Exceso de símbolos

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Un símbolo es un signo que establece una relación de identidad con una realidad, generalmente abstracta, a la que evoca o representa.

WIKIPEDIA

La esvástica significa buena fortuna en origen, pero en el pensamiento colectivo es intolerancia, violencia, agresividad, la representación de uno de los episodios más infames de la historia universal. Su uso está prohibido en Alemania, y sancionado en el resto del planeta. El arcoiris representa la lucha contra todas las fobias e intolerancias relacionadas con el género. La cruz representa a los cristianos, y los colores a los equipos de fútbol y así hasta el infinito. Simbología, sin más. En política, los símbolos se transforman en campañas, simétricamente compartimentadas entre partidarios y detractores, sea cual sea tu color. En definitiva, los ciudadanos de a pie hemos de convivir con esta tendencia maniquea que tantas veces padecemos, por exceso o por defecto.

La representación sensorial de una idea, sería otra acepción del símbolo, que es el objeto de estudio de la simbología. Cuando nos quedamos en la representación y nos olvidamos de la realidad, ésta nos deja en evidencia. Los símbolos son, históricamente, algo más que decir que una bandera es un trapo, una cruz un trozo de madera, o una mascarilla, el símbolo de la sensatez de la pandemia, el que ha servido para evaluar a los buenos y los malos ciudadanos durante uno de los peores periodos que, como colectivo, vamos a vivir en nuestra vida.

El debate de la mascarilla (y la libertad, que daría para unos cuantos posts más) va mucho más allá de la evidencia científica que establece que, en espacios cerrados y mal ventilados, su uso previene de contagios. Pero no sólo de mascarilla vivimos en la sociedad actual, aunque su uso nos ha dejado huérfanos de caras, ha perjudicado nuestra expresión y comunicación y aumentado nuestra distancia interpersonal. Nadie puede dudar de que la mascarilla es el elemento psicológico de la pandemia que más ha modificado nuestra vidas, lo que llamé hace un tiempo Sonrisas ocultas. Y seguramente sólo por eso se mantiene. El mensaje es: cuidado, esto no ha cambiado. Y lo que percibe la sociedad es ojo, esto está cambiando. En la toma de decisiones no sólo hay que tomar buenas decisiones, sino elegir el momento de tomarlas.

Los que hoy reniegan del símbolo de la mascarilla (negacionistas) son los primeros que se aúpan al carro de la simbología patriótica, por ejemplo, la bandera. La simbología suele excederse en su uso y eficacia en situaciones tensas o complejas. Una guerra, una situación social de protesta, un momento de debilidad ética, de dominio político. Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo. Ese maniqueísmo siempre es interesado y tiene un objetivo: incidir en la conducta y el pensamiento de los que anidan con su doctrina. O sea, adoctrinan.

Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo.

Ya escribí algo parecido cuando hablé de las militancias, y una de las herramientas de toda militancia es la simbología, con una agravante: seas o no sea de esta tendencia o incluso secta, su parecer (ejercicio de imponer un criterio particular a todo un colectivo), será de obligado cumplimiento para todos. Es el caso del aborto, cuya prohibición coarta mi libertad de decidir si quiero tener un hijo o no…. por la superioridad moral de los que hablan de algo que no les pertenece, la libertad individual a decidir cómo quieres vivir dentro de un mínimo rigor ético. «La mascarilla es el símbolo de esta pandemia», le escuché decir a un político en pleno debate sobre si es necesario su uso, o no. Un símbolo que señala culpables, al incumplidor, al no-normativo, vigila, pero también previene y sana, quizás lo menos conocido y valorado de todo, tal vez porque el carácter excesivamente estricto de su normativa, provoca antipatía y reduce su aceptación. Mantener un símbolo, con consecuencias sociales, para recordar lo mal que lo hemos pasado, me parece un doble error: primero de eficacia y posteriormente de desafección. El primero, porque ya no cumple con su precepto principal: evitar contagios, siempre al aire libre y en espacios no ventilados (en realidad, en estos espacios, es probable que nunca fuera eficaz y sí símbolo de advertencia y temor). Al mismo tiempo que nos la quitamos en una terraza rodeados de gente, nos la ponemos cuando nos levantamos y estamos en medio de la montaña. De locos. Y el segundo porque su uso obligatorio y generalizado afecta anímicamente y pierde rigor (cuando excedes en una norma restrictiva, el efecto que se logra es el contrario). Consecuencia de ello, la desconexión y la desafección, el peor de los escenarios para obtener resultados adecuados en momentos de gran tensión. Las campañas de símbolos son eso, campañas. Y sólo afectan a los que se las creen.

Valga esta reflexión a todo uso excesivo del símbolo, que se queda en la superficie de las cosas y que aleja a sus mentores de quienes la perciben. Y pasa con todo lo que se aborda desde el marketing, una actividad esencial para llamar la atención y promover el engagement , pero que no puede ser utilizado en términos de gestión y norma. Algo así percibo e intuyo que nos está pasando a los periodistas con esta pandemia. El exceso (y orientación casi siempre negativa) de información está provocando un hastío y una desafección de los medios con su público objetivo, como también le pasa a la política por la misma razón (y otras muchas más). Pero de eso, hablaré en otro momento. El uso excesivo de la simbología como una estrategia de gestión se suele percibir en la ciudadanía como un abuso. Por supuesto que ese abuso también se convierte en símbolo de los que militan en el otro polo defendiendo una mal entendida libertad.

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Militancias

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para que parezca que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieres»

Obama, Barack. Una tierra prometida (Spanish Edition)

Con esta frase, Axe, uno de los colaboradores más estrechos de Barck Obama en su carrera a la Casa Blanca, convenció al futuro presidente que los electores no necesitan argumentos sino emociones para decantar su voto. Necesitan creer, más allá de las ideas. La mayoría de electores no son militantes, pero cualquier mensaje ha de lograr que lo sean por un día, al menos durante la votación. La militancia exige cierta dosis de fe. Y a mi, que soy todo lo contrario a un militante, me cuesta comprender y empatizar con todos los que lo son (la mayoría).

Como siempre digo es más fácil creer en Dios que negar su existencia. Con la militancia a mi me pasa un poco lo mismo. A mi entender, lo malo de este tiempo que estamos viviendo es que se otorga un valor desmesurado a las etiquetas, militancias que a veces sancionan la racionalidad e impiden la naturalidad y me atrevería a decir que la lógica, lo que a la larga acaba de alejar a la gente de ellas. Militancias que, en tiempos de crisis, se acentúan.

«A mi me da igual la política, a mi me importa Euskalerria y me da igual lo demás.. como si tendría que matar a alguien de mi familia. De la política paso, sólo me importa Euskalerria», dice Joxe Mari, el militante de ETA, protagonista de la excepcional novela de Fernando Aramburu, Patria, llevada al cine en formato serie por Aitor Gabilondo, también con un resultado excelso. La inercia de cualquier idea sin reflexión te lleva a lo contrario de la génesis de cualquier ingenua teoría: la irracionalidad. 

Cambiando radicalmente de tercio, militancia similar ocurre al extirpar el halago de la ternura para combatir al cosismo. Embellecer la vida nunca puede ser motivo de afrenta. La soez utilización del piropo no puede acabar con su existencia, sino que ha de provocar la censura de quien hace del mismo un uso chabacano y lejano a su origen, además de alentar ese cosismo. El bombón es dulce y agrada. Todo lo demás, seguramente son prejuicios. Toda militancia llevada a su extremo acaba en intolerancia y en polarización. Es, para mi, una consecuencia intelectualmente irrefutable. Otra cosa es el disfraz con el que el marketing político, ideológico o de fe lo endulce.

Militantes del miedo

También, la militancia al miedo como es en el caso de la pandemia. Para mi, la única militancia que me deja la o el Covid es la evidencia científica (afortunadamente recuperada tras banalizar otras riquezas). Este rigor de la ciencia va mucho más allá de la norma derivada de la compleja gestión de la pandemia, que más bien nace de enviar un mensaje de advertencia, de miedo. Ya hablé de que en la gestión del Covid19 en el mundo hay más de alerta de comunicación que de alerta sanitaria. Eso si, ¡ojo! nada de negar la evidencia: el puto virus existe, está ahí, es mortífero, y es necesario y éticamente exigible delimitar nuestra libertad personal para evitar el mayor número de muertes. Porque el virus mata.

Todos tenemos casos muy cercanos de que esto va en serio y de que ha provocado mucho dolor. Pero también hemos de asimilar que esto no es eterno y que, cuando pase, seguiremos teniendo una vida por delante, seguramente muy similar a la que teníamos, aunque la crueldad del presente nos impida ver más allá del día con optimismo. ‘Nada será igual‘, dicen algunos. Pues sí, nada será igual pero todo será muy parecido y nuestra memoria arrinconará este año y pico de virus. Porque el olvido (que no la memoria histórica) del dolor es siempre necesario.

El virus mata, pero el miedo militante aniquila. Y entre uno y el otro, casi prefiero el riesgo a la muerte que la muerte en vida del miedo. Hace unos días, un amigo me comentaba que los psiquiatras están ya en alerta de lo que nos viene encima tras esta pandemia, que -dicen- será mucho peor que la propia enfermedad. E intuyo que puede ser así por lo que observo en la gente. De qué sirve sobrevivir si las secuelas anímicas son mucho peor que los efectos secundarios del virus? Tengo otro concepto de supervivencia. Es más una reflexión y una decisión personal, que quiero compartir. Soy tremendamente consciente que cada uno lleva estas cosas como siente, como puede o como se lo permite su miedo y su historia. Y lo entiendo, pero lo tengo claro: primero vivir porque puedo sobrevivir a la Covid pero puedo morir de cualquier otra cosa, incluso de miedo.

Fidelidad

Hay muchas clases de militancias, tantas como sentidos de pertenencia a grupos tengamos. La militancia, aclaro, no es per se perniciosa, sino al contrario. Es necesaria para generar las suficientes mayorías que son las que mueven los hilos del mundo. Pero sí es perniciosa esa militancia moderna que ha sancionado el espíritu crítico en favor de la homogeneidad. Ideología sin fisuras. Ciertas militancias se han convertido en ejercicios protocolarios. Y es que cada vez veo más la militancia como un modo de fidelidad, más allá de la razón. Eso sí, militancia positiva, como la fidelidad, siempre que no caigas en la desidia…

Yo soy incapaz de defender cualquier cosa que no creo o siento. Y ni siquiera acepto una norma porque sí, lo cual me ha generado algún que otro problema. Pero las normas son cambiantes, y  dependen de las personas que las legislan y las sociedades que, de forma consensuada, las hacemos regir como acuerdo social de convivencia. Pero ya he superado ese conflicto: acepto una norma aunque no crea ni confíe en ella. Simplemente la cumplo. Eso sí, que nadie me pida evangelización sobre algo que cumplo pero no comparto. De eso se ocupa la militancia. Me encanta la libertad de defender lo que soy, lo que pienso y lo que siento, por encima de etiquetas. Me equivoqué con la equidistancia. No soy equidistante. Me equivoqué con la neutralidad. No soy neutral. Simplemente defiendo una realidad cambiante, mi esfuerzo de adaptación a mi entorno y mi única pretensión de construir puentes de acuerdo y concordia, nunca de polarización y enfrentamiento.

La historia de la humanidad ha construido diabólicas historias en nombre de militancias irracionales, de ideologías sectarias, de creencias  religiosas o de estructuras piramidales con fórmulas mágicas que prometen la felicidad o el paraíso en forma de dictaduras monocolores, protegiéndose de los demás como sólo se puede hacer: para saber qué o quién soy, ven y entra. Aceptemos la disensión como algo normal que nos ha de llevar por lógica al acuerdo con contrarios (no enemigos). Por ello, hago de la escucha, mi valor (aunque no siempre lo logre), y de la eliminación de etiquetas, un intento de romper con los tópicos. La defensa de cualquier consigna no deja de ser una pérdida de parte de tu libertad personal, no siempre en favor de un bien superior cómo podría ser la concordia sino muchas veces como un elemento de enfrentamiento y polarización. Y no sólo en la sociedad, sino en tu propia vida.

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Tomemos nota

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El Tratado de Versalles, que tuvo más de armisticio con caducidad que de acuerdo de paz, cerró en falso la I Guerra Mundial. Poco después, Adolf Hitler redefinió al Partido Obrero Alemán con el apellido de Nacionalsocialismo, una mezcla macabra en que convirtió el coraje obrero en supremacismo y flama patriótica, gasolina para la trágica reedición mundial de guerra, la segunda en la primera mitad de siglo. Un macabro período en que, además en España, tuvimos que añadir la contienda entre propios, como cuando dos hermanos se pegan por unas ideas o por una herencia. Infame. Todo ello pasó hace un siglo, en 1920, justo cuando la mayor pandemia de la historia, la conocida como Gripe Española, había quedado atrás, con números que nada tienen que ver con los de ahora: entre 60 i 100 millones de muertos (estimaciones, porque no hay datos oficiales), cifras que superaron al total de fallecidos la primera gran guerra de la centuria. Un tercio de la población mundial se contagió. Hoy, con 81 millones de contagios i 1,8 millones de muertos, ni por asomo, se asemeja, afortunadamente.

Pero ello no le resta ni gravedad ni preocupación a la actual pandemia. Al contrario, le da valor a lo logrado en un siglo, en el que la ciencia y la medicina (más extendida y universal que nunca) han cobrado más importancia, si cabe. Y ello ha permitido sin duda reducir la letalidad. Sin restar importancia, el control de la letalidad de la enfermedad (entre otras cosas, porque no ha afectado a los países más pobres, como sí aquella), hace que, junto a la recién estrenada vacunación, nos tengamos que felicitar de vivir esta era, por mucho que el ruido, las corruptelas que invaden todos los ámbitos, y la crispación nos lleven a pensar en la apocalipsis. Ni de lejos. La mayoría silenciosa sigue gobernando por mucho que la estridencia de los más ruidosos haga que parezca lo contrario.

Vacuna y distensión

Como decíamos, la incipiente vacunación debe marcar el camino de la normalidad. Pero además de paralizar el coronavirus, las vacunas han de poder neutralizar todo lo que nos ha venido con ella: el abandono (incluso oposición) de la idea de globalidad y mentes abiertas, la recuperación de fronteras como medida de protección, incluso para los más liberales del planeta. Si nos enrocamos en la idea de que primero América o Europa o España, etc, o sea, primero lo nuestro, pondremos un freno artificial a nuestra evolución como civilización, sin duda, como ya ha venido demostrando la historia, con las diferentes barreras al progreso que se han creado con el avance científico y tecnológico que, a la larga, es el mayor generador de equidad e igualdad.

La distancia social no puede derivar en un ombliguismo o mal de insularidad (como el Brexit inglés, de fuerte tradición británica, por cierto), sino todo lo contrario. La pandemia nos ha obligado a tomar soluciones globales a problemas colectivos con incidencia individual (el contagio nos hace depender de la actitud de los demás). La cinematografía de ciencia ficción está llena de películas y series en los que la Tierra es devastada, sin especificar quién es culpable y sí una realidad de quedar todo arrasado. La suma de muchos yo, por sí misma, no genera un beneficio colectivo, sino la suma coral de esos mismos yo, con la supervivencia como objetivo. Miedo me da que, superada las consecuencias pandémicas y la sociedad recupere su actividad, reeditemos viejas rencillas aparcadas, y con más tensión y virulencia, seamos incapaces de reescribir la historia de este siglo lejos de la barbarie del anterior.

La recuperación económica, la igualdad social, la garantía de todas libertades, la tolerancia, la empatía y la solidaridad deben ser parte de la dosis que introducimos en cada jeringa de las múltiples vacunas desarrolladas en nombre de la ciencia, la única que ha salido bien parada de todo este enredo. A pesar de ser relegada durante años de la agenda política, la ciencia y la investigación han subsistido y como leales soldados de la vida, nos han devuelto la esperanza. Y aunque la memoria es muy frágil y selectiva y pronto se nos olvidará lo vivido, no nos dejemos enredar por discursos emotivos y fáciles. Tomemos nota.

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Culpables

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Debo ser un raro (a veces lo pienso), pero no me gusta la culpa, ni la propia ni la ajena. Responsabilidad, sí. Culpa, no. Y en éstas, que la culpa es el principal arma arrojadiza en la esfera, no sólo política, sino personal. Pasa una cosa y el ‘presunto’ culpable se defiende: «no ha sido mi culpa». El problema de esto es cuando viene sobre hechos que pasan, que nos pasan, no que hacemos. El enfermo no puede sentirse culpable de enfermar, la mujer violada no debe avergonzarse de que un energúmeno con nula tolerancia a la culpa, se aproveche de ella y la humille, el agresor sobre su víctima, o el terrorista sobre inocentes, etc. Pero pasa. Suele el agresor generar duda en la víctima, para vencer una de las batallas más importante, la psicológica. La culpa es una arma, de defensa y ataque, un argumento perverso, en muchas ocasiones un justificante de autoridad, generalmente repartiendo pecados y no generando responsabilidades, que sería lo suyo. Y, por último, la culpa entraña miedo a ser juzgado y, por tanto, excede a la autogestión.

Que toda decisión tiene sus consecuencias, es irrefutable, al menos para mi. Que no hay peor culpa que la propia, que la que uno mismo se genera, sin duda que también. La culpa en tu piel duele más, porque te convierte a ti mismo en tu propio enemigo. En un hecho traumático (un accidente, por ejemplo) en el que tú eres responsable o sujeto activo, sobrevivir es ya en sí una condena; la muerte, sin duda, es la ejecución, pero sin culpa, por inconsciencia. La defensa de una culpa es un trabajo agónico, casi diría yo draconiano, y no suele desaparecer. Porque la tolerancia humana sobre la culpa es cero, nula, casi imposible. Trabajar en convertir la culpa en responsabilidad es un ejercicio excelente, yo lo aconsejo. Considerar la culpa como anomalía (algo pasajero) y no como dolencia es un primer paso. El siguiente es el de humildad: todos nos equivocamos, y muchas veces. Empecinarnos en disimular nuestro error y, por tanto, defendernos de nuestra hipotética culpa aún a sabiendas que no es así, nos genera más ansiedad que alivio. Y yo en mi vida le he declarado la guerra a la ansiedad, he naturalizado el error y he apuntalado mi sentido de responsabilidad. Toda acción tiene consecuencias, y asumirlo cuanto antes, la mejor terapia.

Trasladado a la vida público o a la clase política, el territorio de la culpa es casi una necesidad. Y probablemente, el del periodismo: casi la gran totalidad de causas generadoras de noticias son de culpa. Destacar lo positivo no suele ser noticia, más que en determinadas situaciones, casi siempre con carácter emocional (recuérdese los aplausos a los sanitarios a las ocho de la tarde durante el confinamiento). Si mi argumento (político) nace de tu culpa (error, voluntario o intencionado), poco podremos extraer para la causa de la solución. Y, en relación con la pandemia, hay una cosa clara: la culpa siempre es del otro, que no cumple las normas, pero mi causa (excusa o argumento), siempre justifica mi acción, por muy culpables que nos hagan sentir.

Confinamiento navideño

Acabo. Tal vez me equivoco, pero por lo que he pulsado (a veces entre líneas), la gran mayoría de la gente hubiera entendido un confinamiento total durante la Navidad, que no ha llegado porque nadie de los que gestionan se han atrevido a hacer lo que debían hacer: cuidarnos a todos. Las autoridades lo son, y para ello cobran, para tomar decisiones, las mejores para nuestra sociedad, por muy duras que sean. El cálculo electoral (coste en votos de algunas medidas) debe ser un motivo de repulsa social en futuras consultas. Lejos de ello, ese cálculo se produce por nuestra propia respuesta como ciudadanos, que castigamos al que decide algo que, aunque no nos guste, sabemos que es necesario.

Y una vez se ha decidido por recomendar y/o no prohibir, todos (o muchos) hemos encontrado la manera de superar la necesidad de auto-confinamiento para, al pie de la letra literal de la norma, celebrar la Navidad, por mucho que nuestra cabeza nos diga que hacerlo es una temeridad. Ni culpo, ni me culpo. Pero sé que si soy prudente, evitaré sentirme culpable o que alguien me haga sentirme culpable. El miedo es libre; la culpa, del diablo.

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Ganando al tiempo

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«Prefiero tus ganas sin tiempo que tu tiempo sin ganas»

De la escritora @Mapirom (Instagram)

Huir del conflicto no asegura la felicidad, pero ayuda, como el dinero. Y además, descabalga al que hace del enfrentamiento su modo de relación y, en el peor de los casos, su estilo de vida. Y no hablo de mirar otro lado, ni tampoco me refiero ni a la política ni a la vida profesional. En esta ocasión, hablo de la vida personal.

El conflicto nace de nuestra incapacidad para la tolerancia, que se traslada a nuestra vida. Es la ya mítica diferencia entre tus bragas y mis calzoncillos en el suelo. Las primeras me molestan a mi. Los segundos, a ti. Nos molesta lo que hacen los demás, aunque sea idéntico a lo que hago yo. Así jugamos, así lo hacemos. El yo por encima del nosotros, el orden por delante de la improvisación. El barco se hunde cuando uno pesa más que el otro.

Con el tiempo he aprendido que las ganas de… hacen más que el tiempo para… Cuando alguien te pide más tiempo, en el fondo lo que está haciendo es limitar el tuyo e imponer el suyo sobre cualquier otro, imponer su forma de emplear el tiempo, que es lo mismo, seguir sus tiempos, que no coinciden siempre con los tuyos. Más bien, casi nunca coinciden. Emotivamente, prefiero las ganas al tiempo, la cualidad a la cantidad y la tolerancia a la imposición. Y ya en equipo, el nosotros al yo, entendiendo el primero como una parte no simétrica, sino mágicamente desigual, pero no de forma habitual, sino cariñosamente improvisada. Porque la convivencia requiere de eso, de cierto orden convivencial pero también de cierto caos emotivo.

Quien se muestra exigente al imponer su criterio lo es también en imponer su tiempo, y por extensión sus tiempos. Qué bonito es eso del beso robado, algo así como la foto improvisada. Qué bonita es una casa en construcción. Cada vez me gusta más la imperfección, y la que más la mía. Me hace sentir libre porque en el fondo, me hace más libre. La imperfección hace que cada vez gane la batalla del tiempo, el mío.

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Ilusos

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El vodevil eterno en el que nos despertamos todos los días a causa de la gestión de la pandemia que nos asola no puede sorprendernos. Si lo hace, es que pecamos de ilusos. Nada en comunicación es casual, todo es meditado, todo está medido, todo tiene su sentido. Y nosotros buscando una explicación lógica a tanta algarabía y a tanto caos.

La mayoría hablamos y tenemos déficit en escucha. Todos, sin excepción. Otra cosa son los grados. Hay gente escuchante, muy fan de los silencios, que agradece una buena conversación, que escucha con interés, y casi siempre se siente atraída por asuntos interesantes. La clave, además de la actitud del hablante, está en su capacidad de captar la atención, no a través del canal o el código, sino del mensaje. Un buen tema, bien tratado, bien escrito, bien argumentado y bien resuelto es una delicia.

Nos gusta escucharnos, no escuchar al otro, yo el primero, aunque intento deshacerme de ese enorme defecto. Difícil. Y la comunicación se resiente. Tendemos al monólogo y desconectamos con la réplica, en muchas ocasiones para dar una nueva versión de nuestra visión en el turno posterior, a veces porque no tenemos el más mínimo interés de escuchar lo que el otro nos va a decir.

En la relación interpersonal el resultado suele ser la incomunicación y, en el peor de los casos, la disputa y la ruptura. El monólogo alimenta el ego y desnutre el consenso debilitando la relación hasta el límite: la soledad, de la que os hablé en Sonrisas ocultas. En la relación social es la génesis del conflicto. Una pancarta sin respuesta, una consigna en voz alta, un alegato sin autocrítica, un mensaje coral y sin respuesta. Escuchamos a los que queremos oír, y solemos oír a los que nos dicen lo que queremos escuchar. La no-escucha está en el origen de la polarización. Y ésta es cíclica. Cuando se llega al momento máximo de tensión, se produce el conflicto, a veces violento, que acaba en un nuevo consenso tras una escucha obligada: la paz llega con la escucha inaplazable del adversario. La falta de escucha convierte al adversario en enemigo.

Silencio defensivo de la política

Y en política la no-escucha es parte de su esencia, al menos en estos tiempos que vivimos. Y lo malo es que les seguimos haciendo caso. El teatro de la discusión nace de la declaración, el discurso y la intervención. Todos son mensajes unidireccionales que se trasladan a la opinión pública con esa misma merma. La reunión es estratégica, no de escucha, no de consenso. La réplica es un teatrillo que busca la victoria dialéctica. «La comunicación no verbal del otro conecta directamente con nuestro sistema emocional, no pasa por el análisis racional», decía la profesora Estrella Montolío en una magnífica entrevista en La Vanguardia. Y en ese nivel de debate nos encontramos. Y más: «el silencio es una buena estrategia defensiva muy infravalorado en una cultura del desparrame verbal». Esa mayoría silenciosa que traga saliva ante el estruendo dialéctico simplemente no se la tiene en cuenta, no existe.

Y queremos que, en tiempos de pandemia, encontremos el consenso para vencer al virus. Ilusos.

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Sonrisas ocultas

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«Las mascarillas borran las sonrisas y sólo dejan ver las lágrimas», leía en un tuit de no recuerdo bien quién. Pero se me quedó esa frase, pegada a mi mente como una lapa. Cosida a mi ánimo. Una frase llena de simbolismo. Modernidad (en forma de contactos infinitos) aderezada de miedo. El del contagio, el del dolor más que el de la muerte. La soledad del adiós. La soledad y el dolor. La soledad ya es dolor. Y muchos de los que se han ido ya estaban solos antes de marcharse, con dolores iguales o peores, con agujeros en el alma, con la conciencia tranquila del que ha hecho su legado con una vida plena y que acepta su final con calma. Siempre pensé que ese relato de calma, sin la prisa de la mañana ni la dictadura de la agenda, es la felicidad más madura. Una felicidad que transmite tranquilidad, serenidad e inteligente pausa.

La soledad madura de esas mañanas eternas, con un paseo al sol de invierno y a la fresca en verano. Días interminables esperando, sólo viendo pasar el tiempo. Y los que vamos en tránsito hacia esa madurez, hablamos estos días en el nombre de la soledad de nuestros mayores, que están más angustiados por vernos a nosotros lejos de esos abrazos protectores, que de su propia soledad, a la que poco a poco se dirigen, por costumbre. La interacción, en otro momento motor de nuestras vidas, se convierte en adorno de un tiempo de tranquilidad, de calma, de sosiego del que se ve a sí mismo resabiado de su historia.

La Covid19 no se ha llevado a nuestros mayores. Muchos llevaban tiempo despidiéndose. Les ha dado un impulso y nos ha dejado huérfanos, llenos de reproches por nuestra endiablada vida (me hubiera gustado estar más tiempo, me hubiera gustado despedirme…) Es dolor, sin duda. Pero también suena a excusa de exceso, suena a liberar parte de nuestras conciencias. O no. Ahí lo dejo. Para la reflexión de cada uno.

El virus se ha llevado la mirada alegre de quienes vemos en nuestros mayores un espejo de existencia. Ellos, los mayores más inquietos, los más resistentes al paso del tiempo, han acelerado con la pandemia su trayecto hacia esa calma, minimizando los deseos humanos de eternidad y juventud infinita. Esta pandemia nos ha robado a los más, la sonrisa. Y a ellos, a los que nos trajeron a vivir esta aventura, la satisfacción de vernos sonreír. Porque igual que su vida es el espejo de su descendencia, la sonrisa de los que toman sus apellidos son el reflejo de su felicidad madura. Y es esa sonrisa la que han dejado de ver, con el aislamiento primero y, cuando ha llegado el contacto, con esa mascarilla que las estrangula, contrae la respiración, ilumina las miradas más tristes y, en el peor de los casos, sólo destaca las lágrimas.

El final del túnel

Es tiempo de pandemia y de sueños. Y el mío no pasa por la vacuna (ojalá…), pasa porque el virus, tal vez, se retire (cuando deje de considerarse que hay una ‘transmisión comunitaria incontrolada» y, textualmente, “como sucede a menudo, cuando los efectos bajan, la gente deja de preocuparse”…, tal y como explican las historiadoras Laura y María Lara Martínez al contar cómo acabó la gripe española del 18) como llegó: sin hacer ruido, sin percibirse, silencioso, sin saber que está, hasta que llega la muerte, una muerte en soledad y con dolor, nuestra verdadera razón de alarma. Nos quitaremos la mascarilla cuando el virus deje de causar miedo y no tenga que vivir de nuestra muerte. «La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la confianza», escribía en Imponer el miedo, aquí mismo en Apuntes. Y, cuando pase, nuestros mayores recuperarán su sonrisa. Y volverán a sonreír con nuestras carcajadas, abrazados.

*Foto Freepik: @goffkein

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La nueva tensión tecnológica

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La polarización social a la que las redes sociales, sin duda, ha contribuido, puede estar en la base de la enorme tensión que se vive en el planeta, agravada por una pandemia (ya se habla de sindemia o epidemia sinérgica, horror de término por su prolongación en el tiempo y combinación con otros factores, como la pobreza). ¿Qué temes de la influencia en las redes sociales?, le preguntan a Tim Kendall*, exjefe de monetización de Facebook en The Social Dilemma, Después de unos segundos de pensar, dice sin vacilar: «una guerra civil». Impacta su respuesta. Habla de Estados Unidos, pero ese temor puede ser extensivo al resto de sociedades del mundo.

El capitalismo de vigilancia, término que acuña la socióloga Shoshan Zuboff* en ese mismo documental al nuevo orden económico derivado de la tergiversada deriva tecnológica a la que nos ha conducido el negocio de las redes sociales, lleva al todo vale con el fin de que los anunciantes consigan sus objetivos. Y para reclamar tu atención, hace falta conocer todo de ti, incluido como piensas, a quién sigues, qué te preocupa y qué te indigna, con quién estarías dispuesto a pelearte… Todo, sin el filtro de la veracidad. Consumes lo que te gusta, no lo que te forma. Consumes lo que ellos quieren, no lo que necesitas.

Esa tensión provocada nos lleva al periodismo de bufanda (sólo leemos, escuchamos o vemos lo que queremos, no la pluralidad de lo que pasa), construido entre otras cosas a través de las fake news. El ahora speaker Tristan Harris*, ex de Google, dice que esas noticias falsas (intencionadas y con una pretensión adictiva al sistema) buscan «el caos» y la «polarización social» (no hay nada que más enganche que la defensa de una idea o acción). Sin filtros ni tamiz de comprobación -otrora campo del periodismo, al menos del teórico- las noticias se expanden de forma viral por todo el mundo. Sin demonizar el mundo del sharing que nos ha traído una globalización virtual y también muchas ventajas, la polarización social que observo (de ahí, el título de mi blog, más como llamada de atención que como no-implicación) no es un tema a restar importancia. Al contrario. Sin puentes de comunicación, con posiciones más alejadas, sin capacidad de acuerdo, con tensión y sobre todo con una base argumental que se alimenta de presuntas verdades, la violencia es una consecuencia casi inevitable, por desgracia.

El ladrido y la coz

Llamadme agorero (sigo pensando en aquello de que la historia se repite y el inicio de los dos últimos siglos presentan similitudes, incluida la pandemia), pero no nos equivoquemos: lo que observamos con alarma respecto a la clase política, cada vez más mediocre e interesada, no es más que la punta del iceberg de una sociedad que camina por la senda del ladrido y la coz, acelerada por esta pandemia digital. La situación de pandemia por el coronavirus, con supremacismo ético incluido y escasa evidencia científica (empieza a unificarse, por fin, el mundo científico) no hace sino incrementar exponencialmente el peligro de enfrentamiento. Ya hemos visto en Estados Unidos como se ha recuperado con virulencia el conflicto racial y en España el ideológico. Una polarización, un sectarismo que, por cierto, llegó hace tiempo a los medios de comunicación, siendo su pan para hoy y el hambre de mañana. Vivir de tus fieles seguidores reduciendo tu credibilidad (por alimentar a uno de los bandos) es el fin de tu existencia. Y así nos va.

«Lo que observamos con alarma respecto a la clase política, cada vez más mediocre e interesada, no es más que la punta del iceberg de una sociedad que camina por la senda del ladrido y la coz»

El actual iceberg digital hace que sólo veamos que lo más pernicioso de la implantación de la tecnología sea el número de horas que pasamos delante de una pantalla, y no el uso que hacemos de ellas, y el sometimiento a sus reglas, convirtiendo nuestras vidas en Frankenstein Digitales, como uso inconexo de la tecnología desvirtuando la realidad. Y todos los grandes conflictos nacen con ese argumentario de beligerancia que hoy alimentamos a través de nuestras pantallas. Soy y seguiré siendo un defensor del avance tecnológico y del uso de las nuevas formas de comunicación, interacción y trabajo que nos proporciona ese nuevo orden tecnológico. Pero, como otras múltiples disciplinas del saber y de la ciencia, todos sabemos que están sujetas a la perversión, sin ser per se parte del sistema.

*El dilema de las redes, traducción del original The Social Dilemma, es una película producida por Netflix y estrenada este mes de septiembre, actualizada a la situación de pandemia por la aparición del coronavirus. En ella, además de actores que recrear la situaciones de adicción de las redes sociales en una familia de EE.UU, intervienen distintos gurús tecnológicos, criados en Silicon Valley desde el inicio de siglo, y extrabajadores de las tecnológicas más importantes del mundo, como Google, Facebook, Twitter, Pinterest, etc. Todos ellos defienden, sin dudas, que la aparición de estas empresas era sólo ganar dinero (no crear sinergias y mejorar la comunicación entre usuarios). Es, como dice Soshan Zuboff, un capitalismo de vigilancia, que comercia en un mercado de futuros humanos «If you’re not payuing for the product, you’re the product («Si no pagas por el producto, tú eres el producto), dice Tristan Harris en el documental, recuperando una vieja frase del inicio de la economía digital.

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Ciudad y pandemia

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Noche de fin de año. Alrededor de una mesa, ya hartos del jalo y ataviados con el cotillón esperamos ansiosos el nuevo año. Nunca pensamos en lo que vendrá, sino en que venga mejor. «Yo brindo por la salud porque sin salud, no hay nada más», siempre hay alguien que dice esa noche. La salud se da por sentado, que se quiere y se tendrá. Así lo pensamos mucho este pasado fin de año, y mira por dónde, nos salió rana. Rafael Bengoa, uno de los expertos en salud más importante de este país, lo acaba de decir: «sin salud, no hay economía», cuando le preguntaban si esa realidad dual ha sido el problema de esta pandemia. Lo ha dicho a pasado, cuando la desescalada se aceleró buscando evitar el caos económico. En la vida, las decisiones a medias no suelen salir bien, sobre todo cuando los problemas son de enjundia. Y nadie puede decir a estas alturas, que en occidente casi todo ha sido así, a medias. O sea, mal.

Bengoa venía a quejarse (como otros muchos científicos) de la falta de una evidencia científica global, un organismo (más allá de la errática OMS) que centralice todo lo que se hace, se dice y se aconseja, que unifique el mensaje, insisto. Un comité de expertos que fiscalice a los que deciden. Ya dije que éste del Covid_19 es más un tema de comunicación, y me reafirmo. Ese comité ha de empezar por enviar mensajes claros a una ciudadanía deseosa y exigente de las mayores certezas posibles, aunque éstas vayan llegando poco a poco. El proceso de desarrollo de la ciencia y su modus operandi es otra de las grandes aportaciones del virus: el error es parte de la decisión (prueba y error), sin traumas y sin exigencia irracional de responsabilidades ni culpas, como nos ha enseñado la vieja y la nueva política, en la que el reproche es el rey. Ir por una calle de un pueblo, sólo, sin nadie a tu alrededor, con más de 30º y con mascarilla es estúpido, producto de una norma en bruto. Y hablo de la mascarilla porque es la que más ha cambiado nuestras vidas y, ponerse a un lado u otro de su uso, no es inteligente, pero pasa. Esta discusión viene derivada de una norma extensa, no focalizada. Cuando la norma se excede, el efecto es el contrario, como en la adolescencia. Y ahí radica que este país sea el más restrictivo con el uso de mascarillas y uno de los líderes en número de contagios.

La crisis del urbanita

Buena salud, seguro, será el deseo global este próximo fin de año. Salud y libertad. Y aire puro, sin virus. Cuando los expertos te dicen que evites aglomeraciones, mantengas distancia, ventiles, etc… te están invitando a abandonar la ciudad, centros neurálgicos de la epidemia y lugar de transmisión y de riesgo. Los grandes eventos, la party de las grandes urbes también han entrado en revisión. El ocio masivo se tambalea. Porque, aunque es seguro que venceremos al virus, hay cierta evidencia en que otros llegarán y veremos de qué manera actúan.

Las grandes urbes, nacidas bajo el foco de la industrialización y fomentadas por un exceso sobrevalorado del ocio en manada -todo lo tengo cerca y la oferta es más amplia-, están en el ojo del huracán en tiempos de pandemia. Salir de tu casa y encontrar ríos de gente es como sentir la civilización y tener una sensación de seguridad. Y, cuando nos agobiamos, buscamos el campo. Este país es mayoritariamente de pueblo, pero vive en grandes ciudades. Ahora, las urbes están en el punto de mira de la pandemia, pero las consecuencias/decisiones han sido igual para todos, y eso ni es justo ni se puede dejar de corregir. La España vaciada ya había dado signos de hartazgo antes de la pandemia. Con ella, más y con razón.

En todo caso, apuesto ruralizar las ciudades y no urbanizar los pueblos. Para ello hay que reducirlas, bajar su densidad, y también empezar a cambiar el estilo y las prioridades de vida. Pasar la tarde en un centro comercial es, seguramente, el paradigma del urbanita. Y ahora, están casi cerrados o son vistos con recelo. Siempre he vivido en un pueblo pero he hecho mucha vida en la ciudad. Desde hace tiempo, huyo de la gran urbe. El coronavirus lo ha acelerado. Soluciones urbanas a realidades rurales es otra de la falta de registro en las decisiones. Sólo con haber focalizado las decisiones y haber evitado la generalidad (confinamiento global) se hubiera ganado tiempo y dinero. Pero los nombres pesan (Madrid, Barcelona, Nueva York, París…) y los números, como en la noche electoral, también. Un abuso…

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Comunicar en tiempos de Covid

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‘No vamos a soplar las velas este año’, decía mi madre en los preparativos del 86 cumpleaños de mi padre. Lo decía con miedo y confusa: «en la tele han dicho que no debemos de soplar las velas, que es peligroso, se extiende el virus». Constatación de la afirmación, ninguna. Aproximación científica, seguramente. Estamos en un nuevo tiempo vivido en el que no existe unanimidad médica, ni seguridad científica ni nada que se le acerque. Sólo existen indicios, y con ellos, el caos. Todo es posible y nada lo es. Hoy por hoy, la gestión universal de esta crisis es, bajo mi punto de vista, un asunto de comunicación. Qué quieres decir, qué mensaje quieres hacer llegar, cuánto estás dispuesto a estirar los mensajes por muy contradictorios que sean… Y en esas es cuando los medios de comunicación, como aliados necesarios de la política, volvemos a salir mal parados. De ser ventanas y oxígeno durante el confinamiento, a ser apestados por la carga viral que llevamos con nosotros y la insistencia por informaciones que se quedan en la superficie, sólo constatan el hecho, los hechos que emanan de los que gestionan lo desconocido.

«He dejado de ver la tele y de leer nada porque nadie nos dice lo que pasa realmente», me dicen muchos amigos y conocidos. Y es algo que se extiende, no sólo con la pandemia, sino con muchos más asuntos. La gente está desconectando de los mensajes (y de las noticias) a través de los medios de comunicación porque se ha cansado de ‘escuchar siempre lo mismo’ (brote aquí, brote allá, esto se puede hacer, ésto no, etc., esto se debe hacer, esto no) y también porque las informaciones no llegan al fondo, son superficiales. Estamos informando de lo que nos informan, como en tiempos de guerra «Lo siento, pero yo ya no me fío de la prensa, sólo de la ciencia», me decían el otro día. Y la ciencia tiene su propia forma y estrategia comunicativa, y sus propios medios de difusión y de control, lejos de los códigos de la información generalista de la que soy consumidor y partícipe.

Por ejemplo, ahora no se habla de control del virus como durante el confinamiento. Todo lo contrario: se pretende hacer llegar el mensaje de que ‘el virús no se ha ido, está aquí’, de que dudemos incluso de si tiene cura (vacuna) como ha sugerido la OMS, y de que el grado de contagio continúa siendo elevado, cosa que siendo cierto no se aleja mucho de otros virus. Pero ahora, sin confinamiento masivo, y cuidándonos muchos de evitar que haya otro porque, de haberlo, la palmamos todos, pero de hambre. Para reactivar la economía, abrimos la mano; para parar la pandemia, recortamos. Desde el inicio el mensaje es contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía.

DÓNDE PONER EL FOCO

Si le pides opinión sobre la pandemia a un médico, a un epidemiólogo, a un estadista, a un urgenciólogo o una enfermera, la realidad que te dibujará será diferente. Y ninguna de ellas totalmente cierta, ni totalmente equivocada. Los profesionales de la medicina viven a diario con la muerte. Están acostumbrados a lidiar con ella. Por eso, sorprende alguna de sus reacciones en relación con el Covid19, en una doble vertiente: su miedo alerta de que es algo más grave de lo normal pero, también, sus códigos les lleva a ‘salvar vidas’ y no hacerlo, les deja un poso de frustración como si no hubieran hecho bien su trabajo. Y de ahí su lógica denuncia de cansancio físico y psicológico en esta pandemia, en la que, además, han sido el foco de atención, los receptores del aplauso y foco de la esperanza. Nunca tuvieron tanta presión. Y por eso sus alertas y denuncias rozan la desesperación.

«Desde el inicio el mensaje ha sido contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía»

Queremos que la gente salga, consuma, se atreva… pero al mismo tiempo le damos el mensaje contrario. Prudencia, ¡ojo con la excesiva interacción!, nos dicen. Traducido quiere decir: si fuera sólo por la salud, confinamiento; si fuera sólo por la economía, vida normal. Pero no es ni una cosa ni otra. Nos tomamos una cerveza como si nada hubiera cambiado y, cuando nos levantamos, nos topamos con el bicho: cuidado que no se ha ido, y nos va a acompañar un tiempo.

En el fondo, está el miedo al colapso sanitario que ya nos llevó al confinamiento (en mi caso, lo hice de forma anticipada y voluntaria). Obvio. Lejos de la realidad, los hospitales (siempre, según esos mismos datos oficiales) viven con cierta calma, a pesar de que los que están a pie de cama y de UCI no quieren pasar por lo vivido en marzo (nadie lo quiere). Ahora, se extiende que esa tensión sanitaria está en la atención primaria, y los desajustes de los rastreadores. Lo que es cierto es que ahora somos proactivos, vamos ‘a buscar casos’, y encontramos más, y la gran mayoría, leves.

El objetivo (y no digo que no sea necesario) es decir: no se puede volver a tiempos de confinamiento, ni por cifras de ingresados y UCIs, ni por número de fallecimiento. Los datos, por sí solos y en general, no reseñan nada. Han de elegirse con criterio neutro, no con la intención de servir a nadie. Elegir difundir un dato (brotes y positivos con prueba PCR), y no otros (ingresados, hospitalizados, en UCI) tiene su razón e intención. Incluso, la semántica de brote y rebrote tiene su aquél. El primero (que es el que se da, fundamentalmente) es un nuevo grupo de casos positivos; el segundo es cuando se producen positivos después de haber erradicado anteriormente los casos en un mismo lugar o zona, y vuelven a producirse positivos. Es más, según la nomenclatura oficial, se considera brote cuando se localizan a tres o más infectados en un mismo grupo social (trabajo, ocio, familia…), algo absolutamente habitual en caso de epidemia. Insisto: lo normal es que, a más interacción, haya más casos. Si lo llamamos brote es más gordo, asusta más. No es un caso aislado (a mi no me toca) y, por tanto, aumenta la conciencia sobre la situación. Pero, colateralmente, también, por lógica, a la actividad económica: ‘no salgo’ o porque tengo miedo o porque así no merece la pena.

Se trataría, por tanto, de resolver con equilibrio, mesura y no buscando únicos culpables (ahora los jóvenes descerebrados que salen por ahí…). Lógico y, la mayoría, lo hace bien, pero como pasa con esa edad, sienten menos miedo que el resto. Resolver la ecuación salud, economía, vida, no es fácil en un contexto de pandemia. Nadie está libre de un contagio que derive en fatal, por supuesto. Pero aunque el anhelo de toda sociedad sería la de una gestión unánime para todos (algo casi imposible), el objetivo, por tanto, es alcanzar altos grados de bienestar para amplios sectores. Y, por tanto, los recursos (limitados) y los esfuerzos han de centrarse en gestionar para la mayoría y para la defensa y protección de una minoría más expuesta y más dispuesta al sacrificio. Y destinar recursos para ellos. Lo mismo, por sectores económicos. Se hizo bien: teletrabajar o parar para aquellos sectores que hacen de la interacción su razón de ser. El resto, vida normal, con precaución pero sin obsesión que haga de freno a la actividad. Es como querer que vengan turistas, pero que no salgan. O lo uno o lo otro.

Para un asmático con alergia al ácaro como yo, exponerme a lugares cerrados mucho tiempo, es una temeridad. Lo único que puedo hacer es evitarlos. Pero no puedo exigir que nadie los visite por si acaso yo sufro un ataque de asma con el pretexto que afecta a mi libertad personal. Si soy personal de riesgo, reduzco mi círculo, prevengo posibles complicaciones. Y el resto, a seguir. Lo hacen todos los enfermos, y por desgracia, enfermedades hay muchas más el coronavirus. El bicho no ha parado el tiempo. Sigue. La globalización (y su forma de vida: viajes continuos, ciudades muy pobladas y virus planetarios nos ha traído una pandemia, sanitaria, económica y social) lo ha extendido y lo hace más difícil de parar. Seamos conscientes y congruentes. Cuidado con lo que comunicamos porque puede causar el efecto contrario

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