiento, sí me he animado a escribir sobre educación, adolescentes, millennials y toda clase de gente joven (no ya niños). Muchas de las situaciones que se dan ahora con ellos proviene de un modelo educativo muy proteccionista, de la que ellos son víctimas, de una educación laxa, dirigida al no-daño. Siempre pongo una metáfora de ese proteccionismo: hay padres que se tiran por un tobogán antes para saber si hay peligro.

No voy a poner un ejemplo real, por razones obvias, pero sí una situación simulada análoga. Si un/a joven adolescente sufre ansiedad por no poder a su ‘novio/a’ durante este confinamiento, por ejemplo (algo muy probable, y con cierta sensación agónica en sus vidas cortoplacistas), nuestra reacción como padres ha de ser a mitad camino entre la comprensión y el realismo, sin que la primera provoque que sea el propio padre el que se coloque literalmente en la piel de su joven hijo. Si alcanzamos a hacer ver al adolescente (egoísta por naturaleza, porque si no no sería adolescente) la globalidad del problema, contextualizando la crisis, les estaremos enseñando a mitigar la frustración y a reducir su ansiedad. En Latinoamérica el Covid_19 es conocido como el Coronahambre. Difícilmente, un adolescente latino pueda ver más allá de la angustia que se sufre en casa por la falta de recursos para traer comida a la vivienda. Pero no sólo allí, sino también aquí. En España, se estima que hay 8 millones de personas en riesgo de exclusión social, unas cifras agravadas por la pandemia. Es difícil que un joven sin problemas añadidos por su contexto, atienda a tal reflexión, lo entiendo. Como no es lo mismo que alguien con algún caso cercano y traumático por el Covid_19 actúe de la misma manera que alguien que sólo sabe por referencias, cifras o mass media.

Recuerdo mi adolescencia como un período a medio camino entre la seguridad insultante de la juventud y la inconsciencia militante de la falta de experiencia. Aún así, siempre hubo sitio para abordar valores que, a la larga, han confeccionado mi ideario, mejor o peor, pero lo han ido construyendo. Hacer ver que las cosas pasan (buenas y malas), que hay que adaptarse a las situaciones, que lo que no se puede hacer ahora, se hará después, de otra manera. Que el ‘no se puede’ no debe ser un motivo de angustia, desazón o enfado, sino de espíritu de superación ante la adversidad que, a la larga, es la que más nos permite aprender, y que las crisis suelen indicar más oportunidad que inconveniente. Lamer las heridas de los que se caen, no nos hace mejores padres, pero sí nos hace peores educadores. “Para mí, los rasgos del carácter son esas cualidades que nos engrandecen como personas: la resistencia, la habilidad para trabajar con otros, enseñar humildad mientras se disfruta del éxito y capacidad de recuperación en el fracaso”, decía Nicky Morgan, ex-ministra de educación británica en tiempos de David Cameron, y que entre sus prioridades estaba la educación del carácter. En The Crown, la serie de Netflix que destripa la vida de la Reina Isabel de Inglaterra, se cuenta que el príncipe Carlos fue a estudiar a la escuela escocesa Gordonstoun, la misma en la que estuvo su padre Felipe, el Duque de Edimburgo, conocida por sus métodos espartanos, con un gran componente físico, ligado a la educación militar, buscando reforzar el carácter que, también en GB, el rugby ha sido ejemplo como método empleado para fortalecer dicho carácter, para educar: integridad, pasión, solidaridad, disciplina y carácter. En tiempos de crisis, esas cuatro cualidades definidas por Morgan deben estar en la cima de las prioridades educativas. La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos. 

“Cuando una familia quiere que sus hijos no pasen las dificultades por las que sí pasaron ellos, la sociedad se vuelve más cómoda, blanda, menos esforzada. Pasa también con los países”, dice el ingeniero de caminos y experto en educación Alfonso Aguiló. El coronavirus nos ha puesto a todos a prueba y el confinamiento ha retratado nuestras prioridades personales y sociales. 

 “La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos”

“Ahora valoraremos más todo lo que tenemos y vivimos”, dicen continuamente los expertos. Y yo que lo dudo. Pero lo que sí se llevarán nuestros adolescentes (que no muchos de nosotros, los padres o educadores) es una lección práctica de cómo reaccionar ante la adversidad. Los pormenores no los recordarán afortunadamente, pero la situación la tendrán siempre presente en todos los ámbitos de su vida. Y nos recordarán a todos nosotros y muy seguramente en modo protesta que siempre es mejor experimentar por uno mismo, que encontrar las hélices de los denominados ‘padres helicópteros’, los que sobrevuelan la vida de sus hijos geolocalizando sus peligros. 

*Artículo ‘Niños consentidos’, Padres e hijos, ABC)

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Empatía

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(“O como saber ponerse en los zapatos de otro”)

Séptima entrega de ‘Reflexiones en confinamiento’… después de 49 días

“La solidaridad es un buen medicamento contra el trauma”, decía el psiquiatra Luis Rojas Marcos en una entrevista, poco antes de darse por iniciado esta crisis del Covid-19. Y, en el inicio de la pandemia (más bien del confinamiento), fue así. Mucho buenrollismo. Ganas de agradar, subir la moral, plantar cara a la adversidad… Pero yo ya dije en aquel momento que no me pareció así. Esa solidaridad asustadiza nos invadió mientras hubo miedo, cuando la gente se contagiaba a miles y se moría a muchos cientos. Al principio, pensamos que esta pandemia sería como aguantar la respiración unos segundos bajo el agua y luego a respirar como si nada. Pero ya llevamos mes y medio confinados. Ahora, en desescalada, vuelta a las andadas. Vuelve el ‘primero yo’, y me incluyo, aunque trato de revelarme contra este pensamiento. 

“El que no se sienta cómodo, que no abra”.

La frase es de la vicepresidenta cuarta, Teresa Ribera, la que nos ha de guiar hacia la vida tal y como la conocíamos (lo de la ‘nueva normalidad’ no lo veo, porque después de cualquier crisis, siempre hay una nueva normalidad y van muchas), la encargada de dirigir la desescalada (otra decisión sorprendente, en mi opinión, por su perfil profesional, pero en fin). Frase dirigida al sector de la restauración, pero da igual: podía ser cualquier otro. Más allá de ser un vacile, poco respetuosa e inoportuna, es sobre todo poco empática con un sector que, junto con el de la aviación y los viajes, es el que más sufre y va a sufrir lo que se llama la social distancing, porque es el que más necesita de la aglomeración como forma para crear riqueza. Otro debate es el de las condiciones laborales del sector y de qué tipo de modelo tenga el de la hostelería (precariedad, temporalidad, bajos sueldos, etc), muy expuesto a variabilidad en cuanto a resultados por el enorme impacto de cualquier situación no esperada. Pero decirlo así, de esa manera, es desalentador y poco edificante, mi primer sentimiento cuando lo escuché. No es el único caso de falta de empatía que se ha dado pero, para mi, uno de los más llamativo. Es cierto que es difícil que la salud y el dinero casen, y más todavía si le añades hábito. Más bien al contrario, en este caso, son antagónicos.

Lo contrario, Margarita Robles. También socialista, mujer y Ministra de Defensa. Empatía con su tarea, con la situación política, económica y con los que piensan de forma diferente a ella. No cuesta tanto. Y no es una cuestión de colores. Por no hablar del talante de José Luis Martínez Almeida, el alcalde de Madrid, o de la concejala de Podemos, Rita Maestre. Un solar de aceptación entre tanta algarabía. Insisto más allá de cómo se piense. Ponerse del lado de autónomos, empresarios, trabajadores, no tiene por qué evidenciar tendencia, si nos atenemos a la empatía. Votantes de izquierda que tienen negocios y votantes de derechas empleados públicos, trabajadores en fábricas o empleados de rentas más bajas, así lo corroboran. La empatía no tiene ideología y es una enorme herramienta social e individual. Pero choca de pleno con uno de nuestros mayores defectos como humanos y es que casi siempre sólo vemos nuestra situación: todo lo que impida lo que yo quiero, no está bien. Si (el que manda) no lo hace, ya no me interesa. El dolor del otro, no es mi dolor. Y así nos va. 

 “La empatía es una enorme herramienta social e individual, pero tiene un problema y es que sólo nos vemos en nuestra situación: todo lo que impida lo que yo quiero, no está bien. Si no lo hace, ya no me interesa. El dolor del otro, no es mi dolor. Y así nos va”

Las crisis, por definición, no son empáticas. Aunque en los momentos de adversidad, suelen salir a la luz actitudes solidarias, éstas son muy tenues, casi dirigidas más a limpiar conciencias que a encontrar empatía de verdad. Sólo la imagen antagónica de los aplausos en los balcones y los escritos de acoso, acciones ambas dirigidas a los profesionales sanitarios, dan una idea de esta gran falta de ponerse en los zapatos del otro. La empatía no es sólo solidaridad, es una actitud de vida, es una de las grandes aportaciones de la inteligencia emocional, aquella que viene a ayudar a la parte social de cada individuo, a crecer y desarrollarnos de una manera fluida y conjunta.

Lo contrario a la empatía es, por ejemplo, la política que nos han dibujado. Ni ha habido empatía del gobierno para con los demás (los que piensan diferente a ellos), ni tampoco al revés, en esa relación gobierno/oposición, tan necesaria, por cierto, pero no necesariamente tan tensa y programada. Pero, en los llamados asuntos de estado (a los que ataca esta pandemia) siempre ha habido una pequeña tregua, más por decencia que por ganas. “Llevamos un mes trabajando en el proceso de desescalada”, dicen en el gobierno, pero no sabemos (sabíamos, hasta que lo publicaron a modo de comunicado) ni cómo ni quiénes están haciéndolo, sólo quién lo dirige (lo menos relevante) No ha habido empatía de los que dirigen (siendo consciente de lo difícil que es la gestión de una situación así) con el resto de la sociedad. Cuando alguien dicta una norma, debe ponerse en situación del que va a ser ‘normativado’, y para ello ha de hablar con él. Si yo quiero legislar la reapertura de los bares y restaurantes, me siento con ellos, les escucho, observo cuál es su realidad y luego, lógicamente, en función de otras consultas (como por ejemplo, las sanitarias) decido.. Y no sólo debe serlo sino también aparentarlo: ser transparente y demostrarlo. Y, lo más importante, lo digo, lo comunico y dejo ‘libertad’ a todos los que han participado de la decisión para debatir públicamente las deliberaciones de ese plan. La uniformidad no puede ser impuesta (la decisión ya es única), sino que ha de ser la suma de consensos.

Es lo que hacemos (o debemos hacer, al menos, en todo caso es lo que nos enseñan a hacer) los periodistas: hablamos con todos los sectores y luego los que nos escuchan o nos leen, deducen. Un gobierno, ha de decidir, estando/oyendo/viendo a todos. Implicados, pero también con las ideas de otros (oposición), entre otras cosas porque si los involucras, ya los haces partícipes de tus decisiones, en algún sentido. Si no lo haces, siempre les quedará aquello de: “nos hemos enterado por la prensa”. Es decir, no es nuestra responsabilidad, es la de ellos. Y nos da vía libre a nuestra despotrico. “No es un plan de desescalada sino de descalabro”, ha dicho Pablo Casado. O sea que, a mí, plin, ni me has consultado (que se sepa). 

La empatía es necesaria, pero la sociedad, esta sociedad camina hacia el lado contrario. Si yo puedo salir y tu no, ¡te jodes¡ Si no salgo, me quejo. Si me quejo, no lo están haciendo bien porque no me benefician. Si benefician al otro, tienen interés en que así sea. El pequeño empresario, el comerciante, el vendedor, el propietario de un puesto en el mercado, el funcionario, el maestro, el médico… y así hasta el infinito. Todos son de mi comunidad, de la gente que vive conmigo. Amigos próximos, familia, conocidos…. El día que entendamos que la suma de voluntades personales es una colectividad sana, y que para que mi esfera privada funcione, necesito que lo que me rodea lo haga también, como ha venido a demostrar este virus tan enrevesado como es el coronavirus, a todos nos irá mejor. Pero qué difícil es mirarse al espejo y ver a alguien más que tú. 

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Decisiones

Decisiones, Reflexiones en confinamiento. De Perfil
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«Lo que puede parecer resistencia suele ser falta de claridad» (Switch, 2011/ Dan Heath y Chip Heat)

A mi hija, de 17 años, le digo siempre: lo más difícil en la vida es tomar una decisión, sea la que sea. Pero, la que tomes, has de ser consciente de una máxima: ‘toda decisión tiene unas consecuencias que has de asumir’. Y en esas estamos, la mejor decisión. ¿Cuál es? ¿Qué ha de tener una decisión, más allá de ser buena o mala? El proceso influye en la toma de decisiones, sin lugar a dudas. La información, también. Y el análisis de la misma, también. Ahora bien, el exceso de análisis nos puede llevar a tomar decisiones ‘no buenas’. Casi siempre, el resultado del análisis nos lleva sólo a intentar resolver los problemas (los niños no salen) y no nos deja fijarnos en lo que sí funciona (los niños se han adaptado bien al confinamiento y piden más estar con sus amigos que salir). A veces, las excepciones (pequeñas soluciones) permiten tomar decisiones a grandes problemas. Trataré, brevemente, de responder y responderme a mí mismo sobre ésto en esta sexta entrega de Reflexiones en confinamiento. Estamos en un momento en que todo el mundo decide, pero a posteriori (más bien juzga las decisiones de otros) Ahora, ya os avanzo: no habrá juicio. El ‘ya te lo dije…’ no me sirve. El análisis de la decisión y el contexto de la misma es el objeto de esta reflexión.

Vuelvo a la frase de inicio. Los cambios (y los generados por el Covid-19 lo son y de qué manera) siempre tienen un elemento disruptivo, algo se rompe en relación con la anterior. Los gobiernos (en general) están tomando decisiones en función de escenarios nuevos y desconocidos. Están improvisando. Todos lo están haciendo. Nadie tiene la fórmula. El escenario de equilibrio es absoluto: salud, supervivencia, resistencia en situación difícil, miedo, realidad económica, futuro, etc. No cabe duda: es un problema de grandes dimensiones. Todo ello se conjuga en la toma de decisiones. Pero lo que no puede tener quien toma una decisión es miedo. La decisión ha de ser clara y concisa. Por ejemplo, cuando nos dijeron que no podíamos salir a la calle, más que ir a comprar o a la farmacia, todos la entendimos. Nadie se engañó, con excepciones, cumplimos todos. Cuando nos recomendaron que teníamos que reducir los contactos, casi nadie hizo caso, en espera de la prohibición.

«Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad». Y en la decisión (sobre todo a gran escala y que afecta a una parte o toda la población), la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una orden, publicada en un boletín oficial que sugiera muchas dudas (y, por tanto, aclaraciones), no es una buena orden. Y eso es algo que está pasando de forma habitual.

Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad. Y en la decisión sobre un gran problema, la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una norma que sugiera muchas preguntas, es una mala norma. Para eso, casi es mejor la ‘no norma’

La ambigüedad es el enemigo

Primero fue ‘acompañar a los adultos a comprar’. Después, salidas controladas geográficamente (1 kilómetro) y en el tiempo (1 hora). Sin más. Tres niños por adulto, casos particulares a las familias numerosas, centros de menores, etc… La idea de inicio (decisión), salidas controladas. Ese es el objetivo. La recomendación: ‘cumplir las normas»: ‘apelamos a la responsabilidad de los padres’. Y eso está muy bien, en teoría. No sólo gestionamos, sino que lo hacemos con pretensión de educar. Y eso se puede (y se debe hacer) en laboratorios como pueden ser los colegios, con talleres dirigidos a lograr un objetivo, esto es, en pruebas piloto. Pero la realidad exige otra cosa. «Cualquier cambio exitoso requiere la traducción de objetivos ambiguos en comportamientos concretos», destacan los autores de la versión en castellano de Switch (‘Cambia el chip‘). Da seguridad a la medida, que a priori puede parecer buena (los niños necesitan oxigenarse). Establece turnos, ordena (va a ser importantísimo en el desconfinamiento), modula. De 9 de la mañana a 9 de la noche, un kilómetro. Demasiado laxa. No abres los columpios, pero sí los parques, lugares para que el personal se concentre (foto de un parque de una ciudad de España). Los niños no han pedido salir. Han sido más los padres los que han pedido que sus hijos salgan. Los niños, algunos, sentirán cierto miedo. Los niños verán cómo salir no es tan divertido y, además, verán cómo después deberán pasar un protocolo de desinfección e higiene molesto. ¿Los niños deben salir? Sí, pero tal vez más agradezcan una visita controlada a un amigo, en casa, reduciendo el contacto a un vis-a-vis. Es un ejemplo. Socialización, sí; algarabía, como se ha montado en las primeras horas de la norma, no. Lo hacen de forma natural cuando se encuentran en un contexto conocido, como por ejemplo es el colegio (y ahí, incluso, les cuesta). Nosotros, lo complicamos más. ¿Que no es fácil fijar un reglamento de salidas para niños? Claro que no. Mi opinión (y es intrascendente en el análisis) es que, llegados a este punto, mejor esperar al final del estado de alarma y tomar esta decisión dentro de un escenario diferente. A la gente, que los niños puedan salir, le suena a que la cosa va mejor pero nos mantienen encerrados en casa. Y se entiende menos y cuesta más de digerir. Pero cuando se quiere contentar a tantos sectores (oposición, padres, niños, personal sanitario, expertos epidemiólogos, etc), la solución suele pecar de eso: de indefinición (¿qué se pretende?) Y, aunque esperemos que no, esta decisión nos hace temer a muchos dudas sobre si podremos alcanzar el objetivo que nos ha dejado en casa ya más de 40 días: contener la pandemia y su rápida progresión. Veremos.

Con la salida de los niños a la calle, el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia

Cierto es que la crítica (ya lo he repetido muchas veces) se mueve por canales que caminan en paralelo, nunca se juntan, no hay consenso. Como tampoco hay ninguna norma que tenga el beneplácito de todos. Pero eso no es lo que se pretende. El objetivo de una norma es cambiar algo con el menor número de efectos secundarios. Lo veremos en las cifras. Lo que sí está claro es que, con la salida de los niños, la imagen y el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia.

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Bulos

Bulos. Reflexiones en confinamiento. Fake News
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Reflexiones del confinamiento. Semana 5

Reconozco que es algo muy personal. Mi relación con la mentira es traumática, no la soporto. Ni la piadosa ni la obstinada, ni la malintencionada. Ninguna. Probablemente, porque no se me da nada bien mentir, porque voy corto de preparación para interpretar. O, simplemente porque, culturalmente, la mentira siempre ha estado en la punta de la pirámide de mi comportamiento como persona, mi ética vital. Y a veces, me toca pagar un precio excesivo: o entras en el juego o te quedas fuera. Ingenuidad.

Pero, en fin, como está ahora de moda decir: tolerancia cero con la mentira. ¿Por qué? Pues porque, la ‘mentira’, sea de la clase que sea, crea inseguridad: no sabes a qué atenerte. Las hay de todos los tipos, la mentiras piadosas, las medias mentiras, en sentido positivo, las medias verdades. Cierto es que, cuando estudiaba en periodismo, ya nos decían: la verdad absoluta no existe. De ahí que mi relación con la mentira sea, si cabe, mucho más agónica todavía. Por eso, ahora digo: es mi verdad, la que trato de argumentar. La deontología y la ética personal, nos deben llevar siempre a buscarla. La verdad es reputación, credibilidad. La mentira es engaño, farsa, bulo… esos que unos y otros se encargan de combatir y que unos y otros practican como equilibristas ideológicos.

El confinamiento, el estado de alarma y la dolorosa sangría provocada por una pandemia letal y que provoca tanto sufrimiento presente y futuro, con un incierto porvenir vital, ha potenciado la proliferación de las llamadas fake news o bulos, todos ellos interesados y propagados a través de ese gran ente contagioso como son las redes sociales. Nada nuevo, más allá de la propia pérdida de credibilidad de aquél que las usaba (como yo) para informar y estar informado. Empiezo a perder interés, y como yo, muchos, en alimentar a estas plataformas, de cuya utilidad no dudo, pero sí de su uso: probablemente, tendrán que exigir que quien escriba o las utilice, salga del anonimato, sino están destinadas a desparecer o, perder protagonismo. Es por ello que las compañías propietarias de las redes sociales se intentan proteger, aún a riesgo de que las acusen de censura. Al final, la mentira y quien hace de ella su modo de actuación, lo acaba infectando todo. En la comunicación, el Covid-19 de este tiempo de incertidumbre y de odio permanente que vemos en las redes, se llama bulo. Eliminarlo es imposible, está en la misma esencia del ser humano. Todo vale para conseguir tu objetivo. Para mí, no. El nuevo cometido del periodismo, en mi opinión, tiene que estar en filtrar, depurar, jerarquizar y trasladar la información y la opinión más veraz. Para ello (y esto es lo difícil), el periodismo debe aislarse de los elementos que lo distorsionan, como son los lobbies que alientan estos bulos con determinados objetivos. Y muchos usuarios que, utilizados y decantados, se dejan llevar por los likes.

Los bulos no tienen padrinos ni autores, pero todos los censuran -cuando son los de los otros. El bulo es un elemento distorsionador siempre, y en momentos de crisis, más. La mal llamada transparencia es, como la objetividad periodística, un deseo, una pretensión. Cuando uno presume o habla de garantizar la transparencia es porque sabe que no la tiene. Todo el mundo (y más el estado, los gobiernos que los regentan y toda la sociedad) considera que hay cosas ‘que no se debe saber’. Y, seguramente, será así. Pero, mientras eso sea así y no exijamos tener la máxima información, no podremos exigir a nadie (ni siquiera a nuestros gobernantes) que no mientan o que no falseen la realidad con medias, piadosas o benignas mentiras con las que, dicen, nos endulzan nuestra existencia. El bulo hace que la gente desconecte, se desinterese, no escuche a aquellos (otra vez los bandos) que, a uno y otro lado, se tiran sus mentiras a la cabeza, con el ‘y tú más…». Ha dicho el presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, que esta crisis del ‘coronavirus’ se va a llevar por delante a toda la clase política de España, que tendrá que tomar decisiones bravas y duras. El bulo es el Covid-19 de la clase política, porque provoca el confinamiento voluntario de la sociedad respecto de quienes gobiernan. Y esa desconexión siempre es grave porque puede aparecer alguien que se aproveche del desaguisado para lograr su objetivo: poder. Y ahí, en esa batalla, vamos a perder todos. No dejemos que los que más ladran se lleven ese botín.

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Fotogramas del confinamiento

Fotogramas del confinamiento. Covid_19
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«Pasé varios días sumergido en ese silencio espeso, que no me resultó en absoluto desagradable. Era una calma pura que no conectaba con nada, y tuve la impresión de que ponía fin a toda una serie de acontecimientos. Eso es. Era el tipo de silencio que se hacía cuando algo importante finalizaba» (Haruki Murakami, La muerte del comendador 2)

Reflexiones del confinamiento. Semana 4

«Quietud frente a lo frenético», parte del titular de un magnífico artículo de Mar Abad en Yorokobu. Muy recomendable. La inmediatez, el pánico a la rutina. Todo muy de usar y tirar, todo hay que hacerlo ya, todo es salir, estar con…, todo es conexión. Pero curiosamente y muchas veces para no decir nada, para mirar cada uno nuestro smartphone, para convertirnos en la multipantalla del silencio. Somos parte de las generaciones más conectadas, más activas, más sociales y que menos nos comunicamos. Leed el artículo.

Al otro lado del frenesí, de la tensión, del dolor de las UCI y del enorme trabajo en silencio de nuestros sanitarios, está la soledad o, en otros casos, el aislamiento social del confinamiento. Ese #QuédateEnCasa, al que muchos se resisten (los menos), de forma nada solidaria e imprudente. Pero, hay que recordar siempre que el gran dolor, la dureza de este virus no está en no salir de casa, por supuesto. La dureza está en todos los que ya no están y los que no estarán. Ese siempre será el principal drama, el fotograma esencial de esta crónica. La llegada del virus y del confinamiento, ha sido, en muchos casos, un golpe duro y moralmente demoledor, por novedoso e inesperado: silencio de los que han perdido a alguien, y silencio de los que nos confinamos solidariamente para que no haya más ausencias. Y en todas las situaciones, hemos pasado de vivir al día a tener tiempo, aprender a pensar, a reflexionar. Cuánta gente ha dicho estos días haber tenido tiempo para reencontrarse con otras cosas, con ellos mismos, con sus cosas.

La inmediatez, el pánico a la rutina. Todo muy de usar y tirar, todo hay que hacerlo ya, todo es salir, estar con…, todo es conexión. Pero curiosamente y muchas veces para no decir nada, para mirar cada uno nuestro smartphone, para convertirnos en la multipantalla del silencio. Somos parte de las generaciones más conectadas, más activas, más sociales y que menos nos comunicamos.

Leo a Murakami desde hace tiempo. No sé si todos su libros, pero sí muchos ya los he leído (con ganas de hacer una segunda lectura, algo que, por cierto, no suelo hacer). Una literatura ágil, de historias bien contadas, descripciones con mucha profundidad, pero sobre todo, una capacidad enorme de decir cómo y qué sienten los personajes al segundo. Sus novelas suelen venir plagadas de personajes enigmáticos, muy reflexivos, no convencionales… Sus historias suelen ser de suspense, ligando lo real y lo fantástico. Puede describir hasta el más mínimo detalle de realismo -recrearse en cómo una persona se levanta, desayuna y se va a trabajar, y qué piensa y por qué decide hacer algo, en definitiva qué se le pasa por la cabeza- y justo después, narrar con emoción una escena increíble, plagada de imaginación. Personajes, muchos de ellos con alguna tara (física o social…), son los que protagonizan sus historias. Y otra circunstancia que me ha impactado desde que le sigo: siempre un agujero, un sitio cerrado que aparece como un refugio o un castigo, un accidente o, simplemente, un sitio por donde ver el mundo, por donde observar de una manera calmada, hasta desesperante diría yo, la imposibilidad de cambiar de sitio y de observar las cosas desde otro prisma. La suya es casi una necesidad de aislarse de todo, para dar cuenta de lo mejor que tiene uno mismo: su capacidad de reflexionar a través de un fotograma, el que se ve desde un pozo, un agujero en el suelo, la oscuridad de una cueva con un hilo de luz al final, o por la rendija de una puerta. En ‘El Comendador’ hay un poco de todo eso. Al final, ese era una calma pura que no conectaba con nada… es el que da sentido a todo. Precisamente, nuestra vida en confinamiento es, en muchos casos, una calma pura sin conexión. Sobre todo, para aquellos que han montado su vida conectada con los demás, y que no entienden (o no saben o no han vivido) y no quieren saber más de una vida propia, que por supuesto tiene lazos de unión con lo que nos rodea. De ahí, la enorme dificultad que a todos nos supone el confinamiento.

Informar en tiempos de crisis…

Esa calma confinados se vuelve histrionismo en cuanto te conectas, en cuanto te pones a ver aquello de qué pasa por el mundo. Los medios de comunicación -los malos de esta película- pertenecemos a aquella parte ‘esencial’ de la actividad, que nadie entiende por qué es esencial, pero que todo el mundo consume (y más en confinamiento) y censura. Porque no hay un sólo medio que no haya pasado por el filtro de la crítica. Algo lógico, por supuesto, y hasta necesario. Pero cierto es que esa crítica es, en estos tiempos de incertidumbre y de crisis, absolutamente feroz. Hay dos realidades: la de los míos y la de los otros. Y todo se mira por esos prismáticos. Siempre he pensado que esto de situarse en bandos, viene por dos razones fundamentales: la necesidad de pertenencia a un grupo (o subgrupo en este caso) y la incapacidad que tienen muchos de no aceptar ni la derrota ni, por supuesto, la opinión contraria. Todo ello, en tiempos de crisis como el actual, se riega con un vino -muy avinagrado- de teorías conspiratorias, a uno y otro lado, que no suelen tener ningún tipo de rigor. Entre otras cosas, porque la historia (y los investigadores y expertos que la escriben) ya han demostrado que se necesita tiempo (y perspectiva, diría yo) para interpretar los sucedido. Eso sí, para los historiadores también hay estopa. Si la cuentas de una manera, eres gubernamental o pagado por el gobierno de turno y está manipulada, si la cuentas de otra, lo mismo, pero al revés.

Pero nada, en la era de la inmediatez, todo tuit es noticia, y toda opinión, sentencia. Yo, en tiempos de crisis, me cuido muy mucho de dar veracidad ni siquiera a mis propios argumentos. Son sólo eso, argumentos. Al lado dejamos a los del insulto. No merece la pena. Esta falacia de ruido e histrionismo, aumenta y alimenta mi necesidad de silencio. El confinamiento me tranquiliza, es como uno de esos agujeros murakanianos en los que ves pasar el tiempo, cambiar el color del cielo, repasar tus pensamientos, poner distancia a tus ideas y recrearte con tu propia soledad. Para mirar lo que hay fuera… Son muchos (yo no lo he hecho, pero he estado tentado de hacerlo) los que conozco que han dejado de visitar Twitter o cualquier otra red social, o escaparse del estrés ocioso de los grupos de WhatsApp. Se le llama, oxigenar y sanar la mente. Lo entiendo.

En la era de la inmediatez, todo tuit es noticia, y toda opinión, sentencia. Yo, en tiempos de crisis, me cuido muy mucho de dar veracidad ni siquiera a mis propios argumentos. Son sólo eso, argumentos.

El periodismo que molesta es esencial

Librémonos de tener la razón, muchas veces el gran defecto de los periodistas, e intentemos trabajar por algo que llevo diciendo algún tiempo que será parte de nuestro nuevo cometido. Las noticias y la información ya no es sólo nuestra labor principal, no. Cualquiera con acceso a fuentes de información puede (y debe) dar una noticia. De hecho así es, los periodistas se han trasladado de las redacciones a los departamentos de comunicación y prensa. Hay más informadores en el origen de la noticia que en los que trasladan la noticia a los ciudadanos (oyentes, lectores, telespectadores) Por eso, nuestro nuevo cometido sería el ordenar y filtrar sobre todo lo que se informa. Comprobar, saber leer y utilizar los datos, en donde nos solemos mostrar torpes (no nos han enseñado),al menos yo. El periodismo de investigación está en el dato, en saber comunicar el resultado de un informe, con el rigor científico y la habilidad para traducir eso al gran público, sin sesgos. La vieja escuela murió, y entre unos y otros la hemos enterrado. Uno de los enterradores, el periodismo de bufanda, que tiene el mismo rigor que el de los bandos de opinadores en redes sociales -para otro día dejaremos lo de los bots y las fake news- y que desprestigia y aniquila la profesión. Pero también es cierto que una gran parte de la ciudadanía busca y lee su prensa, no informarse. Esta semana, se ha dado un caso curioso al observar como un partido político ha llegado a censurar a un medio que muchos de sus simpatizantes y votantes leen. Ceguera, pero también protección. La censura es como el arancel, da sensación de protección, pero te empobrece y, a la larga, falsea tu realidad. El periodismo sin confrontación, sin análisis, es marketing. El periodismo que molesta es esencial; el periodismo que dice lo que otros quieren escuchar es propaganda.

Jornaleros de la política

Para el final, quiero dejar a los jornaleros de la política. No digo la política, no. Digo, los que en estos momentos la ejercen. El Pleno del Congreso por la prolongación (la tercera) del estado de alarma fue un deplorable ejemplo de mala praxis, un motivo más de cabreo para los ciudadanos de a pie y una enorme decepción (una más también) en la clase política de este país. Sólo aguanté la primera media hora, luego preferí saber a través de fragmentos. Discursos preparados, poca reciprocidad, nada de escuchar lo que dice el otro, simple reprobación, seguidismo, teorías conspiratorias, datos falsos o precocinados, falta de un mensaje claro a la ciudadanía… No hay elecciones a la vista (por tanto el rédito electoral no tiene urgencia) y no hay -por ahora- posibilidades legítimas de cambiar a los que nos gobiernan.

La censura es como el arancel, da sensación de protección, pero te empobrece y, a la larga, falsea tu realidad. El periodismo sin confrontación, sin análisis, es marketing. El periodismo que molesta es esencial; el periodismo que dice lo que otros quieren escuchar es propaganda.

En democracia, hay un concepto claro: legitimidad. Y si algo tiene bueno la democracia es que da permiso y legitimidad incluso a aquellos que no la quieren. Esa es su mayor grandeza. Pero no, este ahora no es el problema. Lo único que quieren los ciudadanos es saber cómo y cuándo vamos a salir de ésta, establecer consensos, hablar con todos (con luz y taquígrafos), escuchar a los que saben y a los que trabajan a pie de UCI y, juntos, decidirnos por un camino sin mirar atrás. Y reconstruir lo destruido. Utopía. Y ya lo he dicho otras veces en esta misma tribuna: no sólo ellos son los culpables, sino también muchos de los que les siguen y jalean: El (corona)virus social que nos retrata.

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Cuidados intensivos y emotivos

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Reflexiones del confinamiento. Semana 3

Imagino las caras de esos médicos, de esas enfermeras, de los celadores, de los conductores de ambulancia, de los médicos de ambulatorio, de los residentes, de los estudiantes de medicina, de los encargados de la limpieza, de los técnicos, de los operarios, de los que se encargan del mantenimiento del hospital… Imagino sus días largos, sus noches, las toses, el miedo, el arrojo, los aplausos, los lloros. Están acostumbrados a lidiar con la muerte. De hecho, es una de sus lógicas. Su principal batalla: evitarlas todas, un imposible. Y eso lo saben. Lo llevan. Se acostumbran. Pero en este mal trago del Covid-19, la muerte deja de ser algo más para ser la parte fundamental. Los enfermos de esta pandemia llegan a un punto sin retorno, como el soldado en la batalla, y se mueren y se acepta y casi no da tiempo ni a llorarlos. Hasta para los médicos, las muertes (más de 800 cada día en la última semana) son una puñalada al ánimo, una enorme losa para el cansancio. Enfermos que se van solos, sin más compañía que un médico o una enfermera… Es muy duro. Esta enfermedad es muy dura. Más allá de la incomodidad de no poder relacionarnos, el Covid-19 nos está enseñando a convivir con la muerte, aunque algunos como yo, no le pongamos cara.

Hace poco más de un año estuve con mi hija en Nueva York, curiosamente otro de los epicentros de la enfermedad. Visitamos el museo del derruido World Trade Center, las torres gemelas, aquellos dos rascacielos que se vinieron abajo como en un película de acción, arrastrados por la ira de unos descerebrados que pusieron cara al horror. El nuevo museo rinde homenaje a los miles de muertos de aquella tragedia. Incluso han habilitado unas salas en las que están expuestas las fotografías, con nombres y apellidos e incluso su profesión, para poner cara al número. Cuando estás allí, te quedas pensando. ¿Cómo vivieron aquello? ¿Que gestos, qué caras tendrían en medio de aquel desastre? Habían salido de casa sin saber lo que les esperaba. Y la barbarie se los llevó por delante. Ahora, años después, en España más de 12.000 muertes por el coronavirus. Más allá de la exactitud de las cifras y recuentos, me parece una barbaridad. Una cifra difícil de asimilar, de hacérsela entender a mi cabeza. No quiero extenderme en las cifras, porque habría muchos matices. Quiero reflexionar sobre la muerte, más allá de creencias y otras situaciones. Estás bien, sano. De repente te encuentras mal: fiebre, tos seca, dolor muscular. Primero, llamas. Te recluyes en tu habitación, te aislas, no contagias. Te vas encontrando mal, pero… no puedes ocupar el sitio de otra persona que está peor que tu. El primer filtro (tu médico ambulatorio) te dice que vayas al hospital. Entras por urgencias. Uno más. Silla y a esperar ser atendido. Te vas encontrando peor. Al final, te atienden. No hace falta que confirmen tu diagnóstico: positivo. Pero te sigues encontrando mal. Te falta el aire. Después de hacer unas radiografías, el bicho no ha afectado tus pulmones, pero estás en ese momento crítico. Al final, no puedes respirar por ti mismo. Necesitas ayuda. A partir de ahí, la batalla final: o vuelves o no la cuentas. En diez días puedes dejarlo todo atrás… Y te vas sólo. Desapareces. Si eres creyente, tendrás el consuelo de que te fuiste con la paz de tu dios. Si no lo eres, habrás pasado de tener una vida llena, a quedarte sin ella. Y son, en el momento de escribir este artículo, casi 70.000 muertes en todo el mundo. Más de 12.000 aquí, en nuestra casa. Se hace duro. Me resisto a hablar de porcentaje, mientras haya una sola persona que se va sin hacer ruido, después de haber pasado en pocas horas de una vida plena a una muerte rápida.

Y vuelvo a los médicos, a los que están a pie de UCI, batiéndose el cobre con todo lo que se les viene encima. A ellos, que no pueden investigar, que hacen del prueba y error su vacuna, que buscan por todos lados la receta que les permita a los pacientes emprender el camino de vuelta de la UCI. Porque sí, las unidades de máxima vigilancia médica son zonas en donde la respiración de todos es contenida y dificultosa. En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema.


«En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema»


El personal médico es la sonrisa de este coronavirus. Los demás, somos meros espectadores. Más bien diría, feligreses. Sí, seguidores de la fe (en ellos), aquella que nos va a permitir ir más allá. A los que nos falta esa fe, nos queda la aceptación de que ellos son los que, una vez más, nos van a sacar de ésta. Exhaustos, al límite del buen ánimo, desaliñados, muchas veces tristes, impotentes de no poder hacer más. Pero felices todos ellos de trabajar con la salud de todos, poniendo en juego la suya. En esta ocasión, al cuidado sanitario intensivo se une el emotivo. Chepeau.

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