Atrévete

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No sé por qué, últimamente, todo tiene a mi alrededor cierto poso de desasosiego, de coformismo. «A estas alturas, me conformo con no sufrir», me decía una persona el otro día. Observo mucha vida liviana, como si todo fuera relativo, por miedo a que lo absoluto nos envuelva en melancolía, en definitiva miedo a que el daño sea mayor que la satisfacción. Ni se sabe estar sólo, ni se apuesta por alguien. Simplemente, se bordea la soledad con una tenue presencia. Es como elegir colores de gama media, observar un arcoiris mate o escuchar músicas de ambiente sin letra.

Y sin embargo yo me encuentro en el proceso contrario. Me atrae decir claro lo que creo, pienso o siento. Vivo según mi propia voluntad (a excepción de los imponderables que no puedes elegir) porque siempre que hice cálculos, las matemáticas me enseñaron que la exactitud es poco aplicable a la vida, al menos a la mía. Si calculas, dudas, y si dudas, no actúas, te paras. Si te paras, tal vez vivas más tranquilo, sin contratiempos. Pero, si de vez en cuando, no agitas tus deseos, te mueres, aunque tu cuerpo siga en movimiento.

Vivamos intensamente porque no sabemos cuánto tiempo tendremos para elegir ir por el camino de los colores vivos o por el de la noche oscura. Dicen los que saben que han de tomar el camino del adiós que si hubieran sabido, hubieran vivido de otra manera. Claro, a final definido, insatisfacción por lo que has dejado de hacer y lo que te queda pendiente que a buen seguro no te dará tiempo a satisfacer. Y entonces te frustras porque el adiós no tiene elección. Y lo que pudiste elegir (vivir urgente) pasa a ser exprés. ¿De qué nos sirve vivir en colores de gama media, sin brillo?. Pongamos todo en la cazuela y el caldo saldrá rico. Y eso que nos llevaremos.

La vida de colores de baja gama es un manual del vivir sin grandes alardes pero también sin grandes emociones, como si nuestro miedo nos lleve, por experiencia, a concluir que no merece la pena arriesgarse. La base actual de los sentimientos nace de la racionalización de las emociones. Expresarlos es voluntario y se pueden exigir y dar. «Me has hecho pensar», me decía entre lágrimas una persona que acababa de conocer hace poco. Las lágrimas responden al momento que vivimos y el tiempo que nos queda. Insatisfacción porque muchas veces nos abandonamos para reflejarnos en otro. Confundimos compañía con sentimiento. Y claro nace algo que ni acompaña ni siente.

Porque, como dijo una vez un amigo mío, a la muerte, vamos solos, tanto si alguien está a nuestro lado, como si no. Decía mi abuelo a los 102 años que no hacía nada en esta vida. Pero yo sabía que, por su condición cristiana, no podía elegir el momento de irse. Ahora bien, sí aceleró para marchar porque tanto es no tener el tiempo suficiente para acabar tu libro, como haber escrito el final y esperar a que se publique. Vivió sus últimos días acompañado por la gente que le quería, pero a la muerte llegó sólo. Como todos.

Atreverse a vivir

La soledad asusta, y manejarse en ella es algo que se trabaja, se aprende y se construye con constancia. Pero la soledad, para no ser nociva, no puede nacer de la renuncia sino de la convicción. Si nace de la primera, provoca frustración. Si viene de la voluntad de querer y saber estar sólo, provoca sosiego y paz interna. La soledad urbana, por olvido, deprime. La soledad aceptada, reconforta. A mi no me da miedo estar solo sino sentirme solo porque no hay peor soledad que la que se vive en compañía. Y por eso es necesario atreverse a vivir, no con lo que nos aparta de la soledad pero nos llena de melancolía, sino con lo que nos emociona, lo que nos permite ponerle letra a nuestra canción.

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Emociones

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Corrió así, como un escalofrío que atravesaba todo su cuerpo. La piel erizada, con esa sensación que se va a desquebrajar, a cuartear. El frío se mezcla con el sofoco de una andanada de aire cálido, pero no de los que acarician la piel sino de los que la atraviesan hasta mezclarse con el escalofrío…

Llega un momento en la vida que la emoción pasa a estar en la parte alta de la pirámide de irrenunciables. La emoción lo mueve todo. Incontrolable, caprichosa, lo emotivo salva la aduana del cerebro y campa a sus anchas por nuestro cuerpo. Es fuente de energía, y creadora de todos los sentimientos que nos llegan, ya racionalizados. El amor, el temor, el dolor, el miedo… son todo emociones, que tratamos de controlar, casi por supervivencia.

Organizamos nuestra vida para que estas emociones se diluyan. Están, las buscamos como objetivo pero, cuando llegan, nos asustan, no podemos controlarlas, por temor a que nos dañen, por la desilusión tras la euforia. Es como la abstinencia tras el chute, ese excitador de emociones, enmascarador de miedos y vergüenzas y amigo del éxito de la sociabilidad. Cuando llegamos al amor, elegimos una de esas emociones que circulan por nuestra vida, todo está mucho más dirigido, conducido, controlado. El amor siempre lo delimitamos, lo encauzamos a través de la persona elegida, del momento y del trayecto a realizar.

Cada vez más, dejamos la emoción para algo externo a nosotros mismos. Cualquier pasión y deseo nos genera emociones, casi siempre no controladas; una peli, tu equipo /actor/peli favorito, una canción, un éxito, un libro, un poema… Ni siquiera las propias, ni incluso los sentimientos, los dejamos salir según nos llegan. Dicen que el amor que te genera un hijo es lo más próximo a la emoción más pura, a ese estado interno de sentimiento sin límites. Y creo que así es. De todas, la emoción del sentimiento hacia nuestros descendientes, a nuestros hijos, es el más fuerte, seguramente por instinto y porque no tenemos posibilidad de elegirlos. En cuanto podemos escoger, racionalizamos la emoción en forma de sentimiento controlado, en más o menos grado.

Recogemos el texto donde empezó, en el escalofrío, en la emoción que eriza la piel, que nos da vida, que nos permite sonreír sin querer, que nos endulza el carácter y nos eleva el ánimo. Cada vez mas, nos movemos menos por emociones y más por temores. No somos más infelices, sino que rebajamos la expectativa para generar una felicidad de gama media. Pero la tenemos. Aspiramos a la alta, pero como explicaba en Detalles, la gama media es válida si la conducción es suave y segura.

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Ombligos

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Lo digital nos ha traído formas de relacionarnos diferentes, con más información propia y, por tanto, subjetiva y, por tanto, poco fiable. Son los perfiles, aquellos textos en los que nos definimos profesional, personal o relacionalmente (páginas de citas de las que yo he participado, por cierto. Y seguro que muchos de vosotros aunque no lo digáis). En fin, seguimos: ¿Habéis hecho el ejercicio de leer perfiles? Si no lo habéis hecho, hacedlo. Es una lectura entretenida y una fuente inagotable de conocimiento léase co fina ironía, por favor) En muchas ocasiones (bueno, casi siempre), nos vemos como nos gustaría ser y no como somos. Antes de entrar en asuntos tinderianos u otros, me encanta la enorme capacidad de Linkedin de fabricar nuevos puestos de trabajo.. Por ejemplo, un gestor de desperdicios, que en la práctica no deja de ser un basurero, pero sólo que suena mejor (lo de oler…). Por poner un ejemplo de ombliguismo cargado de mercadotecnia (y si le ponemos un piercing ya ni te cuento), no por lograr un trabajo o un puesto mejor, sino por alimentar nuestro ego. «Si no lo conseguimos, que no quede por nosotros, que somos buenos», decimos.

En estos perfiles o en una cena de Navidad con cuñados o en cualquier quedada nos encontramos con el clásico yo ésto, yo lo otro, mi casa…, mi trabajo… mi coche… mi hándicap… o mis mil kilómetros de bici (para que no me acuséis de excluirme del mal del ombligo de oro.)… Y si ya salen los hijos, apaga y vámonos: tenemos Messis, Einsteins o Stevejobs a porrillo. Casi siempre, sacamos una versión casi angelical de nosotros (con los famosos correctores de tengo mis defectos, a pesar de mi carácter soy buena persona o eso dicen mis amigos) Y claro, pasa como en los anuncios. El detergente que saca la ropa más blanca, el perfume con que seducirás a quien te propongas, o la versión moderna de mercadotecnia vendiendo un estilo de vida, un momento único, una experiencia de cliente como el clásico anuncio de la cerveza Damm de cada verano. El primero fue con el paraíso de Formentera como reclamo de fiesta, paz, amor y lo que se os ocurra. Vamos, que te has pasado el mejor verano, has encontrado el amor de tu vida, o has ligado como siempre que viajas (fuera de casa es más fácil de contar)

«Me gusta viajar», dicen muchos/as cuando definen sus gustos. Claro, como a todos. ¿Cómo no? ¿O no?. Aquí pasa como en las ofertas de trabajo y el currículum: no me pongas lo que eres sino lo que has hecho. Y claro, no me pongas que te gusta viajar sino adónde has viajado. Porque igual puedo pensar que quieres viajar a partir de conocerme y, claro, puedo interpretar, que quieres viajar y que te invite. Vale también para ir de cena o tomar unas cervezas. «A mi me gusta que me inviten», me han llegado a decir. Y claro, insisto: como a todos. Pero ya te he dejado claro que, si quedamos, tu invitas. Aceptemos pulpo… O no. Pasemos al tema siguiente.

La ONS (y no es una ONG)…

Todo es a futuro. Quiero salir a bailar y si no bailas… Hago running, uno de los deportes de moda, y si no te gusta correr… Estamos al tanto de exigir al otro sin ponernos a pensar en lo que no exigimos a nosotros. Nos miramos el ombligo propio con poca autocrítica y mucha vehemencia. Al mismo tiempo, nos quejamos de que nadie quiere comprometerse y nadie quiere prometer ni prometerse nada. El día a día, nos hace cómodos. Y a la vez nos hace perder oportunidades. Yo, el primero, que conste. Por no hablar de los ONS -para los no iniciados… One Night Stand– Para entendernos, cita con sexo, pero sólo una. Aquí pasa como con los errores y su paternidad. Nadie las quiere (abstenerse ONS), pero todo el mundo acaba apuntándose. Por cierto, que la monogamia también queda muy bien en un perfil, y satanizar el poliamor ni te cuento.

Relaciones públicas…

Trata de estirar de la gente. Trata de organizar algo para un grupo. O para dos personas. Trata de ocuparte de algo que no sólo depende de ti -y eso que partimos de una principio claro: cuando alguien organiza algo, lo hace porque le apetece, quiere o, simplemente, le interesa- Al final, sale (o no) Y si sale, la rehostia. Nos damos cuenta q¡ue tras un convoy siempre existe la euforia del buen momento, de ese momento Damm en que, por unas horas, nos olvidamos de nuestros ombligos, de nuestros perfiles, de lo que hacemos o decimos, y nos dejamos llevar por el camino de la distracción y la desconexión al final feliz en que nos sentimos dichosos. «Hay que repetir», es la frase del millón. Por la mañana, con las rutinas, nos dejamos llevar por el mismo ombligo que tenemos desde la desconexión maternal, para alimentar nuestros hábitos, aquellos que nos dicen todos los días lo afortunados o desgraciados que somos. Y si no lo conseguimos, siempre podemos esperar a la cena de empresa de Navidad. Con un poco de suerte, hasta te la paga el jefe (cada vez menos)

No veáis en esto nada serio (por riguroso). Busco un espejo (sobre todo propio) en el que verme, pero con humor. Una especie de monólogo (ni de coña tengo capacidad para el chiste o el humor, pero lo intento), con el que pasar un rato entretenido y, por lo menos, echarse unas risas, que también hace menear nuestro ombligo, aunque de forma literal.

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Ellas solas

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Virginia Nicholson escribió* sobre una generación de mujeres a las que la Primera Guerra Mundial les había dejado solas ante una vida destinada a la familia. Las bajas masculinas de la guerra dejó huérfanos, pero también a las dos millones de mujeres que tuvieron que mirar hacia adelante sin un hombre cerca, porque no había. «Pobre si no quiso casarse, mala si no quiso», era el alegato no escrito pero sí real de la época, que ha sido el caldo de cultivo para la actual, tal y como se relata en Acprensa

Nuestra generación ha cambiando la noche por el tardeo, entre otros muchos logros. Ahora, las mujeres salen de fiesta en grupo o viajan solas o con amigas… o incluso amigos. Observo que las mujeres se han quitado (afortunada y definitivamente) algunos de sus muchos complejos, algunos que han tenido y otros que les han venido inducidos a lo largo de la historia: a viajar solas, a salir de fiesta, a no renunciar a su entorno… sea cual sea su condición o estado civil. Eso sí, hablo desde la heterosexualidad. No tengo ni idea de estos roles en la forma de relacionarse en otros casos de condición sexual.

Seguramente, ahora mismo, observo más ese concepto de necesidad de pareja en nosotros, los hombres. La mayoría siguen equilibrando lo propio con lo familiar. Aquello de que, aunque la policía de casa te de permiso para llegar tarde, para salir con amigotes, para viajar, para practicar tu deporte/hobby favorito aún a costa de la vida familiar, has de estar. Y quieres estar. «Me compensa». Es como si el hombre necesitara la estabilidad emocional para construir su vida. Observo que en los hombres, nuestro rol de hombre, se nos ha quedado obsoleto. Las mujeres progresan. Sin tregua. Y, también afortunadamente, lo hacen mucho más allá del formato cerrado del feminismo oficial.

Mujer en grupo

Este verano coincido de viaje con un grupo de mujeres. Desconozco la situación sentimental de todas y cada una de ellas (ni me importa). Sí sé que viajan solas y que se juntan. En algunos casos, como yo, en destino. Sin más ligazón que la referencia de alguien que te comentó: «Vienes a…?). Y no es la única vez. Mi entorno cercano de amigos es ahora menos grupal, contrariamente a lo que había sucedido históricamente. El timing del ocio masculino es en pareja. Hay situaciones concretas grupales. Pero, en general, observo que el hombre se mueve peor en la soltería. Y la mujer ha aprendido a huir de los apetitosos machos alfa pero con un peaje afectivo que, a la larga, las penaliza. Parece que la mujer se ha quitado la careta y ha tomado para sí el rol grupal hasta la fecha ligado a los hombres. Al final, las cuadrillas (fiestas y demás grupos) siempre habían sido masculinas. Y ahora, veo más grupos de mujeres que comparten el día día de su ocio, que de hombres, que somos más solitarios.

Viajar solas

Tacones viajeros es una red social digital para mujeres que, desde la soledad, quieren viajar pero no se atreven. «Viajes en los que dedicamos tiempo para nosotras, sin las prisas de nuestra vida cotidiana, desafiando nuestros límites y miedos y desconectando lo máximo posible», dice en su web. Desde mujeres casadas que no viajan en familia, como de cualquier tipo de soltería. Las quedadas de mujeres para hacer el deporte que te gusta también están muy en boga. Dicen en Mundokos que el 85% de los viajeros solitarios son mujeres, citando a Overseas Adventure Travel, un portal de viajes con un aparado para experiencia de mujeres en solitario (The Solo Women Experience). El perfil no es sólo el de mujeres sin pareja que quieran viajar, sino de mujeres que quieren mantener su propia hoja de ruta, independientemente de su estado civil, o similares.

Los datos ahí están. La observación, el análisis y el intercambio de ideas me llevan a reflexionar y pensar que la mujer ha tomado el testigo de parte de la vida grupal. Ahora no sólo la potencian, sino que la sienten como suya. Antes, muchas mujeres renunciaban a su entorno y se instalaban en el del hombre, a veces por necesidad ya que solían elegir al sitio de origen del hombre. Eran ellas las que se adaptaban, las que desligaban su pasado para construir su futuro. Y ahora es una delicia poder encontrar mujeres con su propio discurso vital, sin necesidad de renunciar a lo más importante de lo que les gusta y también sin renunciar a compartir su vida con alguien.

El nuevo discurso vital femenino provoca inseguridad masculina, otrora el número uno de los objetivos de una mujer en pareja. Las mujeres siguen teniendo la misma presión social para vivir en pareja. Aquello tan rancio de: Y tú no tienes pareja? Pero se van soltando. Ahora (y vuelve a ser una percepción personal), somos los hombres los que, tal vez, vivimos con esa etiqueta, pero no externa sino interna. Somos nosotros los que nos autoimponemos ese objetivo. Al argumento sexual de necesidad masculina por vivir en pareja, está el resto. Los hombres nos desordenamos más y dejamos salir nuestro instinto. El hombre en soltería es sinónimo de ligón, admirado, idolatrado y envidiado por todos su amigotes, Haces lo que te da la gana. No deja de ser una eterna y equivocada creencia utópica, propia del éxito tribal. Una figura (ligona) que también empieza a cuajar en el entorno social y grupal de las mujeres. Ellas solas, consigo mismas.

*Ellas solas. Un mundo sin hombres tras la gran guerra

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Boa sorte, Lino

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Le preguntó Jordi Évole a Pau Donés si estaba cabreado con la vida por llevárselo tan pronto. Y Pau dijo: no, lo que la vida me ha dado ya es un regalo. De ahí, a Vivir es urgente. Y eso hizo Lininho... Al bueno de Lino lo encontré por casualidad y lo perdí sin querer. Él me llevó de la mano siempre con su experiencia y su periodismo de escuela… de escuela de la vida. Los dos vivimos una situación laboral dolorosa (un ERE), y él fui mi guía. Tres consejos en uno: va a pasar, ponte delante de la pancarta y piensa en el día siguiente a que se acabe. Él se fue de TVG y yo de C9, y nos encontramos en el infortunio para siempre. Pero nunca faltó una sonrisa ni su enorme sentido del humor. Mucho antes empezó nuestra amistad…

Lino es gallego a rabiar, amigo incondicional, periodista de raza y, como decía Antonio Machado: en el buen sentido de la palabra, (era) bueno. Y, como digo, se me ha ido, se nos ha ido. Por supuesto que mucho más a Alicia, su mujer, y a sus hijos, Alejandro y Diego. Hace tiempo que un adiós no me hace tanto daño. La marcha de Lino, sí. Porque él se fue como le conocí: incapaz de calcular el alcance de su humor, de descifrar la verdad de la no-verdad después de una broma. Y me da rabia porque (seguro que él lo quería asi), me creí a Lino hasta cuando bromeaba con su muerte. Se fue sin avisar, amando su profesión, a su familia, orgulloso de sus hijos y admirador de Alicia quien mejor entendía lo que era ser amado y amar a Lino. Su bondad y su amor no tenían fin, como su sentido del humor, que ponía color a lo más gris.

El último video que me envió estaba él enganchado a un respirador. Le pregunté si era por la covid, y si era grave. Y que se cuidara mucho. Y me dijo:

– Que Covid ni que gililpollez
-Mi primera experiencia en un avión de caza supersónico. ja ja
– Oxígeno.
-Nada grave
-Pero espectacular para asustar a los amigos, Ja ja ja ja

Pocos días después…

Gallego, celtiña, vigués…

La primera vez que supe de Lino fue por teléfono. Él trabajaba en TVG y yo en la extinta Canal 9. Él hacía el pie de campo de los partidos del Celta (entonces en Segunda) y yo las narraciones de segunda en mi tele. El destino quiso que hiciéramos muchos partidos del Celta. Y Lino me contaba todo lo que allí pasaba y me cantaba los onces para que yo los pasara a rotulación. De ahí, empezamos a hablar de forma asidua hasta que nos conocimos.

Lino vino, con Alicia y sus dos hijos, a Moncofa (Castellón) a pasar unos dias de verano. Mi hija y yo fuimos a visitarlos. Conocí a su familia, sobre todo a Alicia, con quien mantuve largas charlas. Sobre todo después en Vigo, y sobre todo después que a él lo echaran de TVG, como después a mi de C9. A Ali le preocupaba que Lino se cayera, aunque allí también el humor encubrió su daño, el dolor de alguien que amó profundamente todo lo que hacía y a todos los que tenía cerca. Nunca cayó porque Alicia fue su apoyo y su equilibrio.

El fútbol, la profesión y el destino profesional nos unieron. Quisimos trabajar juntos a distancia pero no lo conseguimos. Tuvimos charlas interminables. Conocí a su mejor amigo, Antonio, su alter ego, su gran amigo. Me duele, Lino. Me duele no haber estado más cercano a ti, me duele no saber descifrar cuánto enmascarabas tu daño… y me he dado un bofetón tremendo con tu adiós. Sé que tú querías que fuera así, no querías que estuviéramos pendientes ni que te viéramos mal, o te sintiéramos mal. La última vez q nos vimos, en Vigo, en una tarde lluviosa, ya convaleciente de ese puto cáncer que te ha aniquilado. Ya no me dejaste acercarme más (y por supuesto que lo respeto, y lo admiro) Preferiste irte sin dar lástima, y a fe que lo conseguiste, amigo.

No quiero recordar lo último, prefiero revivir tus excusas para no ir a la playa (lo odiabas, pero siempre estabas), tus caras cuando nos metías una bola que siempre caíamos. Recuerdo la sonrisa de Alicia cuando tú pensabas que se había tragado alguna de tus bromas. Te amó así, como todos te hemos querido. Irónico, picante, rebelde, próximo, cariñoso, dedicado, absolutamente noble y más preocupado de los demás que de ti mismo. Hasta el final… Oporto, ¿recuerdas? Estuvimos tú, Alicia, Ainara y yo. Uno de los últimos sitios que estuve contigo y con Alicia y que siempre llevará tu recuerdo. Las fotos en la Estación, tan bella y llena de arte…

Me niego a llorar de dolor, porque tú nunca lo hiciste (al menos nunca delante de quien estimabas y cuidabas) Te voy a echar mucho de menos, Lino. Mucho, amigo. Espero que tu viaje con el avión de caza supersónico te vaya todo lo bonito que te mereces. Lo que es seguro es que será divertido.

Moita sorte, amigo. Grazas por todo.

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Poliamor

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No se trata sólo de sexo. Se trata de relaciones no basadas en la posesión.

«Hace 100 o 200 años, y en la mayor parte de la historia, la familia era una unidad política y económica, no afectiva», así se expresaba Youval Noah Harari, el profesor de historia de la Universidad de Jerusalem, en una entrevista reciente. La ligazón afectiva ha variado también nuestro concepto de relación. Las familias- unidades económicas no se rompían, si no es por fuerza mayor. Hoy, parte de la seguridad que ofrecía aquella unidad familiar, la facilita el Estado. El amor es libre de expresar las nuevas relaciones.

A María…

Ya os avanzo: ni amor para toda la vida, ni poliamor. Este artículo es una especie de encargo de mi amiga María, la gallega, quien, tras una larga conversación en la que surgió este tema, me envió un texto muy largo, de esos que aparecen por las redes -anónimos pero a los que siempre le encuentras algún fragmento con mucho sentido- hablando sobre el poliamor, vocablo culto que esconde la crudeza del vulgar follamigos‘. Suena mal, la verdad. De todo ese gran texto, me quedo con el final: te quiero mía/o, pero sin que estés conmigo. Mucha miga. De esa conversación surgió este post, casi por encargo.

Improviso haciendo una aproximación más intuitiva que académica:  el amor es un sentimiento, y por tanto huye de la racionalidad, de la lógica, no tiene medida ni proyección. Si se tuviera que hacer un proyecto empresarial del amor, simplemente no sería posible. Aplicar racionalidad a la emoción es, simplemente, un atrevimiento inútil.

El sentimiento aplicado del amor sería una relación. Con vaivenes, idas y venidas. Un tobogán de sensaciones, una bolsa de acciones que suben y bajan, siempre ligadas por algo que se viene mucho más racional: la costumbre del afecto. Una relación, por ser el amor un valor poco seguro e incontrolable es, por definición, inestable y finita.

Así las cosas, el poliamor es un vocablo que viene a definir el ‘amor libre’, como expresión sin trabas éticas del deseo, de la pasión. Y parte de ese amor nace de la necesidad de cubrir un instinto básico como es el sexo. Esconder ese deseo, como han hecho muchas sociedades en la historia, al menos en los dos últimos milenios, es como tapar una cazuela en ebullición: el agua sale por todos los lados y escalda todo lo que encuentran a su paso. Los abusos son ese agua en ebullición, y las prohibiciones, la tapa. La vergüenza del que exige algo y hace lo contrario. Es la doble cara de la ética. Las puertas giratorias del celibato. Es lo que tiene demonizar el instinto. El sexo, para la procreación. Eliminar los instintos es un imposible. Igual que la Ley Seca  en Estados Unidos generó alcohólicos en serie, el celibato ha multiplicado predratas y puteros con sotana,  generalizando la hipocresía de un mensaje moralizante, no ético. Aunque hay que puntualizar: una manzana podrida puede pudrir al resto, pero no presupone que todo el manzano esté enfermo.

De Eros a Cupido

El amor, el deseo, el instinto, la pasión, el sexo… De los griegos a los romanos, de Eros a Cupido, de Afrodita a Venus. «El amor no puede crecer sin pasión», le dijo el oráculo a Venus, la Diosa del Amor cuando le pidió ayuda por el débil crecimiento de Cupido. La mitología ya entendía de estas formas de amar. De hecho, era lo normal. Hoy, mediatizados por aquellas creencias que satanizan, no sólo el poliamor, sino amar a más de una persona a lo largo de nuestra vida, sigue pareciendo perverso, pero menos.

¿Se puede amar a más de una persona a la vez? Tal vez, culturalmente, nos cueste, por aquello de que siempre nos han contado de que se ama una vez en la vida y es para siempre. Se puede amar a más de una persona, por supuesto que sí. Trasladar el principio (más de un amor) a una relación lleva implícito la aceptación de que la red de relaciones sean lo más simétricas posibles para que funcionen sin interferencias. Y no suele ser así.

Este verano, una entrevista del CIS, revelaba que los votantes de Podemos y de Vox eran los más propensos a practicar sexo sin amor. Una prueba de que el origen del poliamor no es ideológico. Por razones opuestas, se llegan a las mismas soluciones, demostrando aquello de que los extremos se tocan. En los dos casos, el sentido de propiedad, la clave. Los unos la niegan, los otros deciden solventar la falta de pasión, sin poner en riesgo la institución (posesión). En ninguno de los dos casos se habla de amor, sino de sexo, un vínculo menor. Pero, al fin y al cabo, no deja de ser un vínculo.

Pero también es cierto que la misma asimetría de una relación con varias aristas, se puede aplicar a una relación de pareja, sea cual sea su condición sexual. Aunque es más fácil llegar a una entente entre dos personas que entre más. Las asimetrías en pareja pueden ser complejas, pero subsanables. Los desequilibrios de los poliamores simplemente destruyen el poliedro y te obligan a reconstruirlo con nuevas aristas. Asumamos que, de acuerdo con el círculo de relaciones del poliamor, hay uno de los vínculos que, por la razón que sea, puede salir de esa relación entre iguales. Fin de la historia.

La clave, uno mismo

Sin tener una opinión formada del todo, la clave, a mi modo de ver, está en uno mismo, en tu propio equilibrio y en tu propio gusto, lejos de modas y un coolismo igual de rancio que el celibato. Sobre todo, es importante admitir que lo que no depende de uno, deja de ser importante. Si todos dentro de ese poliedro son conscientes de que se puede romper en cualquier momento, perfecto. No habrá damnificados. Lo valiente es apostar sin mirar atrás. Yo, lo reconozco, sería torpe en el poliamor, pero no por prejuicios sino por mi propia forma de emocionarme y de sentir. Me pone pensar en global en una sola persona, sin necesidad de reprimir ningún instinto básico. Porque es básico aquello de que si tienes todo lo que deseas, no es necesario salir a buscarlo.  Es un poco cartesiano, pero es una manera de querer y, sobre todo, de quererse.

Lo contrarrevolucionario, como escribía en Salir corriendo, es tal vez no dejarse llevar por aquello de «lo quiero aquí y ahora». Y digo tal vez, porque no me atrevo a juzgar como bueno o malo. Simplemente, que conmigo no cuenten. Al final, el poliamor es una forma moderna (como cualquier servicio de consumo digital) de consumir amor, haciendo posible tener lo que uno desea en cada momento, eso sí sin necesidad de pagar por ello. No seré yo quien juzgue cómo ame, viva o se relacione nadie. Lo importante, como decía entonces, es encontrar un gran proyecto que nos dé para tener una vida lo más feliz posible. El poliamor no deja de ser una opción pero, para mi, más como recurso nunca como leitemotive. Repito, y no por cuestiones éticas o estéticas, sino más bien, prácticas. Si el amor para toda la vida es una quimera, el poliamor es una utopía, eso sí, muy snob.

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Culto al cuerpo

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Lo vemos progresar, crecer, aumentar, agrandar, engordar, arrugar… El cuerpo nos delata, nos fija, como los círculos del tallo de un árbol, nuestra vida, no sólo la longitud, sino que nos da información de cómo ha sido. Una cicatriz, una vacuna, la señal de un accidente, un nombre pegado a la piel o un tatuaje… El cuerpo nos informa y delata nuestra forma de vida, externa pero también internamente.

Por nuestro cuerpo pasa todo lo que nos ha pasado e, incluso, tras la muerte, nuestro cuerpo sigue presente. Él nos acompaña durante toda nuestra vida, y él vive con nosotros cada momento, con callada presencia. Como los virus hacen para atacarlo, nuestras defensas aprenden a protegerlo, y podemos decir también que nunca lo acabamos de conocer del todo. Los hay que ponen el cuerpo al límite, y los hay que lo cuidan tanto, que tal vez exceden sus cuidados a cambio de volumen. La mayor´´ía de representaciones de fe o religiones (por no decir todas) confieren un carácter secundario al cuerpo, relegándolo a un estado previo del ser, previo a la eternidad de las almas. Pero a falta de concreción de esa idea y dada mi ausencia en ese tipo de expresiones de fe, lo que tenemos es el cuerpo al que solemos maltratar desde bien temprano, y cuidar tirando al final, justo cuando se arruga, se empequeñece y se vuelve más vulnerable.

Somos así de contradictorios. La llamada de la muerte, por muy lejana que sea (cuando se empiezan a morir coetáneos nuestros de forma regular), suele tener un efecto evangelizador sobre sus cuidados. El cuerpo, como todo lo material, parece que está destinado a la superficialidad. Pero, a todos, en nuestro fuero interno, nos gusta vernos reflejados en un sano y buen cuerpo. Por estética o por salud, pero así es. Los que lo cuidan mucho son vistos con recelo por los que lo hacen menos. Por superficiales. Los que no lo cuidan son excluidos por todos aquellos que se jactan de tener un cuerpo perfecto. Por vergüenza ajena. Por exceso y por defecto, el culto (o el no-culto) al cuerpo está entre nuestras principales preocupaciones. Y de nosotros depende cómo llegue al final.

Cuerpo al límite

Y digo esto porque una de las mejores maneras de tener un culto sano al cuerpo es intentar conocerlo, mucho más que tenerlo en un estado estéticamente perfecto (utopía). Saber cómo respira, qué le gusta, qué le disgusta, cómo se siente cómodo, qué no debes hacerle. Pasamos de obligarle a pasar una resaca tras una noche de borrachera a ponerlo a prueba tras una maratón, todo sin solución de continuidad. Queremos que responda a nuestros deseos y, sobre todo, que no nos ofrezca dolor a porciones, de tal manera que nos amargue la vida. Ayer me levanté después de una indisposición estomacal de 24 horas. El cuerpo me pedía calma, seguramente el malestar más que el cuerpo. Pero a mis 52 años, le he ido enseñando y me ha ido enseñando él a mi. Trato de seguirlo en todo. Al día siguiente, por la mañana, ya no fue así. Y si mi cabeza me pide calma y mi cuerpo me pide marcha, trato de seguirlo. El cuerpo, dice la leyenda popular, es muy sabio. Porque es más probable que mi cabeza esté más tiempo lúcida que mi cuerpo en lo que me queda de vida. Y así, entiendo que, si a mi cuerpo le enseño a minimizar los dolores tras un gran esfuerzo o un esfuerzo en medio de alguna incómoda molestia, tal vez lo ponga al límite, pero seguro que lo preparo a que, cuando lleguen las dolencias o las carencias propias de la edad o del desgaste a causa de esos excesos, éste pueda reaccionar mejor. Al menos, eso espero. No se trata de correr un maratón, ni de hacer pesas ni de acudir a yoga, ni de nada concreto… Se trata de reencontrarte con él y saber leerlo.

Hay quien lo hacer a través de la energía. Maravilloso. Yo intento canalizar ideas y pensamientos positivos, tanto cuando noto que flaquea o cuando lo noto excesivamente vigoroso. Diríamos que lo segundo, cual panel solar, es como si guardara energía para cuando lo necesite. Y así ha sido. Y poder vencer a mi cabeza, a la norma general de la dolencia que exige descanso y progresiva actividad, le he dado la vuelta. Y me ha hecho sentirme bien.

Mi amigo Joan sabe de esto y mucho. Su no-culto al cuerpo fue una constante en su vida. No es que no le gustara verse bien, sino que sabía que su cuerpo le aguantaba todos sus excesos, los de ocio y los laborales, y su carácter jovial y alegre hacía que nadie cayera en su cuerpo. Él lo tapaba con su forma de ser. Hasta que un día le empezó a fallar, y su chásis dejó de ir en consonancia a su manera de vivir. Pasó del disfrute al dolor, de la desidia al cuidado. Su cuerpo tocado, magullado, movido por dentro, le obligó a cambiar de tercio. Ahora, ya es´tá en paz con su nueva fachada. Su cita con el dolor sigue en pie. Pero su cabeza ha ido aprendiendo a que, desde entonces, su cuerpo manda… Su cabeza ha jugado un papel primordial y, tras muchos días de ojos tristes, le he vuelto ver sonreír, a mirar con cierto optimismo las adversidades que le sigue proporcionando su cuerpo. Y me alegra tanto como me enseña porque, cuando nuestro cuerpo pasa desapercibido, no nos damos cuenta de cuán importante es.

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Tomemos nota

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El Tratado de Versalles, que tuvo más de armisticio con caducidad que de acuerdo de paz, cerró en falso la I Guerra Mundial. Poco después, Adolf Hitler redefinió al Partido Obrero Alemán con el apellido de Nacionalsocialismo, una mezcla macabra en que convirtió el coraje obrero en supremacismo y flama patriótica, gasolina para la trágica reedición mundial de guerra, la segunda en la primera mitad de siglo. Un macabro período en que, además en España, tuvimos que añadir la contienda entre propios, como cuando dos hermanos se pegan por unas ideas o por una herencia. Infame. Todo ello pasó hace un siglo, en 1920, justo cuando la mayor pandemia de la historia, la conocida como Gripe Española, había quedado atrás, con números que nada tienen que ver con los de ahora: entre 60 i 100 millones de muertos (estimaciones, porque no hay datos oficiales), cifras que superaron al total de fallecidos la primera gran guerra de la centuria. Un tercio de la población mundial se contagió. Hoy, con 81 millones de contagios i 1,8 millones de muertos, ni por asomo, se asemeja, afortunadamente.

Pero ello no le resta ni gravedad ni preocupación a la actual pandemia. Al contrario, le da valor a lo logrado en un siglo, en el que la ciencia y la medicina (más extendida y universal que nunca) han cobrado más importancia, si cabe. Y ello ha permitido sin duda reducir la letalidad. Sin restar importancia, el control de la letalidad de la enfermedad (entre otras cosas, porque no ha afectado a los países más pobres, como sí aquella), hace que, junto a la recién estrenada vacunación, nos tengamos que felicitar de vivir esta era, por mucho que el ruido, las corruptelas que invaden todos los ámbitos, y la crispación nos lleven a pensar en la apocalipsis. Ni de lejos. La mayoría silenciosa sigue gobernando por mucho que la estridencia de los más ruidosos haga que parezca lo contrario.

Vacuna y distensión

Como decíamos, la incipiente vacunación debe marcar el camino de la normalidad. Pero además de paralizar el coronavirus, las vacunas han de poder neutralizar todo lo que nos ha venido con ella: el abandono (incluso oposición) de la idea de globalidad y mentes abiertas, la recuperación de fronteras como medida de protección, incluso para los más liberales del planeta. Si nos enrocamos en la idea de que primero América o Europa o España, etc, o sea, primero lo nuestro, pondremos un freno artificial a nuestra evolución como civilización, sin duda, como ya ha venido demostrando la historia, con las diferentes barreras al progreso que se han creado con el avance científico y tecnológico que, a la larga, es el mayor generador de equidad e igualdad.

La distancia social no puede derivar en un ombliguismo o mal de insularidad (como el Brexit inglés, de fuerte tradición británica, por cierto), sino todo lo contrario. La pandemia nos ha obligado a tomar soluciones globales a problemas colectivos con incidencia individual (el contagio nos hace depender de la actitud de los demás). La cinematografía de ciencia ficción está llena de películas y series en los que la Tierra es devastada, sin especificar quién es culpable y sí una realidad de quedar todo arrasado. La suma de muchos yo, por sí misma, no genera un beneficio colectivo, sino la suma coral de esos mismos yo, con la supervivencia como objetivo. Miedo me da que, superada las consecuencias pandémicas y la sociedad recupere su actividad, reeditemos viejas rencillas aparcadas, y con más tensión y virulencia, seamos incapaces de reescribir la historia de este siglo lejos de la barbarie del anterior.

La recuperación económica, la igualdad social, la garantía de todas libertades, la tolerancia, la empatía y la solidaridad deben ser parte de la dosis que introducimos en cada jeringa de las múltiples vacunas desarrolladas en nombre de la ciencia, la única que ha salido bien parada de todo este enredo. A pesar de ser relegada durante años de la agenda política, la ciencia y la investigación han subsistido y como leales soldados de la vida, nos han devuelto la esperanza. Y aunque la memoria es muy frágil y selectiva y pronto se nos olvidará lo vivido, no nos dejemos enredar por discursos emotivos y fáciles. Tomemos nota.

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Ilusos

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El vodevil eterno en el que nos despertamos todos los días a causa de la gestión de la pandemia que nos asola no puede sorprendernos. Si lo hace, es que pecamos de ilusos. Nada en comunicación es casual, todo es meditado, todo está medido, todo tiene su sentido. Y nosotros buscando una explicación lógica a tanta algarabía y a tanto caos.

La mayoría hablamos y tenemos déficit en escucha. Todos, sin excepción. Otra cosa son los grados. Hay gente escuchante, muy fan de los silencios, que agradece una buena conversación, que escucha con interés, y casi siempre se siente atraída por asuntos interesantes. La clave, además de la actitud del hablante, está en su capacidad de captar la atención, no a través del canal o el código, sino del mensaje. Un buen tema, bien tratado, bien escrito, bien argumentado y bien resuelto es una delicia.

Nos gusta escucharnos, no escuchar al otro, yo el primero, aunque intento deshacerme de ese enorme defecto. Difícil. Y la comunicación se resiente. Tendemos al monólogo y desconectamos con la réplica, en muchas ocasiones para dar una nueva versión de nuestra visión en el turno posterior, a veces porque no tenemos el más mínimo interés de escuchar lo que el otro nos va a decir.

En la relación interpersonal el resultado suele ser la incomunicación y, en el peor de los casos, la disputa y la ruptura. El monólogo alimenta el ego y desnutre el consenso debilitando la relación hasta el límite: la soledad, de la que os hablé en Sonrisas ocultas. En la relación social es la génesis del conflicto. Una pancarta sin respuesta, una consigna en voz alta, un alegato sin autocrítica, un mensaje coral y sin respuesta. Escuchamos a los que queremos oír, y solemos oír a los que nos dicen lo que queremos escuchar. La no-escucha está en el origen de la polarización. Y ésta es cíclica. Cuando se llega al momento máximo de tensión, se produce el conflicto, a veces violento, que acaba en un nuevo consenso tras una escucha obligada: la paz llega con la escucha inaplazable del adversario. La falta de escucha convierte al adversario en enemigo.

Silencio defensivo de la política

Y en política la no-escucha es parte de su esencia, al menos en estos tiempos que vivimos. Y lo malo es que les seguimos haciendo caso. El teatro de la discusión nace de la declaración, el discurso y la intervención. Todos son mensajes unidireccionales que se trasladan a la opinión pública con esa misma merma. La reunión es estratégica, no de escucha, no de consenso. La réplica es un teatrillo que busca la victoria dialéctica. «La comunicación no verbal del otro conecta directamente con nuestro sistema emocional, no pasa por el análisis racional», decía la profesora Estrella Montolío en una magnífica entrevista en La Vanguardia. Y en ese nivel de debate nos encontramos. Y más: «el silencio es una buena estrategia defensiva muy infravalorado en una cultura del desparrame verbal». Esa mayoría silenciosa que traga saliva ante el estruendo dialéctico simplemente no se la tiene en cuenta, no existe.

Y queremos que, en tiempos de pandemia, encontremos el consenso para vencer al virus. Ilusos.

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Imponer el miedo

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Sigo duchándome cada día después de llegar de trabajar. Sigo lavando la ropa a 60º (no toda). Sigo lavándome las manos con empeño. Sigo dejando los zapatos en el exterior. Sigo utilizando el gel hidroalcohólico cada vez que hago un movimiento en el exterior, en el trabajo. Sigo poniéndome la mascarilla de forma responsable, allí donde no se puede guardar la distancia de seguridad. Sigo viendo a la gente que mira triste, ahora más detrás de una mascarilla. Sigo viendo a la gente con miedo, unos más y otros menos, pero con miedo. Sigo escuchando a la gente no mirar el futuro, ser esclavo del presente. No programar vacaciones, ni viajes…

El talento está congelado, el atrevimiento reducido a los más resilientes. La sociedad no puede avanzar porque todo tiene una sensación de provisional. En tiempos de confinamiento se decía: «como sigamos así, nos vuelven a confinar». Algunos parece que lo deseen para culpar a los otros, los incívicos, del desaguisado. Y lo cierto es que todo indica que, en su momento y seguramente antes de que todo acabara con un brutal confinamiento, ya vivimos mucho tiempo con el virus sin hacerle el más mínimo caso y que, ahora, el virus, igual de contagioso que en enero o febrero, se controla con rastreos y medidas de distancia localizadas. Confiemos en lo aprendido. Vamos, lo lógico.

Confinamiento y recomendación…

La época más dura de la pandemia, era un tiempo de mascarilla recomendada, y no prohibida. De prohibición lógica (no salir de casa), pero dura (la libertad en standby la economía en colapso). Pero era tiempo de mayor certidumbre (se sabía lo poco que hacer y lo mucho que guardar), de menor tensión social entre aquellos, los más aprehensivos y sensibilizados con la enfermedad (muchos de ellos con una relación directa o cercana con la misma) y aquellos que -como es mi caso- vemos en el virus un especie de reto: ser pasivos o proactivos, plantarle cara al virus o combatirlo con angustia. En caso de ser proactivos, ¿qué hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿De qué se trataría? El ex ministro, Miguel Sebastián, escribía sobre ésto hace poco en El Español: ‘Convivir con el virus no es la solución. Hay pocas certezas, y ninguna apuesta ha resultado claramente ganadora, se trata más bien de tener una actitud responsable. Los contagios y los brotes se producen a medida que volvemos a situaciones parecidas a lo vivido antes, a lo vivido desde siempre (en nuestra corta vida) Y cada contagio es un susto, un argumento para los obedientes responsables y de recriminación, para los que no sacralizamos la presencia y la virulencia del virus, que por otra parte, ha provocado mucho dolor y muerte, eso sin duda. A mi, este debate, me pilla con muchas dudas porque ni me acabo de creer el mantra de que no habrá normalidad hasta la vacuna (creo que hay un conocimiento médico del virus pero tomado con las lógicas reservas sobre su eficacia), ni me creo, por supuesto, a los negacionistas, donaldtrumps y jairbolsonaros de turno que han convertido sus países en orgías para el virus y cementerios para sus víctimas.

Los más confinados, más miedo

Por mi trabajo, no dejé de salir de casa en toda la pandemia. Y reconozco que los que fuimos ‘esenciales’ tenemos una mayor tolerancia con el ‘virus’ (no sé si de una forma demasiado confiada o desenfadada) que los que tuvieron un confinamiento de sesenta días con sus sesenta noches. A éstos, les ha dado miedo salir (a nosotros, más pereza que miedo). Insisto en que parto de la base de que no tengo del todo claro cuál es la actitud para con esta pandemia (por falta de evidencias). Y más en esta etapa intermedia, como de prueba. Y más, en este trayecto más incierto, el que va desde el colapso sanitario a la nueva realidad (cuando tenga más ánimo hablaré de la chorrada esa de la nueva normalidad), salpicado de brotes aquí y allí, con los policías de mascarilla y alardeadores de la buena conducta cumpliendo a rajatabla las medidas de prevención, cosa que, todo sea ducho, con mesura y respeto, creo cumplir debidamente aunque no viva constantemente detrás de una mascarilla.

La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza. La equidistancia (no ideológica) me permite comprender a los que se sienten amenazados por el virus y a los que, como es mi caso, cree que se ha de añadir el sentido común y el respeto al repertorio de manuales y normas. A aquellos les pido respeto por los que queremos vivir sin miedo, siendo realistas, reconociendo que ‘el virus está ahí, no se ha ido’, pero personalizando con mimo todas las medidas para no convertir nuestra vida en otra pandemia, la de la parálisis. Y la mayoría, que conste, tiene ese respeto y limita sus miedos a su ámbito personal. Como yo los míos.

«La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza»

Seré yo quien decida si me place salir a tomar una copa o tomármela en mi casa. Si me obligan a tener miedo, me confinaré voluntariamente, si antes no lo hacen los gobiernos, presionados por aquellos que en cada brote ven una apocalipsis. Pero no me pidan que ayude a la sociedad a no hundirse (economía) y al mismo tiempo me censuren cómo lo hago, siempre con mesura y precaución. Porque esa elección es mía. Y no es insolidaria. Brotes hubo, hay y habrá. El contagio cero es una quimera. Saber convivir con ellos, con serenidad, responsabilidad y sin miedo, es también necesario. Al menos para mí.

De la policía de balcón a la de mascarilla, aquellos que se autoproclaman superiores por pretender ser más precavidos, no tienen mi apoyo. Quienes, con los mismos síntomas, muestran ese miedo, mantienen al máximo su prevención, respetan los miedos de los demás siempre que no les perjudiquen y tratan de vivir lo mejor posible dentro de las limitaciones que impone la situación, no sólo tienen mi máximo respeto, sino también mi admiración. No soy nadie para juzgarlos. Ni tampoco quiero que nadie me juzgue.

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