Enemigos

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Las guerras las hacen gentes que no se conocen entre ellos. Personas a quien instan a luchar y morir por un objetivo, la supervivencia (si no me matas, te mato). La razón, generalmente, un trozo de tierra, un país, una patria o una idea. Las guerras las convocan unos pocos para que se maten otros muchos en nombre (dicen) de todos, con fines exclusivamente económicos y geopolíticos. La guerra de Ucrania ha venido para tumbar la pandemia. Las llaman guerras para la paz, como reflexioné en mi último post, porque no accedemos a dialogar hasta que nos molemos a palos.

Es la guerra más cercana para los europeos desde la Segunda Guerra Mundial, y a los europeos nos ha entrado el miedo de ver una guerra tan cerca, el primer gran conflicto del siglo en Europa. Y es que las guerras en el viejo continente son siempre motivo de mayor preocupación porque suelen ramificarse y convertirse en conflictos continentales y porque, a diferencia de los Balcanes, éste supone la intromisión de un país (Rusia) en otro (Ucrania). Y lo agrava.

Decían (los más ingenuos) que no era posible que se diera una guerra en pleno siglo XXI, cuando cada siglo ha tenido su momento bélico con influencia casi universal. Llevo un tiempo pensando en las similitudes, la calcamonía de lo que llevamos de siglo con el XX, en cuanto a hechos históricos se refiere. Y la guerra de Ucrania, con apariencia de guerra global, viene a ser el primer gran conflicto bélico del siglo XXI. Ya hemos pasado una gran de crisis económica (la inmobiliaria y bancaria, con las subprime y la burbuja), una gran pandemia (Coronavirus), y ahora una guerra indescifrable, con el temor a que se convierta en un gran conflicto, entre otras cosas porque el amplificador de Europa es uno de los más potentes del mercado..

De Putin no se puede esperar nada porque es imprevisible y a la vez calculador y, como leí a un experto militar, un gran estratega, tanto político como militar. La resistencia de Ucrania (por la ilegítima invasión de un país soberano), puede provocar que la actitud de Putin sea una amenaza incluso mayor. Y ya se sabe que un lobo herido es mucho más peligroso. Quién sabe si Ucrania (la resistencia interna empieza a ser notable) no se convierte en la versión rusa del Vietnam americano. Lo que no cambia son los tiempos de la guerra, la enorme brecha que se crea, la fina línea entre el bienestar (Ucrania hasta el pasado 24 de febrero) y el caos. Lo que no cambian son los éxodos y los refugiados, aquellos inocentes que han de abandonarlo todo para emprender una nueva vida lejos de la barbarie. La muerte de civiles y la destrucción de las ciudades, el hambre, la escasez… en definitiva, la economía de guerra. Pero, como pasó con la pandemia, hasta del horror se puede aprender, si somos capaces de extraer un mensaje de advertencia.

Más allá del adversario

El antagonismo, la confrontación, la polarización, el partidismo exacerbado, los bloques inquebrantables, los míos y los tuyos, el todo vale, el y tú más… los rojos y los azules, el todo vale porque nunca va a llegar la sangre al río, creo que ha quedado demostrado que no sirve. Reflexionemos porque, de no hacerlo, tal vez, podría ser tarde para lamentarnos. Esto no va de ganar unas elecciones o de que ganen los míos. Esto va de que sepamos medir las amenazas de las disputas, y los mensajes de rencor y de fácil asimilación. Recordemos que Adolf Hitler ganó las elecciones alemanas de 1932 con el 30% de los votos, muchos de ellos de desencantados por la penumbra económica y social de la Alemania de posguerra. Con el mensaje de pan, Alemania y gloria, Hitler triunfó (fue votado) para convertirse en uno de los mayores genocidas de la historia de la humanidad. Los populismos de colores se repelen, nunca se abrazan. Son enemigos. Y se pueden llegar a matar.

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Armas de paz

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«No alcanzo a comprender cómo es que la vacuna del pacifismo no surtió efecto.»,

Del la entrevista a Guzel Yágina, publicada en el portal Rialta y titulada: Esta guerra no es mi guerra

Guzel Yágina es una escritora rusa de origen tártaro (Kazán, 1977), que en su corta vida literaria ha tratado de explicar, limar y hacer comprender el pasado de Rusia y la antigua Unión Soviética, con el fin de poder entender mejor el presente. Sobre todo, la parte más oscura época del estalinismo y las guerras, tanto civil como mundiales, del inicio del siglo XX en su país. En el artículo, cuenta que en los años ochenta y con el régimen soviético en caída libre, el mensaje de las élites fue «el de la paz», para garantizar la unida con una idea colectiva y de consenso. «Cada inicio del curso escolar, en cada una de las aulas del país la primera lección estaba dedicada a hablar de la paz», explica la escritora. De ahí, su sorpresa y angustia con la invasión rusa de Ucrania. Como todo acto de propaganda (y no de fe), el pacifismo desde arriba no ha surtido efecto, como destaco en la cita inicial.

Mi amigo y compañero Robert me contaba el otro día que la invasión rusa en Ucrania le causaba «angustia», más allá de la gran indignación que todos sentimos. Me impresionó su confesión, lo reconozco, y me llevó a la reflexión. Necesitamos respuestas, que no encontramos. «Si los cobardes que deciden las guerras tuvieran que ir a pelearlas, viviríamos en paz», dice una mítica bubble de la Mafalda de Quino. Una viñeta que expresa impotencia ante la barbarie humana. Y más en un tiempo en que todos pensábamos (yo siempre he sido más pesimista en este sentido) que en el siglo XXI no iba a haber conflictos como los vivieron (y nosotros los estudiamos) en la centuria anterior. La historia se repite: ya tenemos la versión actual de las grandes crisis del siglo XX: crisis económica y gran depresión, pandemia y, ahora, conflicto bélico en Europa. Y sólo han pasado veintidós años.

Putin, el conductor en contra dirección

La mirada de odio atrás levanta viejas pasiones (argumentario de Putin en esta guerra). Aprendamos de la historia, seamos respetuosos con la memoria y, sobre todo, lo que siempre dicen los profesores de historia: nunca analicemos un acontecimiento pasado desde una óptica anterior. Todo eso es lo que ha traicionado Vladimir Putin, el piloto suicida que conduce en contra dirección y sin rumbo. Lo que surja de esta guerra es imprevisible y debe ser terrible la experiencia: «Mi abuelo pasó cuatro años en la Segunda Guerra Mundial, pero jamás pronunció una sola palabra sobre su experiencia en el frente de batalla. Con su silencio protegía a sus hijos y a sus nietos», añade Yágina en su artículo. Además, confirma mi sospecha: en su entorno y otros entornos mayores (la mejor y más creíble encuesta que puede haber), no hay «nadie que apoye esta guerra». Es bueno también que empecemos a diferenciar a los rusos y Rusia de Vladimir Putin.

Siberia fue una de las cárceles de la antigua URSS, Vietnam una pesadilla para los americanos, Ucrania, granero de Europa y foco de conflicto (como lo fueron los Balcanes en su día), Irak, Afganistán… y un largo etcétera de encontronazos militares. Este conflicto es la confirmación de que conocer la historia ayuda a saber más de nosotros como sociedad, pero no nos previene de males futuros, entre otras cosas porque, y tal y como está pasando con la invasión de Ucrania, cada parte hace su lectura de los hechos, y todos la utilizan como argumentario de sus ideas y decisiones. En ese contexto de falta de consenso y polarización, las balas se disparan solas. Y, como dicen muchos ucranianos: «no podéis estar tranquilos, ahora hemos sido nosotros, pero después seréis vosotros», lo que sería la mundialización del conflicto, el gran temor de todos.

La guerra, las guerras son tan incomprensibles como cualquier conflicto humano, sea del grado que sea: familiar, laboral, social, nacional o territorial. Y causan miedo y angustia en la mayoría. El relato de que la mejor paz se construye con más armas, también va calando. Curiosamente, uno de los motivos de muchas personas que emigran a Europa es el de la seguridad porque en sus lugares de origen han de mirar a los lados cuando salen de casa y usan las armas para garantizar su supervivencia, y aquí no. Pero por desgracia, en términos de la gran política internacional, las armas disuaden más que amenazan. La paz se construye desde argumentarios bélicos: más armas, más seguridad, más amenaza, más probabilidad de paz. Paradójico, contradictorio, triste pero real. Islandia es uno de los pocos países en el mundo que no cuenta con fuerzas armadas, pero pertenece a la OTAN. Ha externalizado su seguridad, no ha construido un mensaje de paz.

Foto Portada: Pixabay

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Compasión

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«Cuéntales que fui el lugar más calido que conociste y que me dejaste helada»

El sol y sus flores. Rupi Kaur

La empatía es la zona más cálida que tenemos. Queremos que nos entiendan y queremos, sobre todo, que quien está cerca sienta esa tierna mirada que complace nuestra necesidad afectiva. Nadie quiere verse sorteado por el agua caliente de la compasión (en sentido anglosajón, compassion, u oriental, ausencia de sufrimiento, alegría y fortaleza), y sí vernos realizados afectivamente con nuestras propias fortalezas. Te di todo el calor que puede generar mi afecto, y me devolviste una carta sin emoción: me dejaste helada. Sin sentimiento.

Traté de explicar que hay bloqueo emocional y no por ello, necesariamente, tiene que haber bloqueo sentimental. Se puede querer a alguien sin abrazos, como se puede leer un libro de amor sin alma en sus letras. Se estará enamorado, pero sin emoción, aunque se quiera querer. Es la burocratización de la emoción . Yo decido cuándo, cómo y de quién yo me enamoro. Sin contar, necesariamente, con esa persona, que aparece. La esencia está en la emoción, lo que genera ese sentimiento. Si el amor duele, si hay miedo en el cuerpo… hay emoción en ese amor. Si no duele o duele poco, la emoción es un pacto: el amor. Te quiero porque eres mío/mía.

Lo que nos provoca alegría, gozo, placer… es la emoción. Enamorarse es una decisión, la elección de una flor en todo un jardín, la resolución a un cruce de caminos. Lo importante es sentirnos emotivos (no sólo enamorados). La emoción es libre. El amor, no. Tal vez por eso existen tantos tipos de emociones: los que lo tengan a la patria, a su equipo, a su ciudad, pero también a tus hijos, a tu madre, a una comida, a una afición… En definitiva te enamoras afectivamente de lo que te hace feliz. Y eso debería ser el amor, en eso debería consistir enamorarse. Probablemente, lo menos cercano a la emoción puede que sea (nunca me atreveré a asegurarlo) el amor. Echadle un pensamiento.

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Minizabas contra el búnker

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Pablo le observa detrás del telón de un escenario oscuro. En la otra parte, un niño llamado Callum Haworth, ataviado con la camiseta de su equipo, el Manchester City, y con el nombre de Mini-Zaba a la espalda. Callum sube al escenario y una voz en off le pregunta porqué le gusta Pablo Zabaleta -quien fuera jugador del conjunto de la Premier e internacional por Argentina. El chaval se sincera y empieza: «Me gusta porque es mi jugador preferido, y cuando estuve enfermo…» Se da cuenta que Pablo está detrás (lo escucha). El bueno de Zabaleta abre el telón y grita: «Mini-Zaba, Mini-Zaba… « Callum sale corriendo a los brazos de su madre, desconsolado.

Zabaleta se fue del Manchester en el 2017. Pero antes quiso saber qué pensaban los aficionados sobre él, una iniciativa inusual, tierna y refrescante para el bunkerizado mundo del fútbol profesional, alejado peligrosamente de la gente. Para ello reunió a siete aficionados cityzers en un escenario, mientras él escuchaba lo que decían para después salir a saludarlos y agradecerles su testimonio… Todo se gravó en un video, que el club difundió en sus redes sociales.

Pablo había acudido con anterioridad a visitar a Callum al hospital cuando estuvo enfermo. Y el niño, al saber que estaba detrás, se derrumbó, lloró desconsoladamente en los brazos de su madre. Luego, el chaval se fundió en un abrazo eterno con Pablo, que lo cogió en brazos. «Pesas mucho, ¿eh?», le dijo. «Te acuerdas dónde nos vimos la primera vez, Callum? «En el hospital», le respondió el niño entre sollozos, casi sin poder hablar y pegado a su pecho, sin mirarlo. «Ha pasado mucho tiempo, has crecido mucho», continuó el jugador. Y luego, recogió el papel que Callum había preparado para leerle. «Has sido una inspiración para él», le dijo el padre a Pablo Zabaleta.

Toda la prensa internacional recogió el gesto, la anécdota. Sin Callum, seguramente el video hubiera pasado desapercibido. Imagen curiosa en una televisión, un destacado en un periódico, un audio en la radio, con un comentario sentimental, y una buena retahíla de likes en las redes sociales. La presencia del niño todo lo cambió. Y empezó a circular. Yo no lo vi en su momento, pero el abogado Borja Pardo (fundador del portal deportivo Sphera Sports) lo rescató y lo compartió en su cuenta de Twitter, pegándolo a mi memoria, donde quedará grabado eternamente. Cierto que a mi tampoco me hubiera impactado tanto el video sin Callum. Lo que verdaderamente me entristece e indigna a partes iguales es que hablemos de ello como algo anecdótico, y no como algo habitual y cercano.

Pedja, el ídolo

Cuando me inicié en el periodismo deportivo tuve la suerte de vivir todavía la magia de los aficionados y sus ídolos. Las puertas abiertas a los aficionados eran habituales. Recuerdo un día, en la Ciudad Deportiva del Valencia, por la tarde, un entrenamiento de un día festivo. Paterna estaba abarrotado (igual que ahora… sic) de aficionados viendo el entrenamiento y esperando pacientes a que salieran los jugadores de las duchas. La sala de prensa estaba enfrente de la salida principal, y los jugadores tenían que recorrer un río de gente hasta llegar al lugar donde esperábamos. En aquella época era habitual que se hablara todos los días y también que los futbolistas hablaran con los aficionados.

Era el año de la eclosión de Pedja Mijatovic. Con sus pantalones de pinzas, su camisa ancha y de estilo hawaiana y colores estridentes, inició el camino hasta la sala de prensa. Pude comprobar como Pedja se paró con cada niño a firmar, con cada padre que le lanzaba literalmente a su hijo o hija para hacerse la foto. Fueron más de diez minutos de paciente paseo entre la gente. Los periodistas lo mirábamos desde la distancia, maravillados de la paciencia y la cercanía de Mijatovic. Sólo así, se entiende su posterior salida traumática del club. Era adorado. Y ya se sabe, en el amor, a mayor pasión, mayor dolor tras la ausencia. El fútbol, entonces, tenía alma, los jugadores eran personas cercanas. La gente acudía, pasaba la tarde cerca de sus ídolos. La mayoría de veces, la relación era la normal: aficionados adorando a sus ídolos. Las menos, de tensión, protestas, pancartas. Que las había, pero era parte del espectáculo.

La vida es pasión, y sin ella, la vida pierde color y se transforma en un relato de hechos en blanco y negro. Más allá de Pedja, Zabaleta o Ronaldinho, que también participó de esa cercanía y simpatía para con sus seguidores, tengo la impresión que todo aquello no interesa porque, utilizando un símil futbolístico, se tiene más miedo a perder que ilusión por ganar. Los clubes, los protagonistas del deporte (en su mayoría) viven en un mundo de serie de televisión. Hacen su particular Netflix cada día, y se pierden lo que más llena en esta vida: las emociones y los sentimientos.

La cercanía ficticia de las redes sociales no puede esconder a los protagonistas de la realidad. Nadie puede pretender que un mensaje, aunque vaya dirigido a ti personalmente, te llegue como ese abrazo eterno de Pablo a Callum, o esa foto de Pedja con el hijo de un abonado que se deja sus ilusiones en el club. Callum siempre será del City y de Pablo… y del City gracias a Pablo. Seguro que todos los niños que se hicieron la foto con Pedja aquella tarde camino de la sala de prensa son ahora del Valencia. El sentimiento de adhesión a una causa necesita de muchos pablos, muchos pedjas y muchos ronaldinhos y muchos menos organismos corporativos con inspectores de gestapo. Y necesita de mcuhos clubes que abran sus búnkeres hasta las entrañas. Nada tienen que esconder y pueden recoger mucho.

Esa misma tarde, en Paterna, había también algunos colegas que hoy representan a los clubes en sus departamentos de comunicación, haciendo y llevando a cabo una labor opuesta a la que presenciaron con admiración aquella tarde. La mayoría de clubes hacen jornadas extraordinarias de puertas abiertas en Navidad, como regalo a los niños. Qué suerte que para mí y para otros muchos niños de mi época y posteriores, la Navidad del fútbol fuera eterna, diaria. El bueno de Españeta o el gran Pirri, (utilleros entrañables del Valencia y del Levante) se hartaron a firmar en nombre de los futbolistas miles de balones, camisetas y todos los objetos que se les presentaban. Y Bernardo España fue despedido tras su muerte como una rutilante estrella valencianista. Que lo fue.

Los ídolos adoraban a sus gentes. Y eras correspondidos. El fútbol era más humano, más cercano, más emotivo, más vivo… con sentimiento. El deporte, en general, tiene que recuperar a su gente. En realidad, nunca lo debía de haber perdido. Y va por el camino contrario. De no hacerlo, tiene riesgo de acabar siendo intrascendente, por desapego. Y la lectura seccionada de las audiencias de televisión así lo atestiguan: los jóvenes ven menos deporte por televisión. Apunten

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Certezas

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La RAE habla de la certeza como «un conocimiento claro y seguro de algo«. Con la disputa polarizada, la certeza es casi un imposible. Diríamos que es un anhelo, desde la objetividad, desde la mayoría silenciosa que no observa el mundo desde bandos irreconciliables. Tenemos tan interiorizado lo de posicionarnos, que no concebimos lo  contrario. Hay que mojarse. Las etiquetas, la militancia. Del facha al comunista, los adversarios se convierten en enemigos. Y todos caemos en ese rojo y azul tan característico. Michelle Obama avisa en su libro autobiográfico1 sobre su renuncia a entrar en política tras los ocho años de presidencia de Estados Unidos, y por tanto descarta emular a otra ex-primera dama, como Hilary Clinton. «En esa arena, no sé moverme», razona. Ni sabe ni quiere. Y cuenta esa experiencia casi agónica de su paso por la Casa Blanca. Poco debate de ideas, mucho pactismo y mucho clientelismo.

He llegado a la conclusión que, para la política actual, la polarización es necesaria. Las líneas rojas se crean, más que existen, por seguridad, por simplicidad, por sencillez. Adscribir es ordenar, poner en la columna correspondiente, como en una tabla de excel. Una forma de delimitar contenidos, una sencilla manera de organizar un relato. Lo ideal sería que fuéramos los ciudadanos los que trazáramos ese relato de nuestras opiniones e ideas. Pero no, es la opinión publicada y su versión moderna de las redes sociales, reflejo de la práctica política, la que la ha impuesto. Es la sociedad la que no sólo permite la adscripción incondicional a una causa, sino que la fomenta. Bandera, bufanda, colores, líderes. Y no sólo es ruido. Las encuestas lo dicen.

Ciencia polarizada

La ciencia también se ha visto afectada por este cáncer de la polarización. La pandemia ha hecho del habitual y necesario debate científico (la controversia razonada es parte del método), un motivo más de enfrentamiento. La polémica ha topado con miedos, inseguridades y una práctica mental en la que parece que todo se mueva desde el interés. El contubernio y, por ende, la conspiración asola todo lo que toca. De ahí, la sospecha y la trampa. La sensación de cobaya humana, de ser víctimas de los intereses ocultos de las farmacéuticas o del miedo por la falta de garantías (cuando nadie se plantea la garantía de un medicamento que el médico le receta para una dolencia común), están detrás del argumentario antivacunas que, por supuesto, tiene su reflejo en los bandos irreconciliables de la política, aunque éste sea, tal vez, más transversal.

La palabra libertad está de moda y se utiliza a conveniencia, según tu propia certeza. En nombre de ella se postulan antivacunas y pro-abortistas, por ejemplo. Casos extremos con un mismo modelo de argumentación: reivindico mi libertad en aquello en lo que tengo convicción y lo defiendo alegando un bien superior y global. La vida y la salud pública, respectivamente. Libertad individual en los dos casos, vista desde ópticas ideológicas contrarias pero con una lógica similar. Es un tema de prioridades y convicciones. El debate es, no sólo bueno, sino necesario. La confrontación es más cosa de partidos. La política debería ser otra cosa muy diferente a la que nos cuentan. Y lo peor es que ese virus político macarra, alejado de los consensos, infecta a todo lo que rodea a la política, la vuelve ineficaz, la banaliza y, a mi criterio, aumenta su desprestigio y descrédito.

1 «Jamás he sido aficionada a la política, y mi experiencia de los últimos diez años no ha contribuido a cambiar eso. Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables, la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo (…) En el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena» Del libro Mi Historia, de Michelle Obama.

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La Navidad de cada uno

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La Navidad es una dictadura, una dictadura de felicidad… Suena fuerte, pero tranquilos: lo explico. Cada 24 de diciembre muchos son los que nos mostramos aparentemente felices o realmente felices, pero no depende de estas fechas, sino de cómo estemos ese día. Una pérdida, el final de una amistad o de una relación, una enfermedad. O todo lo contrario: la llegada de un nuevo miembro a la familia, un año lleno de amistades, un nuevo amor o, por fin, hemos superado esa dichosa enfermedad. Quién sabe.

Otros muchos, se sienten mucho más tristes. Y hoy quiero recordar a aquellos que apagan la luz cuando se pone el sol de la Nochebuena, y se despiertan al día siguiente, con la Navidad ya cumplida. Y los más desafortunados, los que prefieren hibernar hasta el 7 de enero, cuando el termómetro de felicidad deja la ola de calor y vuelve a valores normales. La Navidad no nos hace mucho más felices, pero sí puede generar mucha más tristeza entre los que no se ven alegres.

Aún así, a mi me gusta la Navidad, y no sé por qué. Porque ni creo en ella ni creo en los que la crearon, ni creo que se haya que celebrar nada. Jesucristo es el hijo de Dios para los cristianos, y el profeta (Isa) para los musulmanes. Es una fecha vertebradora (aunque debería serlo mucho más) es un motivo de ilusión ante tanta crispación y polarización. La pandemia nos pone a prueba desde hace dos años.

La Navidad resiste. Y sólo por eso, tal vez, merece ser deseada, aunque no todos puedan o quieran mostrar alegría. Simplemente, un abrazo para todos los que sentís la Navidad como propia, y a todos los que aprovecháis cada vez que llegan estas fehcas para poner en vuestra memoria que, en algún momento. lo celebrasteis con alegría, y que tal vez en un futuro, podáis volver a hacerlo…

En todo caso, os deseo que paséis la Navidad que cada uno queráis o podáis pasar.

Bon Nadal, Feliz Navidad, Eguberri on, Merry Christmas, Buon Natale, Joyeux Noël y así, hasta el infinito… cada una la suya. La Navidad de cada uno.

📸 Tecnovery

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Si al diablo le abres la puerta…

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“He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas”, así reflexionaba Michelle Obama cuando recibió los primeros ataque personales por parte de la opinión publicada en la génesis de la campaña de Barak a la presidencia de Estados Unidos, según ella misma explica en su extraordinario libro biográfico. Mientras fue anónimo y sin peligro, todo lo que ella hacía o dijese en precampaña o en primarias pasaba desapercibido. En cuanto el primer presidente negro de los Estados Unidos fue a full a por La Casa Blanca, la cosa cambió. Y eso que en aquella época las redes sociales estaban en un estado embrionario, por no decir inexistente.

Esa distancia larga, esa ausencia de referencia personal con el personaje explica la enorme violencia que se genera en las redes sociales, agravado además por el hecho de que muchos perfiles no tienen ninguna identificación y se ocultan bajo seudónimos, otros son falsos y muchos automatizados, conocidos como trolls. Insultar o criticar una persona con tirón mediático, puede salir rentable. Al otro lado, la gente normal que usamos las redes sin máscara… La crítica, como nos decían cuando estudié, ha de ser razonada, y no sazonada desde el odio ni dirigida al insulto. Las redes sociales, es cierto, han dado voz a todos aquellos que, en mi época, se situaban en la clase en la última fila y, con alevosía, se mofaban de todos los que cometían una equivocación. Gamberros -muchos amigos míos, y alguna vez incluso yo- que no hacíamos otra cosa que pasarlo bien (o eso decíamos), pero sin ánimo de ofender (que lo hacíamos) y, sobre todo, sin ánimo de perpetuarnos en el insulto y a acoso (bullying), pero que contribuimos a ello.

«He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas»

Del libro Mi historia, autobiogràfico de la exPrimera Dama, Michelle Obama

El insulto (sobre todo el entorno de Twitter, que se ha vuelto descorazonador) está desatado y sobrevalorado, aunque siempre duele. Nadie tiene miedo ni vergüenza a darle un me gusta a una barbaridad, porque casi nadie utiliza su nombre y su foto de perfil para ello. Salir del armario del anonimato, no mola. Puede ser el chico educado que te dice todos los días: «buenos días», que cuando sale del ascensor, se transforma en energúmeno en cuanto abre su portátil y la aplicación en donde puede ejercer de hooligan, como si estuviera en la grada de cualquier evento deportivo, en donde todo está permitido. Es el escape. El deshaogo digital. Y es urgente una reflexión de estas empresas tecnológicas para con sus usuarios.

Uso y abuso

Se produce una situación curiosa. Los profesionales utilizan las redes como marca personal, imagen y marketing de su propia actividad.  Es parte de su trabajo. Los seguidores arrojan cifras insultantes sobre personajes que, en el caso de no brillar por su popularidad, serían residuales en la red. Entre los populares, la frivolidad de su actividad marca el sentido de los comentarios. A mayor complejidad del perfil (un científico, un escritor, un pintor, un ejecutivo, un divulgador), el efecto insulto y odio, se reduce o desaparece. A mayor popularidad, se banalizan la comunicaciones y, por ende, los comentarios (un futbolista, un actor, un youtuber, etc.)

Las redes han igualado a todos, pero no todos las utilizan igual. Cuando entras en la dinámica de la popularidad en redes, tienes que se consciente de esa situación. Ahora bien, ¿qué pasa si todos aquellos vips de las redes las abandonan, hartos de tanto insulto y desprecio? Que los trolls y demás canalla se quedarán huérfanos de víctimas sobre la que enviar sus avinagrados comentarios. Y eso está pasando, pero aún no es generalizado.

Hoy todo está desatado. Salimos a defender nuestra ética cuando alguien, con patologías previas, decide decir adiós a la vida. Un personaje público que ha de lidiar con las dos partes: la parte de personaje y la de público, que explotó hasta el final, hasta que no pudo más. Dolor y rabia, pero poca broma: cuando juegas con fuego, te quemas. Cuando te equivocas de público al que acudir… pasa que no es el mismo que te aplaudió y te adora. Ese público que ahora te echa de menos es el que llora en silencio tu marcha y maldice a los sanguinarios que te atacaron. Y eso no es culpa (sólo) de las redes sociales o los medios de comunicación, sino de quien acude a ellos y ellas a curarse.

Las cosas, más allá de algunas obviedades, no son ni buenas ni malas, sino que son algunos de sus usos los que las transforman. A las redes sociales, siempre lo digo, las carga el diablo, que étimológicamente era el portador divino de las malas noticias al pueblo y que es la nominalización del verbo griego diaballo, que significa acusar. Que nadie se lleve a engaño. Si al diablo le abres la puerta…

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El valor de lo rural

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Son las 6 de la tarde. Necesito comprar unas cosas. Café y algo de carne. A pie, tardo cinco minutos hasta el centro del pueblo. En coche, casi igual, mientras aparco. Decido dar un paseo. Vivo en las afueras y nada más llegar a las primeras casas, me invade el olor a leña quemada. Si fuera domingo, te diría que el aroma es a paella hecha a leña. Siendo un jueves tarde, la chimenea y la calefacción de esa leña inundan todo el ambiente, creando esa postal rural a la que, tal vez, sólo le falte la nieve para ser serrana, o sea, de montaña. Mi pueblo, el sitio en el que yo vivo es Serra, una localidad tan cercana a la capital como abierta al cielo, en donde todo ocurre a otra velocidad, y en donde el día gana terreno a la noche. Silencio.

La verdad es que en el ambiente rural apetece poco salir de casa, pero no por ambiente, sino por un sentido intimista de la vida. A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas. En verano, con el buen tiempo, los pies salen solos a la calle, en busca de la fresca. En invierno, los pies se llenan de lana de zapatillas calientes, e invitan a la intimidad interior. Todo regado con un silencio sepulcral y unos colores, los de cada atardecer, que motivan lo sentidos.

DESTACADO

A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas.

Erasmus rurales

La lucha de lo rural por subsistir es desigual y cruel. La ciudad es joven y jovial; el pueblo, es maduro y reflexivo. El éxodo a la ciudad se inicia con las necesidades de socialización salvaje (y lógica); las ganas de volver al origen, se vienen cuando el aburrimiento deja de ser un hándicap y empieza a ser una voluntaria y reconfortante opción, como escribía en mi último post. Leo el caso de Rubén Escusol, un joven de Zaragoza que ha realizado varios Erasmus rurales, merced a un programa entre varias instituciones. Tiene 30 años, y ha salido de casa no para exhibirse por Europa, sino para encontrar acomodo en los desconocidos ambientes rurales de su Aragón natal. La búsqueda de llenar los graneros de la España vaciada nos lleva a iniciativas curiosas como ésta.

¿Qué le lleva a un joven a irse a Morés, un pequeño pueblo de trescientos habitantes de la comarca de Calatayud? Un Erasmus se lleva un buen atracón de gastos, tanto de logística como de gastos de fiesta, pero también de diversidad e intercambio cultural e idiomático. Un Erasmus rural se lleva una nómina, un trabajo e independencia. Además, una experiencia en la que descubre las gentes anónimas que se esfuerzan en entornos difíciles, frente a la algarabía de grandes ciudades, hastiadas de visitantes esporádicos, que dejan buena cosa de ingresos, por otra parte.

La experiencia de vida, la edad, todo influye. Este programa aragonés va al corazón de la toma definitiva de las decisiones. Erasmus con 30 años que pueden establecerse (decisión de vida o crear una familia) en un entorno rural y dar vida a pueblos cuya reducción de la población raya la subsistencia. El valor de lo pequeño (el comercio local, la intimidad que da la no-aglomeración…) deben ser valores explicados y aprendidos.

Mi pueblo, en el que ahora vivo, Serra, está a poco más de media hora del centro de Valencia. Cuando le dices a alguien que vives aquí, te sueltan: «Qué guay, estarás en la gloria, una maravilla de vivir en la montaña; en cuanto pueda, lo hago», te dicen siempre de primeras. En cuanto pasan unos días, semanas o meses, la maravillosa decisión se convierte en hándicap: «es que está lejos, hay que coger el coche…»

Diría que irse a un entorno rural es alejarse del ruido, abandonar la tentación del ocio impulsivo. La decisión genera opiniones casi antagónicas: o te adaptas y te quedas o lo odias y huyes. En un mundo en el que todo está tan cerca, más allá del hábito y de la voluntad (tengo un respeto absoluto por los urbanitas, término que utilizo sin sesgo peyorativo), la decisión de vivir en un entorno rural no tiene color porque colores (y olores) es justo lo que hay de sobra, siempre que tengas claro el valor de esa vida. Alejarse de lo genuino que es vivir en un pueblo por comodidad es comprensible pero siempre deja un poso de insatisfacción.

Los pueblos se vaciaron, primero por la necesidad económica del empobrecimiento del mundo rural, y en esta época más por el espíritu joven de socializar. Ahora, deberían rellenarse como la única fórmula para encontrar un modelo de vida independiente, sano y sostenible. Vivir en un entorno más divertido, pero en una habitación de un piso compartido por 400 euros no es más que un abuso del peaje que supone la socialización, un dislate sólo al alcance de nosotros, los humanos, seres absolutamente contradictorios: preferimos hacinarnos e interactuar, que acomodarnos y observar. Curioso.

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El placer de aburrirse

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La complacencia es enemiga de la autocrítica y, por extensión de la autoestima. La complacencia nos deja inertes en el juego de cualquier situación. Sin opinión. Como dice el refranero popular… sin oficio ni beneficio. La complacencia suele marcar actitudes corporativas y corporativista, de defensa de lo de dentro en contra de lo que nos viene de fuera. Como el más vale malo conocido… No deja de ser una actitud pasiva, no-proactiva, que deja nuestra voluntad al servicio de los demás.

Y creo que, en parte, eso nos pasa un poco a todos con el ocio. Tengo la impresión -y el confinamiento me lo hizo ver con claridad- que lo tenemos sobrevalorado. Es más, que el ocio, entendido como hay que salir, hay que hacer cosas, hay que visitar, hay que viajar… en nuestro tiempo libre, no deja de ser un segundo trabajo, un estrés sobrevenido y voluntario. Y ya dicen… sarna con gusto no pica. Error. Pica, pero lo soportamos porque hay -en apariencia- un beneficio mayor, aunque perdamos sueño, lleguemos cansados, nos levantemos groguies, y con la cartera temblando.

Mi última tarde de sábado me quise retar a mí mismo y por eso me propuse y me dije: voy a aburrirme. Pero voy a hacerlo soberanamente. Voy a perrear por casa. Los utensilios modernos de entretenimiento moderno (tablet, móvil, etc.), acabaron a un lado. Desquiciado de tanta pantalla, llegó un momento que, como me pasó en la Ruta de los Faros este verano -en aquel caso, de silencio-, encontré mi umbral de aburrimiento. Mirada sin ver, una especie de meditación por aburrimiento.

Y me reencontré en mi memoria con aquellos laaaargos días de cama, cuando de pequeño me quedaba enfermo en casa, sin nadie a mi alrededor, y el silencio. Y cómo mirar al techo era descubrir todos los agujeros y mentiras de la habitación. Me fijaba en los dibujos de las cortinas, escuchaba la radio de la vecina, las puertas que se abrían y cerraban, el ascensor. Hasta que uno de tantos ruidos, llegaba mi madre después de sentir la llave en la cerradura. Y ya por entonces, aunque lógicamente me alegraba de verla, siempre le encontré cierto gusto al aburrirme. No hacer nada enseña, y más en esta época de tanta actividad.

Me aburro

«Me aburrooo…» Es la queja moderna del niño actual. La presencia constante y la agenda repleta hace que los niños de hoy no sepan entretenerse solos -y yo el primero que me acuso. Llamamos compartir tiempo con tus hijos jugando con ellos -y oye, eso está bien, es muy de papis guais– pero con ello y con todo, invadimos el espacio de su propia creatividad para aprender a entretenerse. Depende también de la voluntad y carácter del niño y de la situación del momento. Yo, de pequeño, me pasaba horas y horas escuchando la radio. Incluso los domingos, la radio deportiva. Nunca me aburrí, pero nunca tuve reparos en estar (que no sentirme) sólo.

«En casa, me sumergía en un mundo de dramas e intrigas y elaboraba una interminable telenovela de muñecas. Había nacimientos, enemistades y traiciones. Había esperanza, odio y a veces sexo. Mi pasatiempo preferido entre la escuela y la cena era ir a la zona común situada entre mi dormitorio y el de Craig*, esparcir las Barbies por el suelo e idear escenarios que me parecían tan reales como la vida misma». Es un fragmento del libro de Michelle, la mujer de Barack Obama. Con excepciones, es una tarea infantil casi inimaginable en la chiquillada de hoy.

Michelle, en el libro, reconoce que empezó a salir y a renunciar a sus juegos, porque empezó a aburrirse. La sociabilidad es buenísima, recomendable y necesaria. Pero la esclavitud de tener una actitud rozando la dolencia de hiperactividad cada fin de semana no deja de ser otra forma de aburrirse porque es lo excepcional lo que hace atractivo el ocio, y la reiteración lleva el ocio a la rutina. Y de éstas, ya tenemos bastantes. Así que tardes de manta, peli y sofá están al alza. Y no te quedes con la sensación de haber perdido el fin de semana.

*Craig es el hermano mayor de Michelle Obama

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¿Y quién crea?

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para parecer que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieras».

Barack Obama en su libro Tierra Prometida

Esta fue la contestación del exasesor David Axelrod al entonces candidato Barack Obama tras uno de los primeros debates televisivos previos a su acceso a la Casa Blanca. Es el juego del lenguaje político respecto el mundo del periodismo, totalmente ligados. Estrategias de ver las cosas desde un lado o el otro. La comunicación hoy gana a la información. Las redacciones se vacían, y los gabinetes viven su gran boom. El resultado es un empobrecimiento de nuestra profesión, seguramente por falta de calidad en el producto final.

Desafección

Una pérdida de calidad también provocada por nuestra propia praxis, a veces muy alejada de la sociedad, o al menos esa impresión tengo yo. Observo en mi entorno cierta desafección sobre los medios y su forma de hacer. Informar y comunicar deberían ser caras de la misma moneda, pero cada vez se informa más sobre las cosas que otros quieren difundir. Ellos hacen la agenda, y la gente sigue la directriz marcada por los grandes creadores de información y opinión, que ya no siempre son los grandes medios de comunicación. Y, cuando lo son, cojean. Nos salen informadores por doquier. Fin al monopolio periodístico de informar. Admitámoslo.

Lo contrario al análisis oportunista del momento, es la reflexión. Algo que en el periodismo escasea, las más por falta de tiempo, otras muchas veces por mala práctica. Cualquier contenido caduca (eso es de ayer), y no es así. Cualquier situación está sujeta al rigor del tiempo y a la premura de lo que, dicen, ha pasado. Cierto que un amigo y colega me dijo hace tiempo que un periódico en papel es como un iogurt caducado. Y no le falta razón, si hablamos de una información. En mi formación como periodista de agencia aprendí que las noticias no han de tener más tres párrafos. La información caduca, el análisis (entrelazar y jerarquizar temas), no. Se enriquece con el tiempo. Y tiempo es el que muchas veces no tenemos y otras muchas vamos al recurso fácil de ir por el carril. Llenamos plataformas multimedia y nos olvidamos de la esencia: la calidad de esa información.

El cuándo de las 5W de la pirámide invertida del relato informativo-, se prostituye para elaborar contenidos sesgados por la premura del tiempo y el oportunismo de una noticia bien construida pero mal analizada. Nos ha pasado en la última pandemia (sobre todo con los datos), pero ésta ha sido sólo la constatación pública y generalizada de una práctica, en mi opinión, a revisar.

Aunque ya escribí sobre esto en plena pandemia, quiero volver a incidir: la notoriedad es noticia, pero no es la única. Sólo una clase de colegio cerrada por Covid no puede dejar sin noticia a las otras 1.998 de otros miles de colegios que abrieron sin incidencia. Pero está en la esencia periodística hacer caso a la excepción. La anécdota es un punto en la línea de análisis de cualquier hecho o acontecimiento de actualidad, pero no el único. Y vamos a la puerta de ese colegio a grabar esa excepción/noticia. ¿Correcto? Técnicamente, sí. Pero creo que eso nos aleja del gran público, cada vez más formado e informado. Se cansan. O eso percibo.

El otro día leía a una colega periodista decir que la gente ha demandado información durante la pandemia. Mi percepción es que ha sido justo la contraria. Sobre todo en el confinamiento, los medios fueron un gran centro de interés como servicio al público. No había otra posibilidad de contacto con el exterior y casi de ocio. Fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se alejaron definitivamente.

«Durante el confinamiento, los periodistas fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se han alejado definitivamente»

Abrir cada informativo y portada de periódico con datos de contagios, focos y excepciones graves varias, ha sido casi como un mantra. Todo, más el conocido clickbating (obsesión porque se haga click en cualquier enlace con el fin de mejorar tus datos de audiencia y publicidad) se ha convertido en ese veneno de pan para hoy y hambre para mañana. Pero, sobre todo, creo que nuestro concepto de lo que es y no es noticia nos debe llevar a los periodistas a la reflexión (al menos, a mi me ha llevado). El hecho de que hoy todo el mundo pueda ofrecer información (redes sociales) y, en paralelo, que los medios especializados (científicos, por ejemplo), estén al alcance de todos, ha llevado a que nuestro papel como transmisores de información general quede en entredicho. Tal vez, recuperar la agenda y jerarquizar la información (llegar a pocos temas bien, y no a muchos o todos, mal) sea un buen inicio de cambio.

El dato raquítico, el titular fácil, el análisis poco elaborado, y la desafección de la gente son partes del mismo problema, y eso es lo que me llega a mi, de mi gente que dice: «he dejado de ver las noticias». Y, en defensa de los medios diré que, más que esos medios que lo difunden, son las autoridades (gabinetes) los que lo utilizan como semáforo. Y los demás, a rueda, como cuando vas en bici en fila de uno. Sólo ves una rueda a la que vas con el gancho para no quedarte. En periodismo, nos pasa lo mismo: todos a rueda. ¿Y quién crea?

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