“He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas”, así reflexionaba Michelle Obama cuando recibió los primeros ataque personales por parte de la opinión publicada en la génesis de la campaña de Barak a la presidencia de Estados Unidos, según ella misma explica en su extraordinario libro biográfico. Mientras fue anónimo y sin peligro, todo lo que ella hacía o dijese en precampaña o en primarias pasaba desapercibido. En cuanto el primer presidente negro de los Estados Unidos fue a full a por La Casa Blanca, la cosa cambió. Y eso que en aquella época las redes sociales estaban en un estado embrionario, por no decir inexistente.
Esa distancia larga, esa ausencia de referencia personal con el personaje explica la enorme violencia que se genera en las redes sociales, agravado además por el hecho de que muchos perfiles no tienen ninguna identificación y se ocultan bajo seudónimos, otros son falsos y muchos automatizados, conocidos como trolls. Insultar o criticar una persona con tirón mediático, puede salir rentable. Al otro lado, la gente normal que usamos las redes sin máscara… La crítica, como nos decían cuando estudié, ha de ser razonada, y no sazonada desde el odio ni dirigida al insulto. Las redes sociales, es cierto, han dado voz a todos aquellos que, en mi época, se situaban en la clase en la última fila y, con alevosía, se mofaban de todos los que cometían una equivocación. Gamberros -muchos amigos míos, y alguna vez incluso yo- que no hacíamos otra cosa que pasarlo bien (o eso decíamos), pero sin ánimo de ofender (que lo hacíamos) y, sobre todo, sin ánimo de perpetuarnos en el insulto y a acoso (bullying), pero que contribuimos a ello.
«He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas»
Del libro Mi historia, autobiogràfico de la exPrimera Dama, Michelle Obama
El insulto (sobre todo el entorno de Twitter, que se ha vuelto descorazonador) está desatado y sobrevalorado, aunque siempre duele. Nadie tiene miedo ni vergüenza a darle un me gusta a una barbaridad, porque casi nadie utiliza su nombre y su foto de perfil para ello. Salir del armario del anonimato, no mola. Puede ser el chico educado que te dice todos los días: «buenos días», que cuando sale del ascensor, se transforma en energúmeno en cuanto abre su portátil y la aplicación en donde puede ejercer de hooligan, como si estuviera en la grada de cualquier evento deportivo, en donde todo está permitido. Es el escape. El deshaogo digital. Y es urgente una reflexión de estas empresas tecnológicas para con sus usuarios.
Uso y abuso
Se produce una situación curiosa. Los profesionales utilizan las redes como marca personal, imagen y marketing de su propia actividad. Es parte de su trabajo. Los seguidores arrojan cifras insultantes sobre personajes que, en el caso de no brillar por su popularidad, serían residuales en la red. Entre los populares, la frivolidad de su actividad marca el sentido de los comentarios. A mayor complejidad del perfil (un científico, un escritor, un pintor, un ejecutivo, un divulgador), el efecto insulto y odio, se reduce o desaparece. A mayor popularidad, se banalizan la comunicaciones y, por ende, los comentarios (un futbolista, un actor, un youtuber, etc.)
Las redes han igualado a todos, pero no todos las utilizan igual. Cuando entras en la dinámica de la popularidad en redes, tienes que se consciente de esa situación. Ahora bien, ¿qué pasa si todos aquellos vips de las redes las abandonan, hartos de tanto insulto y desprecio? Que los trolls y demás canalla se quedarán huérfanos de víctimas sobre la que enviar sus avinagrados comentarios. Y eso está pasando, pero aún no es generalizado.
Hoy todo está desatado. Salimos a defender nuestra ética cuando alguien, con patologías previas, decide decir adiós a la vida. Un personaje público que ha de lidiar con las dos partes: la parte de personaje y la de público, que explotó hasta el final, hasta que no pudo más. Dolor y rabia, pero poca broma: cuando juegas con fuego, te quemas. Cuando te equivocas de público al que acudir… pasa que no es el mismo que te aplaudió y te adora. Ese público que ahora te echa de menos es el que llora en silencio tu marcha y maldice a los sanguinarios que te atacaron. Y eso no es culpa (sólo) de las redes sociales o los medios de comunicación, sino de quien acude a ellos y ellas a curarse.
Las cosas, más allá de algunas obviedades, no son ni buenas ni malas, sino que son algunos de sus usos los que las transforman. A las redes sociales, siempre lo digo, las carga el diablo, que étimológicamente era el portador divino de las malas noticias al pueblo y que es la nominalización del verbo griego diaballo, que significa acusar. Que nadie se lleve a engaño. Si al diablo le abres la puerta…