Adolescentes en confinamiento

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“La frustración es un entrenamiento imprescindible para saber desenvolverse porque para vivir en sociedad hay que saber aceptar las renuncias. Los padres deben acostumbrarles a ello poco a poco”, Alfonso Ladrón, psicólogo clínico infantil del servicio de Psiquiatría del Hospital Clínico San Carlos*

Reflexiones en confinamiento, octava entrega.

Esta semana, iba a escribir de comunicación, pero he cambiado de idea. Voy a hablar de educación, que siempre me genera ansiedad porque, mi propuesta, mi valor sobre ella, provoca siempre controversia en mis interlocutores, sean quienes sean, más próximos o contertulios ocasionales porque es un tema transversal en nuestras vidas, y porque hablar de los hijos es uno de los temas estrella en nuestra socialización. Lógico. Una conversación sobre qué se pierden los adolescentes confinados por la pandemia, me lleva a este cambio. Estoy de acuerdo con que los adolescentes son los grandes olvidados de esta crisis, como se ha dicho. No son niños, no son adultos, empiezan a vivir y la experiencia vital suele rozar lo agonístico. Pero, como digo muchas veces, es una enfermedad que se pasa. Pero no voy a hablar de ellos, sino de los que estamos cerca, a su lado. 

Lo que me inquieta es que no sólo no intentemos minimizar su frustración con nuestra ‘comprensión’ paternal, y todavía me preocupa más que lleguemos a ser los padres los que hagamos más grande todavía esa frustración sin hacer la mínima pedagogía en una situación extrema, no vivida antes, más allá de entenderla nosotros también desde nuestra posición y nuestras preocupaciones como responsables de nuestra y su vida. Ser solidarios con la situación de ‘pérdida de libertad’ en el momento en que más la necesitan, no puede ni debe ser excusa para remarcar y asumir dicha frustración y, mucho menos, intentar ‘solucionar’ el problema y sí optar por otra de las palabras de moda en esta pandemia: la resiliencia, que incide en la salida de la adversidad, no en el relato del trauma. 

Siempre sale lo mismo: protección. Soy padre de una adolescente, y también he padecido esa misma tensión. No ha sido un año fácil con ella, pero me siento orgulloso (de ella y de mi) de salir airoso (aunque no sin consecuencias en nuestra relación) de su condición de adolescente. No es fácil salirse del carril, dejar que tu hijo se defienda sólo, se saque las castañas del fuego, entienda que el elogio del padre al hijo es poco menos que obligatorio y que cualquier factor externo que le acecha es causa de injusticia. No suelo ya tratar sobre mi ideal de educación (ni mejor ni peor que otras, la mía). De hecho, hay tantas educaciones como padres, y todas válidas, por supuesto. Como siempre, es una reflexión, no una verdad absoluta. Hoy, en el contexto de la crisis del Covid_19 y el confinamiento, sí me he animado a escribir sobre educación, adolescentes, millennials y toda clase de gente joven (no ya niños). Muchas de las situaciones que se dan ahora con ellos proviene de un modelo educativo muy proteccionista, de la que ellos son víctimas, de una educación laxa, dirigida al no-daño. Siempre pongo una metáfora de ese proteccionismo: hay padres que se tiran por un tobogán antes para saber si hay peligro.

No voy a poner un ejemplo real, por razones obvias, pero sí una situación simulada análoga. Si un/a joven adolescente sufre ansiedad por no poder a su ‘novio/a’ durante este confinamiento, por ejemplo (algo muy probable, y con cierta sensación agónica en sus vidas cortoplacistas), nuestra reacción como padres ha de ser a mitad camino entre la comprensión y el realismo, sin que la primera provoque que sea el propio padre el que se coloque literalmente en la piel de su joven hijo. Si alcanzamos a hacer ver al adolescente (egoísta por naturaleza, porque si no no sería adolescente) la globalidad del problema, contextualizando la crisis, les estaremos enseñando a mitigar la frustración y a reducir su ansiedad. En Latinoamérica el Covid_19 es conocido como el Coronahambre. Difícilmente, un adolescente latino pueda ver más allá de la angustia que se sufre en casa por la falta de recursos para traer comida a la vivienda. Pero no sólo allí, sino también aquí. En España, se estima que hay 8 millones de personas en riesgo de exclusión social, unas cifras agravadas por la pandemia. Es difícil que un joven sin problemas añadidos por su contexto, atienda a tal reflexión, lo entiendo. Como no es lo mismo que alguien con algún caso cercano y traumático por el Covid_19 actúe de la misma manera que alguien que sólo sabe por referencias, cifras o mass media.

Recuerdo mi adolescencia como un período a medio camino entre la seguridad insultante de la juventud y la inconsciencia militante de la falta de experiencia. Aún así, siempre hubo sitio para abordar valores que, a la larga, han confeccionado mi ideario, mejor o peor, pero lo han ido construyendo. Hacer ver que las cosas pasan (buenas y malas), que hay que adaptarse a las situaciones, que lo que no se puede hacer ahora, se hará después, de otra manera. Que el ‘no se puede’ no debe ser un motivo de angustia, desazón o enfado, sino de espíritu de superación ante la adversidad que, a la larga, es la que más nos permite aprender, y que las crisis suelen indicar más oportunidad que inconveniente. Lamer las heridas de los que se caen, no nos hace mejores padres, pero sí nos hace peores educadores. “Para mí, los rasgos del carácter son esas cualidades que nos engrandecen como personas: la resistencia, la habilidad para trabajar con otros, enseñar humildad mientras se disfruta del éxito y capacidad de recuperación en el fracaso”, decía Nicky Morgan, ex-ministra de educación británica en tiempos de David Cameron, y que entre sus prioridades estaba la educación del carácter. En The Crown, la serie de Netflix que destripa la vida de la Reina Isabel de Inglaterra, se cuenta que el príncipe Carlos fue a estudiar a la escuela escocesa Gordonstoun, la misma en la que estuvo su padre Felipe, el Duque de Edimburgo, conocida por sus métodos espartanos, con un gran componente físico, ligado a la educación militar, buscando reforzar el carácter que, también en GB, el rugby ha sido ejemplo como método empleado para fortalecer dicho carácter, para educar: integridad, pasión, solidaridad, disciplina y carácter. En tiempos de crisis, esas cuatro cualidades definidas por Morgan deben estar en la cima de las prioridades educativas. La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos. 

“Cuando una familia quiere que sus hijos no pasen las dificultades por las que sí pasaron ellos, la sociedad se vuelve más cómoda, blanda, menos esforzada. Pasa también con los países”, dice el ingeniero de caminos y experto en educación Alfonso Aguiló. El coronavirus nos ha puesto a todos a prueba y el confinamiento ha retratado nuestras prioridades personales y sociales. 

 “La comprensión de la inconveniencia del joven adolescente por parte del adulto es necesaria, pero nunca la asunción de esa frustración como propia, como tampoco celebrar los éxitos de tus hijos como si fueran tuyos”

“Ahora valoraremos más todo lo que tenemos y vivimos”, dicen continuamente los expertos. Y yo que lo dudo. Pero lo que sí se llevarán nuestros adolescentes (que no muchos de nosotros, los padres o educadores) es una lección práctica de cómo reaccionar ante la adversidad. Los pormenores no los recordarán afortunadamente, pero la situación la tendrán siempre presente en todos los ámbitos de su vida. Y nos recordarán a todos nosotros y muy seguramente en modo protesta que siempre es mejor experimentar por uno mismo, que encontrar las hélices de los denominados ‘padres helicópteros’, los que sobrevuelan la vida de sus hijos geolocalizando sus peligros. 

*Artículo ‘Niños consentidos’, Padres e hijos, ABC)

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Empatía

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(“O como saber ponerse en los zapatos de otro”)

Séptima entrega de ‘Reflexiones en confinamiento’… después de 49 días

“La solidaridad es un buen medicamento contra el trauma”, decía el psiquiatra Luis Rojas Marcos en una entrevista, poco antes de darse por iniciado esta crisis del Covid-19. Y, en el inicio de la pandemia (más bien del confinamiento), fue así. Mucho buenrollismo. Ganas de agradar, subir la moral, plantar cara a la adversidad… Pero yo ya dije en aquel momento que no me pareció así. Esa solidaridad asustadiza nos invadió mientras hubo miedo, cuando la gente se contagiaba a miles y se moría a muchos cientos. Al principio, pensamos que esta pandemia sería como aguantar la respiración unos segundos bajo el agua y luego a respirar como si nada. Pero ya llevamos mes y medio confinados. Ahora, en desescalada, vuelta a las andadas. Vuelve el ‘primero yo’, y me incluyo, aunque trato de revelarme contra este pensamiento. 

“El que no se sienta cómodo, que no abra”.

La frase es de la vicepresidenta cuarta, Teresa Ribera, la que nos ha de guiar hacia la vida tal y como la conocíamos (lo de la ‘nueva normalidad’ no lo veo, porque después de cualquier crisis, siempre hay una nueva normalidad y van muchas), la encargada de dirigir la desescalada (otra decisión sorprendente, en mi opinión, por su perfil profesional, pero en fin). Frase dirigida al sector de la restauración, pero da igual: podía ser cualquier otro. Más allá de ser un vacile, poco respetuosa e inoportuna, es sobre todo poco empática con un sector que, junto con el de la aviación y los viajes, es el que más sufre y va a sufrir lo que se llama la social distancing, porque es el que más necesita de la aglomeración como forma para crear riqueza. Otro debate es el de las condiciones laborales del sector y de qué tipo de modelo tenga el de la hostelería (precariedad, temporalidad, bajos sueldos, etc), muy expuesto a variabilidad en cuanto a resultados por el enorme impacto de cualquier situación no esperada. Pero decirlo así, de esa manera, es desalentador y poco edificante, mi primer sentimiento cuando lo escuché. No es el único caso de falta de empatía que se ha dado pero, para mi, uno de los más llamativo. Es cierto que es difícil que la salud y el dinero casen, y más todavía si le añades hábito. Más bien al contrario, en este caso, son antagónicos.

Lo contrario, Margarita Robles. También socialista, mujer y Ministra de Defensa. Empatía con su tarea, con la situación política, económica y con los que piensan de forma diferente a ella. No cuesta tanto. Y no es una cuestión de colores. Por no hablar del talante de José Luis Martínez Almeida, el alcalde de Madrid, o de la concejala de Podemos, Rita Maestre. Un solar de aceptación entre tanta algarabía. Insisto más allá de cómo se piense. Ponerse del lado de autónomos, empresarios, trabajadores, no tiene por qué evidenciar tendencia, si nos atenemos a la empatía. Votantes de izquierda que tienen negocios y votantes de derechas empleados públicos, trabajadores en fábricas o empleados de rentas más bajas, así lo corroboran. La empatía no tiene ideología y es una enorme herramienta social e individual. Pero choca de pleno con uno de nuestros mayores defectos como humanos y es que casi siempre sólo vemos nuestra situación: todo lo que impida lo que yo quiero, no está bien. Si (el que manda) no lo hace, ya no me interesa. El dolor del otro, no es mi dolor. Y así nos va. 

 “La empatía es una enorme herramienta social e individual, pero tiene un problema y es que sólo nos vemos en nuestra situación: todo lo que impida lo que yo quiero, no está bien. Si no lo hace, ya no me interesa. El dolor del otro, no es mi dolor. Y así nos va”

Las crisis, por definición, no son empáticas. Aunque en los momentos de adversidad, suelen salir a la luz actitudes solidarias, éstas son muy tenues, casi dirigidas más a limpiar conciencias que a encontrar empatía de verdad. Sólo la imagen antagónica de los aplausos en los balcones y los escritos de acoso, acciones ambas dirigidas a los profesionales sanitarios, dan una idea de esta gran falta de ponerse en los zapatos del otro. La empatía no es sólo solidaridad, es una actitud de vida, es una de las grandes aportaciones de la inteligencia emocional, aquella que viene a ayudar a la parte social de cada individuo, a crecer y desarrollarnos de una manera fluida y conjunta.

Lo contrario a la empatía es, por ejemplo, la política que nos han dibujado. Ni ha habido empatía del gobierno para con los demás (los que piensan diferente a ellos), ni tampoco al revés, en esa relación gobierno/oposición, tan necesaria, por cierto, pero no necesariamente tan tensa y programada. Pero, en los llamados asuntos de estado (a los que ataca esta pandemia) siempre ha habido una pequeña tregua, más por decencia que por ganas. “Llevamos un mes trabajando en el proceso de desescalada”, dicen en el gobierno, pero no sabemos (sabíamos, hasta que lo publicaron a modo de comunicado) ni cómo ni quiénes están haciéndolo, sólo quién lo dirige (lo menos relevante) No ha habido empatía de los que dirigen (siendo consciente de lo difícil que es la gestión de una situación así) con el resto de la sociedad. Cuando alguien dicta una norma, debe ponerse en situación del que va a ser ‘normativado’, y para ello ha de hablar con él. Si yo quiero legislar la reapertura de los bares y restaurantes, me siento con ellos, les escucho, observo cuál es su realidad y luego, lógicamente, en función de otras consultas (como por ejemplo, las sanitarias) decido.. Y no sólo debe serlo sino también aparentarlo: ser transparente y demostrarlo. Y, lo más importante, lo digo, lo comunico y dejo ‘libertad’ a todos los que han participado de la decisión para debatir públicamente las deliberaciones de ese plan. La uniformidad no puede ser impuesta (la decisión ya es única), sino que ha de ser la suma de consensos.

Es lo que hacemos (o debemos hacer, al menos, en todo caso es lo que nos enseñan a hacer) los periodistas: hablamos con todos los sectores y luego los que nos escuchan o nos leen, deducen. Un gobierno, ha de decidir, estando/oyendo/viendo a todos. Implicados, pero también con las ideas de otros (oposición), entre otras cosas porque si los involucras, ya los haces partícipes de tus decisiones, en algún sentido. Si no lo haces, siempre les quedará aquello de: “nos hemos enterado por la prensa”. Es decir, no es nuestra responsabilidad, es la de ellos. Y nos da vía libre a nuestra despotrico. “No es un plan de desescalada sino de descalabro”, ha dicho Pablo Casado. O sea que, a mí, plin, ni me has consultado (que se sepa). 

La empatía es necesaria, pero la sociedad, esta sociedad camina hacia el lado contrario. Si yo puedo salir y tu no, ¡te jodes¡ Si no salgo, me quejo. Si me quejo, no lo están haciendo bien porque no me benefician. Si benefician al otro, tienen interés en que así sea. El pequeño empresario, el comerciante, el vendedor, el propietario de un puesto en el mercado, el funcionario, el maestro, el médico… y así hasta el infinito. Todos son de mi comunidad, de la gente que vive conmigo. Amigos próximos, familia, conocidos…. El día que entendamos que la suma de voluntades personales es una colectividad sana, y que para que mi esfera privada funcione, necesito que lo que me rodea lo haga también, como ha venido a demostrar este virus tan enrevesado como es el coronavirus, a todos nos irá mejor. Pero qué difícil es mirarse al espejo y ver a alguien más que tú. 

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Decisiones

Decisiones, Reflexiones en confinamiento. De Perfil
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«Lo que puede parecer resistencia suele ser falta de claridad» (Switch, 2011/ Dan Heath y Chip Heat)

A mi hija, de 17 años, le digo siempre: lo más difícil en la vida es tomar una decisión, sea la que sea. Pero, la que tomes, has de ser consciente de una máxima: ‘toda decisión tiene unas consecuencias que has de asumir’. Y en esas estamos, la mejor decisión. ¿Cuál es? ¿Qué ha de tener una decisión, más allá de ser buena o mala? El proceso influye en la toma de decisiones, sin lugar a dudas. La información, también. Y el análisis de la misma, también. Ahora bien, el exceso de análisis nos puede llevar a tomar decisiones ‘no buenas’. Casi siempre, el resultado del análisis nos lleva sólo a intentar resolver los problemas (los niños no salen) y no nos deja fijarnos en lo que sí funciona (los niños se han adaptado bien al confinamiento y piden más estar con sus amigos que salir). A veces, las excepciones (pequeñas soluciones) permiten tomar decisiones a grandes problemas. Trataré, brevemente, de responder y responderme a mí mismo sobre ésto en esta sexta entrega de Reflexiones en confinamiento. Estamos en un momento en que todo el mundo decide, pero a posteriori (más bien juzga las decisiones de otros) Ahora, ya os avanzo: no habrá juicio. El ‘ya te lo dije…’ no me sirve. El análisis de la decisión y el contexto de la misma es el objeto de esta reflexión.

Vuelvo a la frase de inicio. Los cambios (y los generados por el Covid-19 lo son y de qué manera) siempre tienen un elemento disruptivo, algo se rompe en relación con la anterior. Los gobiernos (en general) están tomando decisiones en función de escenarios nuevos y desconocidos. Están improvisando. Todos lo están haciendo. Nadie tiene la fórmula. El escenario de equilibrio es absoluto: salud, supervivencia, resistencia en situación difícil, miedo, realidad económica, futuro, etc. No cabe duda: es un problema de grandes dimensiones. Todo ello se conjuga en la toma de decisiones. Pero lo que no puede tener quien toma una decisión es miedo. La decisión ha de ser clara y concisa. Por ejemplo, cuando nos dijeron que no podíamos salir a la calle, más que ir a comprar o a la farmacia, todos la entendimos. Nadie se engañó, con excepciones, cumplimos todos. Cuando nos recomendaron que teníamos que reducir los contactos, casi nadie hizo caso, en espera de la prohibición.

«Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad». Y en la decisión (sobre todo a gran escala y que afecta a una parte o toda la población), la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una orden, publicada en un boletín oficial que sugiera muchas dudas (y, por tanto, aclaraciones), no es una buena orden. Y eso es algo que está pasando de forma habitual.

Lo que puede parecer resistencia, suele ser falta de claridad. Y en la decisión sobre un gran problema, la mayor falta de claridad es la recomendación. Hay que acotar el cambio. Y lo que es más importante: la gente agradece la ‘no duda’. Una norma que sugiera muchas preguntas, es una mala norma. Para eso, casi es mejor la ‘no norma’

La ambigüedad es el enemigo

Primero fue ‘acompañar a los adultos a comprar’. Después, salidas controladas geográficamente (1 kilómetro) y en el tiempo (1 hora). Sin más. Tres niños por adulto, casos particulares a las familias numerosas, centros de menores, etc… La idea de inicio (decisión), salidas controladas. Ese es el objetivo. La recomendación: ‘cumplir las normas»: ‘apelamos a la responsabilidad de los padres’. Y eso está muy bien, en teoría. No sólo gestionamos, sino que lo hacemos con pretensión de educar. Y eso se puede (y se debe hacer) en laboratorios como pueden ser los colegios, con talleres dirigidos a lograr un objetivo, esto es, en pruebas piloto. Pero la realidad exige otra cosa. «Cualquier cambio exitoso requiere la traducción de objetivos ambiguos en comportamientos concretos», destacan los autores de la versión en castellano de Switch (‘Cambia el chip‘). Da seguridad a la medida, que a priori puede parecer buena (los niños necesitan oxigenarse). Establece turnos, ordena (va a ser importantísimo en el desconfinamiento), modula. De 9 de la mañana a 9 de la noche, un kilómetro. Demasiado laxa. No abres los columpios, pero sí los parques, lugares para que el personal se concentre (foto de un parque de una ciudad de España). Los niños no han pedido salir. Han sido más los padres los que han pedido que sus hijos salgan. Los niños, algunos, sentirán cierto miedo. Los niños verán cómo salir no es tan divertido y, además, verán cómo después deberán pasar un protocolo de desinfección e higiene molesto. ¿Los niños deben salir? Sí, pero tal vez más agradezcan una visita controlada a un amigo, en casa, reduciendo el contacto a un vis-a-vis. Es un ejemplo. Socialización, sí; algarabía, como se ha montado en las primeras horas de la norma, no. Lo hacen de forma natural cuando se encuentran en un contexto conocido, como por ejemplo es el colegio (y ahí, incluso, les cuesta). Nosotros, lo complicamos más. ¿Que no es fácil fijar un reglamento de salidas para niños? Claro que no. Mi opinión (y es intrascendente en el análisis) es que, llegados a este punto, mejor esperar al final del estado de alarma y tomar esta decisión dentro de un escenario diferente. A la gente, que los niños puedan salir, le suena a que la cosa va mejor pero nos mantienen encerrados en casa. Y se entiende menos y cuesta más de digerir. Pero cuando se quiere contentar a tantos sectores (oposición, padres, niños, personal sanitario, expertos epidemiólogos, etc), la solución suele pecar de eso: de indefinición (¿qué se pretende?) Y, aunque esperemos que no, esta decisión nos hace temer a muchos dudas sobre si podremos alcanzar el objetivo que nos ha dejado en casa ya más de 40 días: contener la pandemia y su rápida progresión. Veremos.

Con la salida de los niños a la calle, el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia

Cierto es que la crítica (ya lo he repetido muchas veces) se mueve por canales que caminan en paralelo, nunca se juntan, no hay consenso. Como tampoco hay ninguna norma que tenga el beneplácito de todos. Pero eso no es lo que se pretende. El objetivo de una norma es cambiar algo con el menor número de efectos secundarios. Lo veremos en las cifras. Lo que sí está claro es que, con la salida de los niños, la imagen y el mensaje del confinamiento se ha transformado sin abandonar el estado de alarma. Y ésa es una muy mala noticia.

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Bulos

Bulos. Reflexiones en confinamiento. Fake News
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Reflexiones del confinamiento. Semana 5

Reconozco que es algo muy personal. Mi relación con la mentira es traumática, no la soporto. Ni la piadosa ni la obstinada, ni la malintencionada. Ninguna. Probablemente, porque no se me da nada bien mentir, porque voy corto de preparación para interpretar. O, simplemente porque, culturalmente, la mentira siempre ha estado en la punta de la pirámide de mi comportamiento como persona, mi ética vital. Y a veces, me toca pagar un precio excesivo: o entras en el juego o te quedas fuera. Ingenuidad.

Pero, en fin, como está ahora de moda decir: tolerancia cero con la mentira. ¿Por qué? Pues porque, la ‘mentira’, sea de la clase que sea, crea inseguridad: no sabes a qué atenerte. Las hay de todos los tipos, la mentiras piadosas, las medias mentiras, en sentido positivo, las medias verdades. Cierto es que, cuando estudiaba en periodismo, ya nos decían: la verdad absoluta no existe. De ahí que mi relación con la mentira sea, si cabe, mucho más agónica todavía. Por eso, ahora digo: es mi verdad, la que trato de argumentar. La deontología y la ética personal, nos deben llevar siempre a buscarla. La verdad es reputación, credibilidad. La mentira es engaño, farsa, bulo… esos que unos y otros se encargan de combatir y que unos y otros practican como equilibristas ideológicos.

El confinamiento, el estado de alarma y la dolorosa sangría provocada por una pandemia letal y que provoca tanto sufrimiento presente y futuro, con un incierto porvenir vital, ha potenciado la proliferación de las llamadas fake news o bulos, todos ellos interesados y propagados a través de ese gran ente contagioso como son las redes sociales. Nada nuevo, más allá de la propia pérdida de credibilidad de aquél que las usaba (como yo) para informar y estar informado. Empiezo a perder interés, y como yo, muchos, en alimentar a estas plataformas, de cuya utilidad no dudo, pero sí de su uso: probablemente, tendrán que exigir que quien escriba o las utilice, salga del anonimato, sino están destinadas a desparecer o, perder protagonismo. Es por ello que las compañías propietarias de las redes sociales se intentan proteger, aún a riesgo de que las acusen de censura. Al final, la mentira y quien hace de ella su modo de actuación, lo acaba infectando todo. En la comunicación, el Covid-19 de este tiempo de incertidumbre y de odio permanente que vemos en las redes, se llama bulo. Eliminarlo es imposible, está en la misma esencia del ser humano. Todo vale para conseguir tu objetivo. Para mí, no. El nuevo cometido del periodismo, en mi opinión, tiene que estar en filtrar, depurar, jerarquizar y trasladar la información y la opinión más veraz. Para ello (y esto es lo difícil), el periodismo debe aislarse de los elementos que lo distorsionan, como son los lobbies que alientan estos bulos con determinados objetivos. Y muchos usuarios que, utilizados y decantados, se dejan llevar por los likes.

Los bulos no tienen padrinos ni autores, pero todos los censuran -cuando son los de los otros. El bulo es un elemento distorsionador siempre, y en momentos de crisis, más. La mal llamada transparencia es, como la objetividad periodística, un deseo, una pretensión. Cuando uno presume o habla de garantizar la transparencia es porque sabe que no la tiene. Todo el mundo (y más el estado, los gobiernos que los regentan y toda la sociedad) considera que hay cosas ‘que no se debe saber’. Y, seguramente, será así. Pero, mientras eso sea así y no exijamos tener la máxima información, no podremos exigir a nadie (ni siquiera a nuestros gobernantes) que no mientan o que no falseen la realidad con medias, piadosas o benignas mentiras con las que, dicen, nos endulzan nuestra existencia. El bulo hace que la gente desconecte, se desinterese, no escuche a aquellos (otra vez los bandos) que, a uno y otro lado, se tiran sus mentiras a la cabeza, con el ‘y tú más…». Ha dicho el presidente de Extremadura, Guillermo Fernández Vara, que esta crisis del ‘coronavirus’ se va a llevar por delante a toda la clase política de España, que tendrá que tomar decisiones bravas y duras. El bulo es el Covid-19 de la clase política, porque provoca el confinamiento voluntario de la sociedad respecto de quienes gobiernan. Y esa desconexión siempre es grave porque puede aparecer alguien que se aproveche del desaguisado para lograr su objetivo: poder. Y ahí, en esa batalla, vamos a perder todos. No dejemos que los que más ladran se lleven ese botín.

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Fotogramas del confinamiento

Fotogramas del confinamiento. Covid_19
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«Pasé varios días sumergido en ese silencio espeso, que no me resultó en absoluto desagradable. Era una calma pura que no conectaba con nada, y tuve la impresión de que ponía fin a toda una serie de acontecimientos. Eso es. Era el tipo de silencio que se hacía cuando algo importante finalizaba» (Haruki Murakami, La muerte del comendador 2)

Reflexiones del confinamiento. Semana 4

«Quietud frente a lo frenético», parte del titular de un magnífico artículo de Mar Abad en Yorokobu. Muy recomendable. La inmediatez, el pánico a la rutina. Todo muy de usar y tirar, todo hay que hacerlo ya, todo es salir, estar con…, todo es conexión. Pero curiosamente y muchas veces para no decir nada, para mirar cada uno nuestro smartphone, para convertirnos en la multipantalla del silencio. Somos parte de las generaciones más conectadas, más activas, más sociales y que menos nos comunicamos. Leed el artículo.

Al otro lado del frenesí, de la tensión, del dolor de las UCI y del enorme trabajo en silencio de nuestros sanitarios, está la soledad o, en otros casos, el aislamiento social del confinamiento. Ese #QuédateEnCasa, al que muchos se resisten (los menos), de forma nada solidaria e imprudente. Pero, hay que recordar siempre que el gran dolor, la dureza de este virus no está en no salir de casa, por supuesto. La dureza está en todos los que ya no están y los que no estarán. Ese siempre será el principal drama, el fotograma esencial de esta crónica. La llegada del virus y del confinamiento, ha sido, en muchos casos, un golpe duro y moralmente demoledor, por novedoso e inesperado: silencio de los que han perdido a alguien, y silencio de los que nos confinamos solidariamente para que no haya más ausencias. Y en todas las situaciones, hemos pasado de vivir al día a tener tiempo, aprender a pensar, a reflexionar. Cuánta gente ha dicho estos días haber tenido tiempo para reencontrarse con otras cosas, con ellos mismos, con sus cosas.

La inmediatez, el pánico a la rutina. Todo muy de usar y tirar, todo hay que hacerlo ya, todo es salir, estar con…, todo es conexión. Pero curiosamente y muchas veces para no decir nada, para mirar cada uno nuestro smartphone, para convertirnos en la multipantalla del silencio. Somos parte de las generaciones más conectadas, más activas, más sociales y que menos nos comunicamos.

Leo a Murakami desde hace tiempo. No sé si todos su libros, pero sí muchos ya los he leído (con ganas de hacer una segunda lectura, algo que, por cierto, no suelo hacer). Una literatura ágil, de historias bien contadas, descripciones con mucha profundidad, pero sobre todo, una capacidad enorme de decir cómo y qué sienten los personajes al segundo. Sus novelas suelen venir plagadas de personajes enigmáticos, muy reflexivos, no convencionales… Sus historias suelen ser de suspense, ligando lo real y lo fantástico. Puede describir hasta el más mínimo detalle de realismo -recrearse en cómo una persona se levanta, desayuna y se va a trabajar, y qué piensa y por qué decide hacer algo, en definitiva qué se le pasa por la cabeza- y justo después, narrar con emoción una escena increíble, plagada de imaginación. Personajes, muchos de ellos con alguna tara (física o social…), son los que protagonizan sus historias. Y otra circunstancia que me ha impactado desde que le sigo: siempre un agujero, un sitio cerrado que aparece como un refugio o un castigo, un accidente o, simplemente, un sitio por donde ver el mundo, por donde observar de una manera calmada, hasta desesperante diría yo, la imposibilidad de cambiar de sitio y de observar las cosas desde otro prisma. La suya es casi una necesidad de aislarse de todo, para dar cuenta de lo mejor que tiene uno mismo: su capacidad de reflexionar a través de un fotograma, el que se ve desde un pozo, un agujero en el suelo, la oscuridad de una cueva con un hilo de luz al final, o por la rendija de una puerta. En ‘El Comendador’ hay un poco de todo eso. Al final, ese era una calma pura que no conectaba con nada… es el que da sentido a todo. Precisamente, nuestra vida en confinamiento es, en muchos casos, una calma pura sin conexión. Sobre todo, para aquellos que han montado su vida conectada con los demás, y que no entienden (o no saben o no han vivido) y no quieren saber más de una vida propia, que por supuesto tiene lazos de unión con lo que nos rodea. De ahí, la enorme dificultad que a todos nos supone el confinamiento.

Informar en tiempos de crisis…

Esa calma confinados se vuelve histrionismo en cuanto te conectas, en cuanto te pones a ver aquello de qué pasa por el mundo. Los medios de comunicación -los malos de esta película- pertenecemos a aquella parte ‘esencial’ de la actividad, que nadie entiende por qué es esencial, pero que todo el mundo consume (y más en confinamiento) y censura. Porque no hay un sólo medio que no haya pasado por el filtro de la crítica. Algo lógico, por supuesto, y hasta necesario. Pero cierto es que esa crítica es, en estos tiempos de incertidumbre y de crisis, absolutamente feroz. Hay dos realidades: la de los míos y la de los otros. Y todo se mira por esos prismáticos. Siempre he pensado que esto de situarse en bandos, viene por dos razones fundamentales: la necesidad de pertenencia a un grupo (o subgrupo en este caso) y la incapacidad que tienen muchos de no aceptar ni la derrota ni, por supuesto, la opinión contraria. Todo ello, en tiempos de crisis como el actual, se riega con un vino -muy avinagrado- de teorías conspiratorias, a uno y otro lado, que no suelen tener ningún tipo de rigor. Entre otras cosas, porque la historia (y los investigadores y expertos que la escriben) ya han demostrado que se necesita tiempo (y perspectiva, diría yo) para interpretar los sucedido. Eso sí, para los historiadores también hay estopa. Si la cuentas de una manera, eres gubernamental o pagado por el gobierno de turno y está manipulada, si la cuentas de otra, lo mismo, pero al revés.

Pero nada, en la era de la inmediatez, todo tuit es noticia, y toda opinión, sentencia. Yo, en tiempos de crisis, me cuido muy mucho de dar veracidad ni siquiera a mis propios argumentos. Son sólo eso, argumentos. Al lado dejamos a los del insulto. No merece la pena. Esta falacia de ruido e histrionismo, aumenta y alimenta mi necesidad de silencio. El confinamiento me tranquiliza, es como uno de esos agujeros murakanianos en los que ves pasar el tiempo, cambiar el color del cielo, repasar tus pensamientos, poner distancia a tus ideas y recrearte con tu propia soledad. Para mirar lo que hay fuera… Son muchos (yo no lo he hecho, pero he estado tentado de hacerlo) los que conozco que han dejado de visitar Twitter o cualquier otra red social, o escaparse del estrés ocioso de los grupos de WhatsApp. Se le llama, oxigenar y sanar la mente. Lo entiendo.

En la era de la inmediatez, todo tuit es noticia, y toda opinión, sentencia. Yo, en tiempos de crisis, me cuido muy mucho de dar veracidad ni siquiera a mis propios argumentos. Son sólo eso, argumentos.

El periodismo que molesta es esencial

Librémonos de tener la razón, muchas veces el gran defecto de los periodistas, e intentemos trabajar por algo que llevo diciendo algún tiempo que será parte de nuestro nuevo cometido. Las noticias y la información ya no es sólo nuestra labor principal, no. Cualquiera con acceso a fuentes de información puede (y debe) dar una noticia. De hecho así es, los periodistas se han trasladado de las redacciones a los departamentos de comunicación y prensa. Hay más informadores en el origen de la noticia que en los que trasladan la noticia a los ciudadanos (oyentes, lectores, telespectadores) Por eso, nuestro nuevo cometido sería el ordenar y filtrar sobre todo lo que se informa. Comprobar, saber leer y utilizar los datos, en donde nos solemos mostrar torpes (no nos han enseñado),al menos yo. El periodismo de investigación está en el dato, en saber comunicar el resultado de un informe, con el rigor científico y la habilidad para traducir eso al gran público, sin sesgos. La vieja escuela murió, y entre unos y otros la hemos enterrado. Uno de los enterradores, el periodismo de bufanda, que tiene el mismo rigor que el de los bandos de opinadores en redes sociales -para otro día dejaremos lo de los bots y las fake news- y que desprestigia y aniquila la profesión. Pero también es cierto que una gran parte de la ciudadanía busca y lee su prensa, no informarse. Esta semana, se ha dado un caso curioso al observar como un partido político ha llegado a censurar a un medio que muchos de sus simpatizantes y votantes leen. Ceguera, pero también protección. La censura es como el arancel, da sensación de protección, pero te empobrece y, a la larga, falsea tu realidad. El periodismo sin confrontación, sin análisis, es marketing. El periodismo que molesta es esencial; el periodismo que dice lo que otros quieren escuchar es propaganda.

Jornaleros de la política

Para el final, quiero dejar a los jornaleros de la política. No digo la política, no. Digo, los que en estos momentos la ejercen. El Pleno del Congreso por la prolongación (la tercera) del estado de alarma fue un deplorable ejemplo de mala praxis, un motivo más de cabreo para los ciudadanos de a pie y una enorme decepción (una más también) en la clase política de este país. Sólo aguanté la primera media hora, luego preferí saber a través de fragmentos. Discursos preparados, poca reciprocidad, nada de escuchar lo que dice el otro, simple reprobación, seguidismo, teorías conspiratorias, datos falsos o precocinados, falta de un mensaje claro a la ciudadanía… No hay elecciones a la vista (por tanto el rédito electoral no tiene urgencia) y no hay -por ahora- posibilidades legítimas de cambiar a los que nos gobiernan.

La censura es como el arancel, da sensación de protección, pero te empobrece y, a la larga, falsea tu realidad. El periodismo sin confrontación, sin análisis, es marketing. El periodismo que molesta es esencial; el periodismo que dice lo que otros quieren escuchar es propaganda.

En democracia, hay un concepto claro: legitimidad. Y si algo tiene bueno la democracia es que da permiso y legitimidad incluso a aquellos que no la quieren. Esa es su mayor grandeza. Pero no, este ahora no es el problema. Lo único que quieren los ciudadanos es saber cómo y cuándo vamos a salir de ésta, establecer consensos, hablar con todos (con luz y taquígrafos), escuchar a los que saben y a los que trabajan a pie de UCI y, juntos, decidirnos por un camino sin mirar atrás. Y reconstruir lo destruido. Utopía. Y ya lo he dicho otras veces en esta misma tribuna: no sólo ellos son los culpables, sino también muchos de los que les siguen y jalean: El (corona)virus social que nos retrata.

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Cuidados intensivos y emotivos

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Reflexiones del confinamiento. Semana 3

Imagino las caras de esos médicos, de esas enfermeras, de los celadores, de los conductores de ambulancia, de los médicos de ambulatorio, de los residentes, de los estudiantes de medicina, de los encargados de la limpieza, de los técnicos, de los operarios, de los que se encargan del mantenimiento del hospital… Imagino sus días largos, sus noches, las toses, el miedo, el arrojo, los aplausos, los lloros. Están acostumbrados a lidiar con la muerte. De hecho, es una de sus lógicas. Su principal batalla: evitarlas todas, un imposible. Y eso lo saben. Lo llevan. Se acostumbran. Pero en este mal trago del Covid-19, la muerte deja de ser algo más para ser la parte fundamental. Los enfermos de esta pandemia llegan a un punto sin retorno, como el soldado en la batalla, y se mueren y se acepta y casi no da tiempo ni a llorarlos. Hasta para los médicos, las muertes (más de 800 cada día en la última semana) son una puñalada al ánimo, una enorme losa para el cansancio. Enfermos que se van solos, sin más compañía que un médico o una enfermera… Es muy duro. Esta enfermedad es muy dura. Más allá de la incomodidad de no poder relacionarnos, el Covid-19 nos está enseñando a convivir con la muerte, aunque algunos como yo, no le pongamos cara.

Hace poco más de un año estuve con mi hija en Nueva York, curiosamente otro de los epicentros de la enfermedad. Visitamos el museo del derruido World Trade Center, las torres gemelas, aquellos dos rascacielos que se vinieron abajo como en un película de acción, arrastrados por la ira de unos descerebrados que pusieron cara al horror. El nuevo museo rinde homenaje a los miles de muertos de aquella tragedia. Incluso han habilitado unas salas en las que están expuestas las fotografías, con nombres y apellidos e incluso su profesión, para poner cara al número. Cuando estás allí, te quedas pensando. ¿Cómo vivieron aquello? ¿Que gestos, qué caras tendrían en medio de aquel desastre? Habían salido de casa sin saber lo que les esperaba. Y la barbarie se los llevó por delante. Ahora, años después, en España más de 12.000 muertes por el coronavirus. Más allá de la exactitud de las cifras y recuentos, me parece una barbaridad. Una cifra difícil de asimilar, de hacérsela entender a mi cabeza. No quiero extenderme en las cifras, porque habría muchos matices. Quiero reflexionar sobre la muerte, más allá de creencias y otras situaciones. Estás bien, sano. De repente te encuentras mal: fiebre, tos seca, dolor muscular. Primero, llamas. Te recluyes en tu habitación, te aislas, no contagias. Te vas encontrando mal, pero… no puedes ocupar el sitio de otra persona que está peor que tu. El primer filtro (tu médico ambulatorio) te dice que vayas al hospital. Entras por urgencias. Uno más. Silla y a esperar ser atendido. Te vas encontrando peor. Al final, te atienden. No hace falta que confirmen tu diagnóstico: positivo. Pero te sigues encontrando mal. Te falta el aire. Después de hacer unas radiografías, el bicho no ha afectado tus pulmones, pero estás en ese momento crítico. Al final, no puedes respirar por ti mismo. Necesitas ayuda. A partir de ahí, la batalla final: o vuelves o no la cuentas. En diez días puedes dejarlo todo atrás… Y te vas sólo. Desapareces. Si eres creyente, tendrás el consuelo de que te fuiste con la paz de tu dios. Si no lo eres, habrás pasado de tener una vida llena, a quedarte sin ella. Y son, en el momento de escribir este artículo, casi 70.000 muertes en todo el mundo. Más de 12.000 aquí, en nuestra casa. Se hace duro. Me resisto a hablar de porcentaje, mientras haya una sola persona que se va sin hacer ruido, después de haber pasado en pocas horas de una vida plena a una muerte rápida.

Y vuelvo a los médicos, a los que están a pie de UCI, batiéndose el cobre con todo lo que se les viene encima. A ellos, que no pueden investigar, que hacen del prueba y error su vacuna, que buscan por todos lados la receta que les permita a los pacientes emprender el camino de vuelta de la UCI. Porque sí, las unidades de máxima vigilancia médica son zonas en donde la respiración de todos es contenida y dificultosa. En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema.


«En medio de esa tensión, presión, el médico piensa, investiga, valora y decide. Todo con urgencia, con la necesidad de dar una solución a un momento de dificultad extrema»


El personal médico es la sonrisa de este coronavirus. Los demás, somos meros espectadores. Más bien diría, feligreses. Sí, seguidores de la fe (en ellos), aquella que nos va a permitir ir más allá. A los que nos falta esa fe, nos queda la aceptación de que ellos son los que, una vez más, nos van a sacar de ésta. Exhaustos, al límite del buen ánimo, desaliñados, muchas veces tristes, impotentes de no poder hacer más. Pero felices todos ellos de trabajar con la salud de todos, poniendo en juego la suya. En esta ocasión, al cuidado sanitario intensivo se une el emotivo. Chepeau.

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El (corona) virus global que nos retrata

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Llevo tiempo defendiendo, más como creencia (de las pocas que tengo) que como convicción histórica (no soy historiador, ni mucho menos) que hay coincidencias entre los inicios de los dos últimos siglos, año arriba, año abajo. Que, como la economía es cíclica, la historia, también, y se repite. Y que España, como estado diverso y complejo dividido en dos partes iguales y con capacidad de reconciliación sólo después de molerse a palos cuan dos hermanos que se aman y se odian al mismo tiempo, vive sociológicamente anclada en esa dualidad, a pesar de que tenga adversarios únicos como el Covid_19. Azules y rojos, una visión irreconciliable que todo lo juzga. Una simetría ideológica antagónica, cansina, marcada por la agenda aburrida de líderes políticos y seguidores serviles. Unos seguidores que, cual futboleros de bufanda, se posicionan con lealtad en cada una de las trincheras, de situaciones surgidas de… O de situaciones provocadas por… Unos políticos amigos de la mercadotecnia que se echan los trastos a la cabeza cuando hablan de las decisiones ejecutivas del otro porque -dirigidos por unos asesores sesudos- saben de marketing pero poco de gestión y mucho menos de política, entendida como el arte de (gobernar) la ciudad, ahora convertida en un supermercado de votos, no de voluntades. Es evidente que no es fácil gestionar una crisis como ésta, y que las decisiones no son fáciles. Todos somos conscientes que, visto lo visto, se podía haber hecho de otra manera y que se trabaja a destajo.

El Covi_19, la primera pandemia del XXI viene a suceder a la gran Gripe Española -curioso que adoptara ese nombre por vivir este país uno de los escasos momentos de progreso intelectual y político en la primera mitad de la centuria pasada-, que en España afectó a 8 millones de personas y mató a 300.000 de ellas a principios del siglo XX. Un drama. Una mortífera enfermedad que, tal y como vino -también en invierno y muy probablemente de China o Francia- se fue -en el verano de 2020, con el calor, pero año y medio después-, y cuyo misterio y capacidad de transmisión fue tan grande como la de ahora (los datos no son muy precisos, pero entre 40 y 50 millones de personas murieron, entre un 3 y un 6 por ciento de la población mundial). España tomó el nombre de aquella gripe, porque ningún país se atrevió a reconocer que se estaba dando -¿les suena? Eso es cosa de los chinos-, y que mucha gente se contagió y se murió. Muchos países europeos, entonces enzarzados en la I Guerra Mundial, se amordazaron en la negación para no mostrar debilidad. La versión moderna de aquella censura militar es el tacticismo político actual, que deja a un lado la gestión y la excelencia política, para dejarse llevar por un estúpido rédito electoral. El que dirán de la España inculta y pobre de inicios del siglo XX es el donde dije digo… actual. La revisión de la hemeroteca no afecta a los aparatos de los partidos actuales porque su auténtica máquina de la verdad depende del veredicto de esas masas de fieles seguidores de cada bloque. Si tu decides esto, yo opino lo contrario, sólo mientras no lo decido yo porque cuando yo lo hago deja de ser censurable… El background periodístico les saca los colores, pero sus seguidores los defienden con fidelidad servil: no hay escarnio público.

BUENISMO, EL LADO OSCURO DEL VIRUS

Dicen que el COVID_19 está sacando lo peor de esta sociedad. Y no es (del todo) cierto, aunque sí hay algunos parámetros, para mí, preocupantes. Esta crisis está dejándonos ver una (parte) sociedad enferma, malcriada, egoísta y señorita, por mucho que la queramos pintar de avanzada. Ni progresistas ni costumbristas o conservadores -otra vez, los de la machadiana Dos españas– se salvan de ese virus, amigo del monstruo de la corona, que se llama buenismo, lo que algunos psicólogos modernos, amigos de los hijos y voz ética de los padres, han promocionado a través de un mapa de ruta muy alejado de aquella idea inicial que, como suele ocurrir, la originó; jerarquización y diálogo, sí. Lo demás, el buenismo, producto de colegueo (mi hijo es mi amigo), culto a la sangre (mi hijo es el más…) y languidez en la autoridad (dejación de funciones y ausencia autónoma de la toma decisiones). El miedo a lo desconocido puede estar detrás del pánico, pero lo que causa terror de este virus, al que recetan aislamiento y confinamiento, es ver como (parte de) una sociedad débil y acostumbrada al albedrío, a la libertad caprichosa y a la abundancia, no puede dejar sus diferencias, el buenismo y la frivolidad para darse un buen sorbo de fuerza de voluntad, capacidad de esfuerzo y rigor para salir del bache. El pánico no está en el origen del saqueo de supermercados, sino más bien el vicio de la abundancia, el capricho y la ausencia de aceptación al ‘No’. En 1900 podían ser analfabetos, pero tal vez no (tan) maleducados. El corrosco de pan de entonces es hoy el rollo de papel higiénico de ahora, el producto estrella del saqueo coronavírico. Se ha pasado de escuchar el ruido de las tripas exhautas por la hambruna del inicio del siglo veinte, al culto al culo limpio del veintiuno, como si de ello dependiera el futuro. Todo, en poco menos de cien años. ‘Hambre teníais que haber pasado’, recuerdo que nos contaba mi abuelo. Hace poco se fue, y hace un poco más que perdió su brillantez, pero si mi abuelo hubiera conocido el coronavirus en su pleno apogeo, se hubiera indignado con su voz fina y carraspeada: ‘Ósperas, comenzaría seguro’ (era muy polite en eso del taco y el lenguaje popular) eso no se puede aguantar’, en referencia a la inconsciencia social de desobedecer la ‘recomendación’ de quedarse en casa. Eso no es progreso, me lo pinten como quieran. Me encantaría que la crisis, que se va a llevar muchas cosas, lo arrasara, se lo llevara consigo. Pero no acabo de creerlo.

La consecuencia de esa educación protectora, dirigista y blanda es este panorama aterrador que nos presenta hoy la sociedad, que se retrata de forma fideligna en el sucesor del cuarto poder, las redes sociales. La tecnología -de la que soy un defensor absolutamente convencido- ha democratizado muchas cosas, entre ellas la crítica y la información. Pero también ha traído el insulto global y ha ayudado a que ideas pobres hayan convertido las otras, probablemente las buenas, ideadas por los que saben, en pobres ideas. Los que se visten de perfil, tratando de acercar a bandos opuestos, son ignorados y, en el peor de los casos, reciben incomprensión de todos los lados: azules y rojos. Malos tiempos para el consenso. En tiempos de guerra, te matan sin preguntar.

El gran peligro del confinamiento es el aburrimiento. Más bien, la gestión del mismo. La dictadura de la agenda nos persigue. Y nos hace que el quédate en casa sea una losa, casi un salvoconducto para el cabreo y, si persiste, la depresión: ¡Qué largo se me hace, se lee en esos mensajes en los social networks. Amigos de lo inmediato y enemigos de la meditación y el análisis. Así nos va. Vemos incívicos y desobedientes ciudadanos a los que sólo la policía más contundente parecen respetar, pero a regañadientes y bajo multa. Y el virus, entre la calculadora clase política y la irreverente y caprichosa sociedad, encuentra el caldo de cultivo necesario para crecer. Y lo hace.

La mal entendida prudencia y la clase dirigente han hecho lo demás: más importante que la pandemia es quién tuvo mayor culpa, un esfuerzo inútil de una sociedad cansada del Y tú más. Por eso, cuando el otro día fui a la farmacia y me encaré con un señor mayor que me echó encara que él no dejaba la distancia de seguridad de dos metros para evitar contagios porque el gobierno había actuado tarde, me di cuenta que aquellos mayores, que vivieron el espanto de la guerra y la postguerra, no habían aprendido nada, se les había olvidado o bien, habían aprendido uno de los puntos flacos de la actual sociedad: vale sólo ganar, por supuesto, si son los míos. Y tampoco nuestra generación, aquellos que nacimos en el babyboom, causantes de ese mal llamado pensar que ‘todo es bueno’. Y no es así.

El buenismo de ahora es la mala educación de siempre. El niño consentido es maleducado, pero se le disfraza. La vara paterna es hoy para el profesor. Y el disimulo de la gente saltándose la alarma estatal y desafiando a la autoridad, es simplemente el consentimiento y el exceso, como la obsesión por el papel higiénico. En la cola de la farmacia vi como este señor bajaba la cabeza y no miraba. Seguramente, la bilis sacada de la mercadotecnia política, había sacado lo peor de él: su mala educación y su resentimiento. Me fui y ni me miró. Se calló al instante que le dije: usted diga lo que quiera y piense lo que quiera, pero póngase a metro y medio mío porque así evitamos los contagios. Cual chiquillo. Entre los refunfuñones nostálgicos y los consentidos niños -y no tan niños-, muchos de ellos hijos de los hijos de ’68, hemos convertido este confinamiento en una quimera para alegría de un virus que corre por nuestras calles sin piedad, cual botellón de viernes o sábado noche. Tenemos lo que merecemos.

Hay quien dice que, después de este parón del coronavirus, nada va a ser lo mismo. Si desaparecen estos especímenes, los ideólogos que los exaltan, los creadores que los consienten y los amargados que los tutelan, habremos conseguido algo. Y será bueno. Pero mucho me temo que este virus no sea más que el comienzo de una época dura para una sociedad que ha tocado el cielo de la exhuberancia y que va a tener que adaptarse a tiempos en los que el aburrimiento -desterrado por esta generación por alertar a lo improbable y lo desconocido-, la fuerza de voluntad, la autonomía y la desprotección van a hacer una sociedad más ruda, menos estridente, pero tal vez más educada. Esperemos.

BROTES VERDES… NO TODO ES MALO

Y me dirás, un poco catastrofista, ¿no?. Tal vez, sea así. Tal vez, un periodista siempre ve el lado más noticiable de la actualidad que, habitualmente, suele ser el malo. Porque lo que es noticia es lo relevante, lo actual y lo que causa interés mayoritario -eso, en sentido estricto- Pero es evidente que el aislamiento está sacando también muchas cosas buenas. ¿Por qué destaca menos? Porque son menos histriónicas, porque no persiguen el enfrentamiento y sí el consenso. Y eso no destaca, no es interesante. La clase media de la sociedad sana, la que colabora balcón a balcón, la que es solidaria, la que pide compromiso y obediencia por encima de la disensión, no se hace viral, no recibe apoyo, no es destacable. Hay algunos temas -pocos- que aúnan, como las quedadas en los balcones para aplaudir el trabajo de los profesionales de la sanidad y de otros muchos sectores, todas ellas destacadas en esta crisis. Y la gente se siente bien haciéndolo. Ese brote verde me permite esbozar una sonrisa de optimismo. Pero hace falta que hagamos que el megáfono de estos hechos acalle el rencor de los que se machacan y nos machacan a todos con su bilis

Otro día, en este que pretende que sea una especie de #DiarioCV_19 de sensaciones y reflexiones, hablaré de todas las iniciativas que se crean, la visualización de la sociedad post crisis, etc. Intentaremos aprovechar este confinamiento responsable en una plataforma para la reflexión y el debate tranquilo.

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El (corona) virus global que nos retrata

Reflexiones en confinamiento, por Daniel Hermosilla
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Llevo tiempo defendiendo, más como creencia (de las pocas que tengo) que como convicción histórica (no soy historiador, ni mucho menos) que hay coincidencias entre los inicios de los dos últimos siglos, año arriba, año abajo. Que, como la economía es cíclica, la historia, también, y se repite. Y que España, como estado diverso y complejo dividido en dos partes iguales y con capacidad de reconciliación sólo después de molerse a palos cuan dos hermanos que se aman y se odian al mismo tiempo, vive sociológicamente anclada en esa dualidad, a pesar de que tenga adversarios únicos como el Covid_19. Azules y rojos, una visión irreconciliable que todo lo juzga. Una simetría ideológica antagónica, cansina, marcada por la agenda aburrida de líderes políticos y seguidores serviles. Unos seguidores que, cual futboleros de bufanda, se posicionan con lealtad en cada una de las trincheras, de situaciones surgidas de… O de situaciones provocadas por… Unos políticos amigos de la mercadotecnia que se echan los trastos a la cabeza cuando hablan de las decisiones ejecutivas del otro porque -dirigidos por unos asesores sesudos- saben de marketing pero poco de gestión y mucho menos de política, entendida como el arte de (gobernar) la ciudad, ahora convertida en un supermercado de votos, no de voluntades. Es evidente que no es fácil gestionar una crisis como ésta, y que las decisiones no son fáciles. Todos somos conscientes que, visto lo visto, se podía haber hecho de otra manera y que se trabaja a destajo.

El Covi_19, la primera pandemia del XXI viene a suceder a la gran Gripe Española -curioso que adoptara ese nombre por vivir este país uno de los escasos momentos de progreso intelectual y político en la primera mitad de la centuria pasada-, que en España afectó a 8 millones de personas y mató a 300.000 de ellas a principios del siglo XX. Un drama. Una mortífera enfermedad que, tal y como vino -también en invierno y muy probablemente de China o Francia- se fue -en el verano de 2020, con el calor, pero año y medio después-, y cuyo misterio y capacidad de transmisión fue tan grande como la de ahora (los datos no son muy precisos, pero entre 40 y 50 millones de personas murieron, entre un 3 y un 6 por ciento de la población mundial). España tomó el nombre de aquella gripe, porque ningún país se atrevió a reconocer que se estaba dando -¿les suena? Eso es cosa de los chinos-, y que mucha gente se contagió y se murió. Muchos países europeos, entonces enzarzados en la I Guerra Mundial, se amordazaron en la negación para no mostrar debilidad. La versión moderna de aquella censura militar es el tacticismo político actual, que deja a un lado la gestión y la excelencia política, para dejarse llevar por un estúpido rédito electoral. El que dirán de la España inculta y pobre de inicios del siglo XX es el donde dije digo… actual. La revisión de la hemeroteca no afecta a los aparatos de los partidos actuales porque su auténtica máquina de la verdad depende del veredicto de esas masas de fieles seguidores de cada bloque. Si tu decides esto, yo opino lo contrario, sólo mientras no lo decido yo porque cuando yo lo hago deja de ser censurable… El background periodístico les saca los colores, pero sus seguidores los defienden con fidelidad servil: no hay escarnio público.

BUENISMO, EL LADO OSCURO DEL VIRUS

Dicen que el COVID_19 está sacando lo peor de esta sociedad. Y no es (del todo) cierto, aunque sí hay algunos parámetros, para mí, preocupantes. Esta crisis está dejándonos ver una (parte) sociedad enferma, malcriada, egoísta y señorita, por mucho que la queramos pintar de avanzada. Ni progresistas ni costumbristas o conservadores -otra vez, los de la machadiana Dos españas– se salvan de ese virus, amigo del monstruo de la corona, que se llama buenismo, lo que algunos psicólogos modernos, amigos de los hijos y voz ética de los padres, han promocionado a través de un mapa de ruta muy alejado de aquella idea inicial que, como suele ocurrir, la originó; jerarquización y diálogo, sí. Lo demás, el buenismo, producto de colegueo (mi hijo es mi amigo), culto a la sangre (mi hijo es el más…) y languidez en la autoridad (dejación de funciones y ausencia autónoma de la toma decisiones). El miedo a lo desconocido puede estar detrás del pánico, pero lo que causa terror de este virus, al que recetan aislamiento y confinamiento, es ver como (parte de) una sociedad débil y acostumbrada al albedrío, a la libertad caprichosa y a la abundancia, no puede dejar sus diferencias, el buenismo y la frivolidad para darse un buen sorbo de fuerza de voluntad, capacidad de esfuerzo y rigor para salir del bache. El pánico no está en el origen del saqueo de supermercados, sino más bien el vicio de la abundancia, el capricho y la ausencia de aceptación al ‘No’. En 1900 podían ser analfabetos, pero tal vez no (tan) maleducados. El corrosco de pan de entonces es hoy el rollo de papel higiénico de ahora, el producto estrella del saqueo coronavírico. Se ha pasado de escuchar el ruido de las tripas exhautas por la hambruna del inicio del siglo veinte, al culto al culo limpio del veintiuno, como si de ello dependiera el futuro. Todo, en poco menos de cien años. ‘Hambre teníais que haber pasado’, recuerdo que nos contaba mi abuelo. Hace poco se fue, y hace un poco más que perdió su brillantez, pero si mi abuelo hubiera conocido el coronavirus en su pleno apogeo, se hubiera indignado con su voz fina y carraspeada: ‘Ósperas, comenzaría seguro’ (era muy polite en eso del taco y el lenguaje popular) eso no se puede aguantar’, en referencia a la inconsciencia social de desobedecer la ‘recomendación’ de quedarse en casa. Eso no es progreso, me lo pinten como quieran. Me encantaría que la crisis, que se va a llevar muchas cosas, lo arrasara, se lo llevara consigo. Pero no acabo de creerlo.

La consecuencia de esa educación protectora, dirigista y blanda es este panorama aterrador que nos presenta hoy la sociedad, que se retrata de forma fideligna en el sucesor del cuarto poder, las redes sociales. La tecnología -de la que soy un defensor absolutamente convencido- ha democratizado muchas cosas, entre ellas la crítica y la información. Pero también ha traído el insulto global y ha ayudado a que ideas pobres hayan convertido las otras, probablemente las buenas, ideadas por los que saben, en pobres ideas. Los que se visten de perfil, tratando de acercar a bandos opuestos, son ignorados y, en el peor de los casos, reciben incomprensión de todos los lados: azules y rojos. Malos tiempos para el consenso. En tiempos de guerra, te matan sin preguntar.

El gran peligro del confinamiento es el aburrimiento. Más bien, la gestión del mismo. La dictadura de la agenda nos persigue. Y nos hace que el quédate en casa sea una losa, casi un salvoconducto para el cabreo y, si persiste, la depresión: ¡Qué largo se me hace, se lee en esos mensajes en los social networks. Amigos de lo inmediato y enemigos de la meditación y el análisis. Así nos va. Vemos incívicos y desobedientes ciudadanos a los que sólo la policía más contundente parecen respetar, pero a regañadientes y bajo multa. Y el virus, entre la calculadora clase política y la irreverente y caprichosa sociedad, encuentra el caldo de cultivo necesario para crecer. Y lo hace.

La mal entendida prudencia y la clase dirigente han hecho lo demás: más importante que la pandemia es quién tuvo mayor culpa, un esfuerzo inútil de una sociedad cansada del Y tú más. Por eso, cuando el otro día fui a la farmacia y me encaré con un señor mayor que me echó encara que él no dejaba la distancia de seguridad de dos metros para evitar contagios porque el gobierno había actuado tarde, me di cuenta que aquellos mayores, que vivieron el espanto de la guerra y la postguerra, no habían aprendido nada, se les había olvidado o bien, habían aprendido uno de los puntos flacos de la actual sociedad: vale sólo ganar, por supuesto, si son los míos. Y tampoco nuestra generación, aquellos que nacimos en el babyboom, causantes de ese mal llamado pensar que ‘todo es bueno’. Y no es así.

El buenismo de ahora es la mala educación de siempre. El niño consentido es maleducado, pero se le disfraza. La vara paterna es hoy para el profesor. Y el disimulo de la gente saltándose la alarma estatal y desafiando a la autoridad, es simplemente el consentimiento y el exceso, como la obsesión por el papel higiénico. En la cola de la farmacia vi como este señor bajaba la cabeza y no miraba. Seguramente, la bilis sacada de la mercadotecnia política, había sacado lo peor de él: su mala educación y su resentimiento. Me fui y ni me miró. Se calló al instante que le dije: usted diga lo que quiera y piense lo que quiera, pero póngase a metro y medio mío porque así evitamos los contagios. Cual chiquillo. Entre los refunfuñones nostálgicos y los consentidos niños -y no tan niños-, muchos de ellos hijos de los hijos de ’68, hemos convertido este confinamiento en una quimera para alegría de un virus que corre por nuestras calles sin piedad, cual botellón de viernes o sábado noche. Tenemos lo que merecemos.

Hay quien dice que, después de este parón del coronavirus, nada va a ser lo mismo. Si desaparecen estos especímenes, los ideólogos que los exaltan, los creadores que los consienten y los amargados que los tutelan, habremos conseguido algo. Y será bueno. Pero mucho me temo que este virus no sea más que el comienzo de una época dura para una sociedad que ha tocado el cielo de la exhuberancia y que va a tener que adaptarse a tiempos en los que el aburrimiento -desterrado por esta generación por alertar a lo improbable y lo desconocido-, la fuerza de voluntad, la autonomía y la desprotección van a hacer una sociedad más ruda, menos estridente, pero tal vez más educada. Esperemos.

BROTES VERDES… NO TODO ES MALO

Y me dirás, un poco catastrofista, ¿no?. Tal vez, sea así. Tal vez, un periodista siempre ve el lado más noticiable de la actualidad que, habitualmente, suele ser el malo. Porque lo que es noticia es lo relevante, lo actual y lo que causa interés mayoritario -eso, en sentido estricto- Pero es evidente que el aislamiento está sacando también muchas cosas buenas. ¿Por qué destaca menos? Porque son menos histriónicas, porque no persiguen el enfrentamiento y sí el consenso. Y eso no destaca, no es interesante. La clase media de la sociedad sana, la que colabora balcón a balcón, la que es solidaria, la que pide compromiso y obediencia por encima de la disensión, no se hace viral, no recibe apoyo, no es destacable. Hay algunos temas -pocos- que aúnan, como las quedadas en los balcones para aplaudir el trabajo de los profesionales de la sanidad y de otros muchos sectores, todas ellas destacadas en esta crisis. Y la gente se siente bien haciéndolo. Ese brote verde me permite esbozar una sonrisa de optimismo. Pero hace falta que hagamos que el megáfono de estos hechos acalle el rencor de los que se machacan y nos machacan a todos con su bilis

Otro día, en este que pretende que sea una especie de #DiarioCV_19 de sensaciones y reflexiones, hablaré de todas las iniciativas que se crean, la visualización de la sociedad post crisis, etc. Intentaremos aprovechar este confinamiento responsable en una plataforma para la reflexión y el debate tranquilo.

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