Culpables

0 0
Read Time:3 Minute, 38 Second

Debo ser un raro (a veces lo pienso), pero no me gusta la culpa, ni la propia ni la ajena. Responsabilidad, sí. Culpa, no. Y en éstas, que la culpa es el principal arma arrojadiza en la esfera, no sólo política, sino personal. Pasa una cosa y el ‘presunto’ culpable se defiende: «no ha sido mi culpa». El problema de esto es cuando viene sobre hechos que pasan, que nos pasan, no que hacemos. El enfermo no puede sentirse culpable de enfermar, la mujer violada no debe avergonzarse de que un energúmeno con nula tolerancia a la culpa, se aproveche de ella y la humille, el agresor sobre su víctima, o el terrorista sobre inocentes, etc. Pero pasa. Suele el agresor generar duda en la víctima, para vencer una de las batallas más importante, la psicológica. La culpa es una arma, de defensa y ataque, un argumento perverso, en muchas ocasiones un justificante de autoridad, generalmente repartiendo pecados y no generando responsabilidades, que sería lo suyo. Y, por último, la culpa entraña miedo a ser juzgado y, por tanto, excede a la autogestión.

Que toda decisión tiene sus consecuencias, es irrefutable, al menos para mi. Que no hay peor culpa que la propia, que la que uno mismo se genera, sin duda que también. La culpa en tu piel duele más, porque te convierte a ti mismo en tu propio enemigo. En un hecho traumático (un accidente, por ejemplo) en el que tú eres responsable o sujeto activo, sobrevivir es ya en sí una condena; la muerte, sin duda, es la ejecución, pero sin culpa, por inconsciencia. La defensa de una culpa es un trabajo agónico, casi diría yo draconiano, y no suele desaparecer. Porque la tolerancia humana sobre la culpa es cero, nula, casi imposible. Trabajar en convertir la culpa en responsabilidad es un ejercicio excelente, yo lo aconsejo. Considerar la culpa como anomalía (algo pasajero) y no como dolencia es un primer paso. El siguiente es el de humildad: todos nos equivocamos, y muchas veces. Empecinarnos en disimular nuestro error y, por tanto, defendernos de nuestra hipotética culpa aún a sabiendas que no es así, nos genera más ansiedad que alivio. Y yo en mi vida le he declarado la guerra a la ansiedad, he naturalizado el error y he apuntalado mi sentido de responsabilidad. Toda acción tiene consecuencias, y asumirlo cuanto antes, la mejor terapia.

Trasladado a la vida público o a la clase política, el territorio de la culpa es casi una necesidad. Y probablemente, el del periodismo: casi la gran totalidad de causas generadoras de noticias son de culpa. Destacar lo positivo no suele ser noticia, más que en determinadas situaciones, casi siempre con carácter emocional (recuérdese los aplausos a los sanitarios a las ocho de la tarde durante el confinamiento). Si mi argumento (político) nace de tu culpa (error, voluntario o intencionado), poco podremos extraer para la causa de la solución. Y, en relación con la pandemia, hay una cosa clara: la culpa siempre es del otro, que no cumple las normas, pero mi causa (excusa o argumento), siempre justifica mi acción, por muy culpables que nos hagan sentir.

Confinamiento navideño

Acabo. Tal vez me equivoco, pero por lo que he pulsado (a veces entre líneas), la gran mayoría de la gente hubiera entendido un confinamiento total durante la Navidad, que no ha llegado porque nadie de los que gestionan se han atrevido a hacer lo que debían hacer: cuidarnos a todos. Las autoridades lo son, y para ello cobran, para tomar decisiones, las mejores para nuestra sociedad, por muy duras que sean. El cálculo electoral (coste en votos de algunas medidas) debe ser un motivo de repulsa social en futuras consultas. Lejos de ello, ese cálculo se produce por nuestra propia respuesta como ciudadanos, que castigamos al que decide algo que, aunque no nos guste, sabemos que es necesario.

Y una vez se ha decidido por recomendar y/o no prohibir, todos (o muchos) hemos encontrado la manera de superar la necesidad de auto-confinamiento para, al pie de la letra literal de la norma, celebrar la Navidad, por mucho que nuestra cabeza nos diga que hacerlo es una temeridad. Ni culpo, ni me culpo. Pero sé que si soy prudente, evitaré sentirme culpable o que alguien me haga sentirme culpable. El miedo es libre; la culpa, del diablo.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Ganando al tiempo

0 0
Read Time:1 Minute, 49 Second

«Prefiero tus ganas sin tiempo que tu tiempo sin ganas»

De la escritora @Mapirom (Instagram)

Huir del conflicto no asegura la felicidad, pero ayuda, como el dinero. Y además, descabalga al que hace del enfrentamiento su modo de relación y, en el peor de los casos, su estilo de vida. Y no hablo de mirar otro lado, ni tampoco me refiero ni a la política ni a la vida profesional. En esta ocasión, hablo de la vida personal.

El conflicto nace de nuestra incapacidad para la tolerancia, que se traslada a nuestra vida. Es la ya mítica diferencia entre tus bragas y mis calzoncillos en el suelo. Las primeras me molestan a mi. Los segundos, a ti. Nos molesta lo que hacen los demás, aunque sea idéntico a lo que hago yo. Así jugamos, así lo hacemos. El yo por encima del nosotros, el orden por delante de la improvisación. El barco se hunde cuando uno pesa más que el otro.

Con el tiempo he aprendido que las ganas de… hacen más que el tiempo para… Cuando alguien te pide más tiempo, en el fondo lo que está haciendo es limitar el tuyo e imponer el suyo sobre cualquier otro, imponer su forma de emplear el tiempo, que es lo mismo, seguir sus tiempos, que no coinciden siempre con los tuyos. Más bien, casi nunca coinciden. Emotivamente, prefiero las ganas al tiempo, la cualidad a la cantidad y la tolerancia a la imposición. Y ya en equipo, el nosotros al yo, entendiendo el primero como una parte no simétrica, sino mágicamente desigual, pero no de forma habitual, sino cariñosamente improvisada. Porque la convivencia requiere de eso, de cierto orden convivencial pero también de cierto caos emotivo.

Quien se muestra exigente al imponer su criterio lo es también en imponer su tiempo, y por extensión sus tiempos. Qué bonito es eso del beso robado, algo así como la foto improvisada. Qué bonita es una casa en construcción. Cada vez me gusta más la imperfección, y la que más la mía. Me hace sentir libre porque en el fondo, me hace más libre. La imperfección hace que cada vez gane la batalla del tiempo, el mío.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Ilusos

0 0
Read Time:2 Minute, 39 Second

El vodevil eterno en el que nos despertamos todos los días a causa de la gestión de la pandemia que nos asola no puede sorprendernos. Si lo hace, es que pecamos de ilusos. Nada en comunicación es casual, todo es meditado, todo está medido, todo tiene su sentido. Y nosotros buscando una explicación lógica a tanta algarabía y a tanto caos.

La mayoría hablamos y tenemos déficit en escucha. Todos, sin excepción. Otra cosa son los grados. Hay gente escuchante, muy fan de los silencios, que agradece una buena conversación, que escucha con interés, y casi siempre se siente atraída por asuntos interesantes. La clave, además de la actitud del hablante, está en su capacidad de captar la atención, no a través del canal o el código, sino del mensaje. Un buen tema, bien tratado, bien escrito, bien argumentado y bien resuelto es una delicia.

Nos gusta escucharnos, no escuchar al otro, yo el primero, aunque intento deshacerme de ese enorme defecto. Difícil. Y la comunicación se resiente. Tendemos al monólogo y desconectamos con la réplica, en muchas ocasiones para dar una nueva versión de nuestra visión en el turno posterior, a veces porque no tenemos el más mínimo interés de escuchar lo que el otro nos va a decir.

En la relación interpersonal el resultado suele ser la incomunicación y, en el peor de los casos, la disputa y la ruptura. El monólogo alimenta el ego y desnutre el consenso debilitando la relación hasta el límite: la soledad, de la que os hablé en Sonrisas ocultas. En la relación social es la génesis del conflicto. Una pancarta sin respuesta, una consigna en voz alta, un alegato sin autocrítica, un mensaje coral y sin respuesta. Escuchamos a los que queremos oír, y solemos oír a los que nos dicen lo que queremos escuchar. La no-escucha está en el origen de la polarización. Y ésta es cíclica. Cuando se llega al momento máximo de tensión, se produce el conflicto, a veces violento, que acaba en un nuevo consenso tras una escucha obligada: la paz llega con la escucha inaplazable del adversario. La falta de escucha convierte al adversario en enemigo.

Silencio defensivo de la política

Y en política la no-escucha es parte de su esencia, al menos en estos tiempos que vivimos. Y lo malo es que les seguimos haciendo caso. El teatro de la discusión nace de la declaración, el discurso y la intervención. Todos son mensajes unidireccionales que se trasladan a la opinión pública con esa misma merma. La reunión es estratégica, no de escucha, no de consenso. La réplica es un teatrillo que busca la victoria dialéctica. «La comunicación no verbal del otro conecta directamente con nuestro sistema emocional, no pasa por el análisis racional», decía la profesora Estrella Montolío en una magnífica entrevista en La Vanguardia. Y en ese nivel de debate nos encontramos. Y más: «el silencio es una buena estrategia defensiva muy infravalorado en una cultura del desparrame verbal». Esa mayoría silenciosa que traga saliva ante el estruendo dialéctico simplemente no se la tiene en cuenta, no existe.

Y queremos que, en tiempos de pandemia, encontremos el consenso para vencer al virus. Ilusos.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Sonrisas ocultas

0 0
Read Time:3 Minute, 15 Second

«Las mascarillas borran las sonrisas y sólo dejan ver las lágrimas», leía en un tuit de no recuerdo bien quién. Pero se me quedó esa frase, pegada a mi mente como una lapa. Cosida a mi ánimo. Una frase llena de simbolismo. Modernidad (en forma de contactos infinitos) aderezada de miedo. El del contagio, el del dolor más que el de la muerte. La soledad del adiós. La soledad y el dolor. La soledad ya es dolor. Y muchos de los que se han ido ya estaban solos antes de marcharse, con dolores iguales o peores, con agujeros en el alma, con la conciencia tranquila del que ha hecho su legado con una vida plena y que acepta su final con calma. Siempre pensé que ese relato de calma, sin la prisa de la mañana ni la dictadura de la agenda, es la felicidad más madura. Una felicidad que transmite tranquilidad, serenidad e inteligente pausa.

La soledad madura de esas mañanas eternas, con un paseo al sol de invierno y a la fresca en verano. Días interminables esperando, sólo viendo pasar el tiempo. Y los que vamos en tránsito hacia esa madurez, hablamos estos días en el nombre de la soledad de nuestros mayores, que están más angustiados por vernos a nosotros lejos de esos abrazos protectores, que de su propia soledad, a la que poco a poco se dirigen, por costumbre. La interacción, en otro momento motor de nuestras vidas, se convierte en adorno de un tiempo de tranquilidad, de calma, de sosiego del que se ve a sí mismo resabiado de su historia.

La Covid19 no se ha llevado a nuestros mayores. Muchos llevaban tiempo despidiéndose. Les ha dado un impulso y nos ha dejado huérfanos, llenos de reproches por nuestra endiablada vida (me hubiera gustado estar más tiempo, me hubiera gustado despedirme…) Es dolor, sin duda. Pero también suena a excusa de exceso, suena a liberar parte de nuestras conciencias. O no. Ahí lo dejo. Para la reflexión de cada uno.

El virus se ha llevado la mirada alegre de quienes vemos en nuestros mayores un espejo de existencia. Ellos, los mayores más inquietos, los más resistentes al paso del tiempo, han acelerado con la pandemia su trayecto hacia esa calma, minimizando los deseos humanos de eternidad y juventud infinita. Esta pandemia nos ha robado a los más, la sonrisa. Y a ellos, a los que nos trajeron a vivir esta aventura, la satisfacción de vernos sonreír. Porque igual que su vida es el espejo de su descendencia, la sonrisa de los que toman sus apellidos son el reflejo de su felicidad madura. Y es esa sonrisa la que han dejado de ver, con el aislamiento primero y, cuando ha llegado el contacto, con esa mascarilla que las estrangula, contrae la respiración, ilumina las miradas más tristes y, en el peor de los casos, sólo destaca las lágrimas.

El final del túnel

Es tiempo de pandemia y de sueños. Y el mío no pasa por la vacuna (ojalá…), pasa porque el virus, tal vez, se retire (cuando deje de considerarse que hay una ‘transmisión comunitaria incontrolada» y, textualmente, “como sucede a menudo, cuando los efectos bajan, la gente deja de preocuparse”…, tal y como explican las historiadoras Laura y María Lara Martínez al contar cómo acabó la gripe española del 18) como llegó: sin hacer ruido, sin percibirse, silencioso, sin saber que está, hasta que llega la muerte, una muerte en soledad y con dolor, nuestra verdadera razón de alarma. Nos quitaremos la mascarilla cuando el virus deje de causar miedo y no tenga que vivir de nuestra muerte. «La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la confianza», escribía en Imponer el miedo, aquí mismo en Apuntes. Y, cuando pase, nuestros mayores recuperarán su sonrisa. Y volverán a sonreír con nuestras carcajadas, abrazados.

*Foto Freepik: @goffkein

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

La nueva tensión tecnológica

0 0
Read Time:4 Minute, 33 Second

La polarización social a la que las redes sociales, sin duda, ha contribuido, puede estar en la base de la enorme tensión que se vive en el planeta, agravada por una pandemia (ya se habla de sindemia o epidemia sinérgica, horror de término por su prolongación en el tiempo y combinación con otros factores, como la pobreza). ¿Qué temes de la influencia en las redes sociales?, le preguntan a Tim Kendall*, exjefe de monetización de Facebook en The Social Dilemma, Después de unos segundos de pensar, dice sin vacilar: «una guerra civil». Impacta su respuesta. Habla de Estados Unidos, pero ese temor puede ser extensivo al resto de sociedades del mundo.

El capitalismo de vigilancia, término que acuña la socióloga Shoshan Zuboff* en ese mismo documental al nuevo orden económico derivado de la tergiversada deriva tecnológica a la que nos ha conducido el negocio de las redes sociales, lleva al todo vale con el fin de que los anunciantes consigan sus objetivos. Y para reclamar tu atención, hace falta conocer todo de ti, incluido como piensas, a quién sigues, qué te preocupa y qué te indigna, con quién estarías dispuesto a pelearte… Todo, sin el filtro de la veracidad. Consumes lo que te gusta, no lo que te forma. Consumes lo que ellos quieren, no lo que necesitas.

Esa tensión provocada nos lleva al periodismo de bufanda (sólo leemos, escuchamos o vemos lo que queremos, no la pluralidad de lo que pasa), construido entre otras cosas a través de las fake news. El ahora speaker Tristan Harris*, ex de Google, dice que esas noticias falsas (intencionadas y con una pretensión adictiva al sistema) buscan «el caos» y la «polarización social» (no hay nada que más enganche que la defensa de una idea o acción). Sin filtros ni tamiz de comprobación -otrora campo del periodismo, al menos del teórico- las noticias se expanden de forma viral por todo el mundo. Sin demonizar el mundo del sharing que nos ha traído una globalización virtual y también muchas ventajas, la polarización social que observo (de ahí, el título de mi blog, más como llamada de atención que como no-implicación) no es un tema a restar importancia. Al contrario. Sin puentes de comunicación, con posiciones más alejadas, sin capacidad de acuerdo, con tensión y sobre todo con una base argumental que se alimenta de presuntas verdades, la violencia es una consecuencia casi inevitable, por desgracia.

El ladrido y la coz

Llamadme agorero (sigo pensando en aquello de que la historia se repite y el inicio de los dos últimos siglos presentan similitudes, incluida la pandemia), pero no nos equivoquemos: lo que observamos con alarma respecto a la clase política, cada vez más mediocre e interesada, no es más que la punta del iceberg de una sociedad que camina por la senda del ladrido y la coz, acelerada por esta pandemia digital. La situación de pandemia por el coronavirus, con supremacismo ético incluido y escasa evidencia científica (empieza a unificarse, por fin, el mundo científico) no hace sino incrementar exponencialmente el peligro de enfrentamiento. Ya hemos visto en Estados Unidos como se ha recuperado con virulencia el conflicto racial y en España el ideológico. Una polarización, un sectarismo que, por cierto, llegó hace tiempo a los medios de comunicación, siendo su pan para hoy y el hambre de mañana. Vivir de tus fieles seguidores reduciendo tu credibilidad (por alimentar a uno de los bandos) es el fin de tu existencia. Y así nos va.

«Lo que observamos con alarma respecto a la clase política, cada vez más mediocre e interesada, no es más que la punta del iceberg de una sociedad que camina por la senda del ladrido y la coz»

El actual iceberg digital hace que sólo veamos que lo más pernicioso de la implantación de la tecnología sea el número de horas que pasamos delante de una pantalla, y no el uso que hacemos de ellas, y el sometimiento a sus reglas, convirtiendo nuestras vidas en Frankenstein Digitales, como uso inconexo de la tecnología desvirtuando la realidad. Y todos los grandes conflictos nacen con ese argumentario de beligerancia que hoy alimentamos a través de nuestras pantallas. Soy y seguiré siendo un defensor del avance tecnológico y del uso de las nuevas formas de comunicación, interacción y trabajo que nos proporciona ese nuevo orden tecnológico. Pero, como otras múltiples disciplinas del saber y de la ciencia, todos sabemos que están sujetas a la perversión, sin ser per se parte del sistema.

*El dilema de las redes, traducción del original The Social Dilemma, es una película producida por Netflix y estrenada este mes de septiembre, actualizada a la situación de pandemia por la aparición del coronavirus. En ella, además de actores que recrear la situaciones de adicción de las redes sociales en una familia de EE.UU, intervienen distintos gurús tecnológicos, criados en Silicon Valley desde el inicio de siglo, y extrabajadores de las tecnológicas más importantes del mundo, como Google, Facebook, Twitter, Pinterest, etc. Todos ellos defienden, sin dudas, que la aparición de estas empresas era sólo ganar dinero (no crear sinergias y mejorar la comunicación entre usuarios). Es, como dice Soshan Zuboff, un capitalismo de vigilancia, que comercia en un mercado de futuros humanos «If you’re not payuing for the product, you’re the product («Si no pagas por el producto, tú eres el producto), dice Tristan Harris en el documental, recuperando una vieja frase del inicio de la economía digital.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Ciudad y pandemia

0 0
Read Time:3 Minute, 56 Second

Noche de fin de año. Alrededor de una mesa, ya hartos del jalo y ataviados con el cotillón esperamos ansiosos el nuevo año. Nunca pensamos en lo que vendrá, sino en que venga mejor. «Yo brindo por la salud porque sin salud, no hay nada más», siempre hay alguien que dice esa noche. La salud se da por sentado, que se quiere y se tendrá. Así lo pensamos mucho este pasado fin de año, y mira por dónde, nos salió rana. Rafael Bengoa, uno de los expertos en salud más importante de este país, lo acaba de decir: «sin salud, no hay economía», cuando le preguntaban si esa realidad dual ha sido el problema de esta pandemia. Lo ha dicho a pasado, cuando la desescalada se aceleró buscando evitar el caos económico. En la vida, las decisiones a medias no suelen salir bien, sobre todo cuando los problemas son de enjundia. Y nadie puede decir a estas alturas, que en occidente casi todo ha sido así, a medias. O sea, mal.

Bengoa venía a quejarse (como otros muchos científicos) de la falta de una evidencia científica global, un organismo (más allá de la errática OMS) que centralice todo lo que se hace, se dice y se aconseja, que unifique el mensaje, insisto. Un comité de expertos que fiscalice a los que deciden. Ya dije que éste del Covid_19 es más un tema de comunicación, y me reafirmo. Ese comité ha de empezar por enviar mensajes claros a una ciudadanía deseosa y exigente de las mayores certezas posibles, aunque éstas vayan llegando poco a poco. El proceso de desarrollo de la ciencia y su modus operandi es otra de las grandes aportaciones del virus: el error es parte de la decisión (prueba y error), sin traumas y sin exigencia irracional de responsabilidades ni culpas, como nos ha enseñado la vieja y la nueva política, en la que el reproche es el rey. Ir por una calle de un pueblo, sólo, sin nadie a tu alrededor, con más de 30º y con mascarilla es estúpido, producto de una norma en bruto. Y hablo de la mascarilla porque es la que más ha cambiado nuestras vidas y, ponerse a un lado u otro de su uso, no es inteligente, pero pasa. Esta discusión viene derivada de una norma extensa, no focalizada. Cuando la norma se excede, el efecto es el contrario, como en la adolescencia. Y ahí radica que este país sea el más restrictivo con el uso de mascarillas y uno de los líderes en número de contagios.

La crisis del urbanita

Buena salud, seguro, será el deseo global este próximo fin de año. Salud y libertad. Y aire puro, sin virus. Cuando los expertos te dicen que evites aglomeraciones, mantengas distancia, ventiles, etc… te están invitando a abandonar la ciudad, centros neurálgicos de la epidemia y lugar de transmisión y de riesgo. Los grandes eventos, la party de las grandes urbes también han entrado en revisión. El ocio masivo se tambalea. Porque, aunque es seguro que venceremos al virus, hay cierta evidencia en que otros llegarán y veremos de qué manera actúan.

Las grandes urbes, nacidas bajo el foco de la industrialización y fomentadas por un exceso sobrevalorado del ocio en manada -todo lo tengo cerca y la oferta es más amplia-, están en el ojo del huracán en tiempos de pandemia. Salir de tu casa y encontrar ríos de gente es como sentir la civilización y tener una sensación de seguridad. Y, cuando nos agobiamos, buscamos el campo. Este país es mayoritariamente de pueblo, pero vive en grandes ciudades. Ahora, las urbes están en el punto de mira de la pandemia, pero las consecuencias/decisiones han sido igual para todos, y eso ni es justo ni se puede dejar de corregir. La España vaciada ya había dado signos de hartazgo antes de la pandemia. Con ella, más y con razón.

En todo caso, apuesto ruralizar las ciudades y no urbanizar los pueblos. Para ello hay que reducirlas, bajar su densidad, y también empezar a cambiar el estilo y las prioridades de vida. Pasar la tarde en un centro comercial es, seguramente, el paradigma del urbanita. Y ahora, están casi cerrados o son vistos con recelo. Siempre he vivido en un pueblo pero he hecho mucha vida en la ciudad. Desde hace tiempo, huyo de la gran urbe. El coronavirus lo ha acelerado. Soluciones urbanas a realidades rurales es otra de la falta de registro en las decisiones. Sólo con haber focalizado las decisiones y haber evitado la generalidad (confinamiento global) se hubiera ganado tiempo y dinero. Pero los nombres pesan (Madrid, Barcelona, Nueva York, París…) y los números, como en la noche electoral, también. Un abuso…

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Comunicar en tiempos de Covid

0 0
Read Time:6 Minute, 58 Second

‘No vamos a soplar las velas este año’, decía mi madre en los preparativos del 86 cumpleaños de mi padre. Lo decía con miedo y confusa: «en la tele han dicho que no debemos de soplar las velas, que es peligroso, se extiende el virus». Constatación de la afirmación, ninguna. Aproximación científica, seguramente. Estamos en un nuevo tiempo vivido en el que no existe unanimidad médica, ni seguridad científica ni nada que se le acerque. Sólo existen indicios, y con ellos, el caos. Todo es posible y nada lo es. Hoy por hoy, la gestión universal de esta crisis es, bajo mi punto de vista, un asunto de comunicación. Qué quieres decir, qué mensaje quieres hacer llegar, cuánto estás dispuesto a estirar los mensajes por muy contradictorios que sean… Y en esas es cuando los medios de comunicación, como aliados necesarios de la política, volvemos a salir mal parados. De ser ventanas y oxígeno durante el confinamiento, a ser apestados por la carga viral que llevamos con nosotros y la insistencia por informaciones que se quedan en la superficie, sólo constatan el hecho, los hechos que emanan de los que gestionan lo desconocido.

«He dejado de ver la tele y de leer nada porque nadie nos dice lo que pasa realmente», me dicen muchos amigos y conocidos. Y es algo que se extiende, no sólo con la pandemia, sino con muchos más asuntos. La gente está desconectando de los mensajes (y de las noticias) a través de los medios de comunicación porque se ha cansado de ‘escuchar siempre lo mismo’ (brote aquí, brote allá, esto se puede hacer, ésto no, etc., esto se debe hacer, esto no) y también porque las informaciones no llegan al fondo, son superficiales. Estamos informando de lo que nos informan, como en tiempos de guerra «Lo siento, pero yo ya no me fío de la prensa, sólo de la ciencia», me decían el otro día. Y la ciencia tiene su propia forma y estrategia comunicativa, y sus propios medios de difusión y de control, lejos de los códigos de la información generalista de la que soy consumidor y partícipe.

Por ejemplo, ahora no se habla de control del virus como durante el confinamiento. Todo lo contrario: se pretende hacer llegar el mensaje de que ‘el virús no se ha ido, está aquí’, de que dudemos incluso de si tiene cura (vacuna) como ha sugerido la OMS, y de que el grado de contagio continúa siendo elevado, cosa que siendo cierto no se aleja mucho de otros virus. Pero ahora, sin confinamiento masivo, y cuidándonos muchos de evitar que haya otro porque, de haberlo, la palmamos todos, pero de hambre. Para reactivar la economía, abrimos la mano; para parar la pandemia, recortamos. Desde el inicio el mensaje es contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía.

DÓNDE PONER EL FOCO

Si le pides opinión sobre la pandemia a un médico, a un epidemiólogo, a un estadista, a un urgenciólogo o una enfermera, la realidad que te dibujará será diferente. Y ninguna de ellas totalmente cierta, ni totalmente equivocada. Los profesionales de la medicina viven a diario con la muerte. Están acostumbrados a lidiar con ella. Por eso, sorprende alguna de sus reacciones en relación con el Covid19, en una doble vertiente: su miedo alerta de que es algo más grave de lo normal pero, también, sus códigos les lleva a ‘salvar vidas’ y no hacerlo, les deja un poso de frustración como si no hubieran hecho bien su trabajo. Y de ahí su lógica denuncia de cansancio físico y psicológico en esta pandemia, en la que, además, han sido el foco de atención, los receptores del aplauso y foco de la esperanza. Nunca tuvieron tanta presión. Y por eso sus alertas y denuncias rozan la desesperación.

«Desde el inicio el mensaje ha sido contradictorio y poco fiable. Consecuencia: ni paramos el virus ni reactivamos la economía»

Queremos que la gente salga, consuma, se atreva… pero al mismo tiempo le damos el mensaje contrario. Prudencia, ¡ojo con la excesiva interacción!, nos dicen. Traducido quiere decir: si fuera sólo por la salud, confinamiento; si fuera sólo por la economía, vida normal. Pero no es ni una cosa ni otra. Nos tomamos una cerveza como si nada hubiera cambiado y, cuando nos levantamos, nos topamos con el bicho: cuidado que no se ha ido, y nos va a acompañar un tiempo.

En el fondo, está el miedo al colapso sanitario que ya nos llevó al confinamiento (en mi caso, lo hice de forma anticipada y voluntaria). Obvio. Lejos de la realidad, los hospitales (siempre, según esos mismos datos oficiales) viven con cierta calma, a pesar de que los que están a pie de cama y de UCI no quieren pasar por lo vivido en marzo (nadie lo quiere). Ahora, se extiende que esa tensión sanitaria está en la atención primaria, y los desajustes de los rastreadores. Lo que es cierto es que ahora somos proactivos, vamos ‘a buscar casos’, y encontramos más, y la gran mayoría, leves.

El objetivo (y no digo que no sea necesario) es decir: no se puede volver a tiempos de confinamiento, ni por cifras de ingresados y UCIs, ni por número de fallecimiento. Los datos, por sí solos y en general, no reseñan nada. Han de elegirse con criterio neutro, no con la intención de servir a nadie. Elegir difundir un dato (brotes y positivos con prueba PCR), y no otros (ingresados, hospitalizados, en UCI) tiene su razón e intención. Incluso, la semántica de brote y rebrote tiene su aquél. El primero (que es el que se da, fundamentalmente) es un nuevo grupo de casos positivos; el segundo es cuando se producen positivos después de haber erradicado anteriormente los casos en un mismo lugar o zona, y vuelven a producirse positivos. Es más, según la nomenclatura oficial, se considera brote cuando se localizan a tres o más infectados en un mismo grupo social (trabajo, ocio, familia…), algo absolutamente habitual en caso de epidemia. Insisto: lo normal es que, a más interacción, haya más casos. Si lo llamamos brote es más gordo, asusta más. No es un caso aislado (a mi no me toca) y, por tanto, aumenta la conciencia sobre la situación. Pero, colateralmente, también, por lógica, a la actividad económica: ‘no salgo’ o porque tengo miedo o porque así no merece la pena.

Se trataría, por tanto, de resolver con equilibrio, mesura y no buscando únicos culpables (ahora los jóvenes descerebrados que salen por ahí…). Lógico y, la mayoría, lo hace bien, pero como pasa con esa edad, sienten menos miedo que el resto. Resolver la ecuación salud, economía, vida, no es fácil en un contexto de pandemia. Nadie está libre de un contagio que derive en fatal, por supuesto. Pero aunque el anhelo de toda sociedad sería la de una gestión unánime para todos (algo casi imposible), el objetivo, por tanto, es alcanzar altos grados de bienestar para amplios sectores. Y, por tanto, los recursos (limitados) y los esfuerzos han de centrarse en gestionar para la mayoría y para la defensa y protección de una minoría más expuesta y más dispuesta al sacrificio. Y destinar recursos para ellos. Lo mismo, por sectores económicos. Se hizo bien: teletrabajar o parar para aquellos sectores que hacen de la interacción su razón de ser. El resto, vida normal, con precaución pero sin obsesión que haga de freno a la actividad. Es como querer que vengan turistas, pero que no salgan. O lo uno o lo otro.

Para un asmático con alergia al ácaro como yo, exponerme a lugares cerrados mucho tiempo, es una temeridad. Lo único que puedo hacer es evitarlos. Pero no puedo exigir que nadie los visite por si acaso yo sufro un ataque de asma con el pretexto que afecta a mi libertad personal. Si soy personal de riesgo, reduzco mi círculo, prevengo posibles complicaciones. Y el resto, a seguir. Lo hacen todos los enfermos, y por desgracia, enfermedades hay muchas más el coronavirus. El bicho no ha parado el tiempo. Sigue. La globalización (y su forma de vida: viajes continuos, ciudades muy pobladas y virus planetarios nos ha traído una pandemia, sanitaria, económica y social) lo ha extendido y lo hace más difícil de parar. Seamos conscientes y congruentes. Cuidado con lo que comunicamos porque puede causar el efecto contrario

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Imponer el miedo

0 0
Read Time:5 Minute, 11 Second

Sigo duchándome cada día después de llegar de trabajar. Sigo lavando la ropa a 60º (no toda). Sigo lavándome las manos con empeño. Sigo dejando los zapatos en el exterior. Sigo utilizando el gel hidroalcohólico cada vez que hago un movimiento en el exterior, en el trabajo. Sigo poniéndome la mascarilla de forma responsable, allí donde no se puede guardar la distancia de seguridad. Sigo viendo a la gente que mira triste, ahora más detrás de una mascarilla. Sigo viendo a la gente con miedo, unos más y otros menos, pero con miedo. Sigo escuchando a la gente no mirar el futuro, ser esclavo del presente. No programar vacaciones, ni viajes…

El talento está congelado, el atrevimiento reducido a los más resilientes. La sociedad no puede avanzar porque todo tiene una sensación de provisional. En tiempos de confinamiento se decía: «como sigamos así, nos vuelven a confinar». Algunos parece que lo deseen para culpar a los otros, los incívicos, del desaguisado. Y lo cierto es que todo indica que, en su momento y seguramente antes de que todo acabara con un brutal confinamiento, ya vivimos mucho tiempo con el virus sin hacerle el más mínimo caso y que, ahora, el virus, igual de contagioso que en enero o febrero, se controla con rastreos y medidas de distancia localizadas. Confiemos en lo aprendido. Vamos, lo lógico.

Confinamiento y recomendación…

La época más dura de la pandemia, era un tiempo de mascarilla recomendada, y no prohibida. De prohibición lógica (no salir de casa), pero dura (la libertad en standby la economía en colapso). Pero era tiempo de mayor certidumbre (se sabía lo poco que hacer y lo mucho que guardar), de menor tensión social entre aquellos, los más aprehensivos y sensibilizados con la enfermedad (muchos de ellos con una relación directa o cercana con la misma) y aquellos que -como es mi caso- vemos en el virus un especie de reto: ser pasivos o proactivos, plantarle cara al virus o combatirlo con angustia. En caso de ser proactivos, ¿qué hacer? ¿Cómo hacerlo? ¿De qué se trataría? El ex ministro, Miguel Sebastián, escribía sobre ésto hace poco en El Español: ‘Convivir con el virus no es la solución. Hay pocas certezas, y ninguna apuesta ha resultado claramente ganadora, se trata más bien de tener una actitud responsable. Los contagios y los brotes se producen a medida que volvemos a situaciones parecidas a lo vivido antes, a lo vivido desde siempre (en nuestra corta vida) Y cada contagio es un susto, un argumento para los obedientes responsables y de recriminación, para los que no sacralizamos la presencia y la virulencia del virus, que por otra parte, ha provocado mucho dolor y muerte, eso sin duda. A mi, este debate, me pilla con muchas dudas porque ni me acabo de creer el mantra de que no habrá normalidad hasta la vacuna (creo que hay un conocimiento médico del virus pero tomado con las lógicas reservas sobre su eficacia), ni me creo, por supuesto, a los negacionistas, donaldtrumps y jairbolsonaros de turno que han convertido sus países en orgías para el virus y cementerios para sus víctimas.

Los más confinados, más miedo

Por mi trabajo, no dejé de salir de casa en toda la pandemia. Y reconozco que los que fuimos ‘esenciales’ tenemos una mayor tolerancia con el ‘virus’ (no sé si de una forma demasiado confiada o desenfadada) que los que tuvieron un confinamiento de sesenta días con sus sesenta noches. A éstos, les ha dado miedo salir (a nosotros, más pereza que miedo). Insisto en que parto de la base de que no tengo del todo claro cuál es la actitud para con esta pandemia (por falta de evidencias). Y más en esta etapa intermedia, como de prueba. Y más, en este trayecto más incierto, el que va desde el colapso sanitario a la nueva realidad (cuando tenga más ánimo hablaré de la chorrada esa de la nueva normalidad), salpicado de brotes aquí y allí, con los policías de mascarilla y alardeadores de la buena conducta cumpliendo a rajatabla las medidas de prevención, cosa que, todo sea ducho, con mesura y respeto, creo cumplir debidamente aunque no viva constantemente detrás de una mascarilla.

La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza. La equidistancia (no ideológica) me permite comprender a los que se sienten amenazados por el virus y a los que, como es mi caso, cree que se ha de añadir el sentido común y el respeto al repertorio de manuales y normas. A aquellos les pido respeto por los que queremos vivir sin miedo, siendo realistas, reconociendo que ‘el virus está ahí, no se ha ido’, pero personalizando con mimo todas las medidas para no convertir nuestra vida en otra pandemia, la de la parálisis. Y la mayoría, que conste, tiene ese respeto y limita sus miedos a su ámbito personal. Como yo los míos.

«La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la autoconfianza»

Seré yo quien decida si me place salir a tomar una copa o tomármela en mi casa. Si me obligan a tener miedo, me confinaré voluntariamente, si antes no lo hacen los gobiernos, presionados por aquellos que en cada brote ven una apocalipsis. Pero no me pidan que ayude a la sociedad a no hundirse (economía) y al mismo tiempo me censuren cómo lo hago, siempre con mesura y precaución. Porque esa elección es mía. Y no es insolidaria. Brotes hubo, hay y habrá. El contagio cero es una quimera. Saber convivir con ellos, con serenidad, responsabilidad y sin miedo, es también necesario. Al menos para mí.

De la policía de balcón a la de mascarilla, aquellos que se autoproclaman superiores por pretender ser más precavidos, no tienen mi apoyo. Quienes, con los mismos síntomas, muestran ese miedo, mantienen al máximo su prevención, respetan los miedos de los demás siempre que no les perjudiquen y tratan de vivir lo mejor posible dentro de las limitaciones que impone la situación, no sólo tienen mi máximo respeto, sino también mi admiración. No soy nadie para juzgarlos. Ni tampoco quiero que nadie me juzgue.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Las piedras, en la playa

0 0
Read Time:4 Minute, 36 Second

Los extremos se tocan -y se necesitan y se retroalimentan- desde un punto de vista sociopolítico. El problema de los extremos no es lo que afecte a cada uno de ellos -se crearon para eso, para crear cierto caos en el que crecer- sino que nos afecte como sociedad. Son la gasolina para que la mecha no se queme, y pueda encender el fuego. Y, claro, caemos en su trampa. Españoles contra gudaris o mossos. Del España nos reprime a los enemigos de España. Pero también, la sociedad que no acepta la diversidad: sexual, religiosa, de pensamiento. Necesitamos un reseteo de tolerancia, y necesitamos que los que se sitúan en las partes sogatira no controlen la partida. Y no hablo de partidos, ni mucho menos. Hablo de clanes sociales: los que militan y los que les siguen.

Será por la edad, pero supongo que también por la experiencia y por tener más información, que he optado por aliarme a todo aquello que me une con los demás, no lo que me separa. Me parece más inteligente. Cuanto más leo a gente que abandera la neutralidad , más beneficio saco. Por no hablar de paz y tranquilidad. Y más todavía si, desde la militancia, hacen ejercicio de autocrítica consigo mismo y con sus adversarios, que no enemigos. Cada vez creo más que lo transversal nos une. Por ejemplo, los acuerdos entre empleadores y empleados, tanto en el genérico como a pie de fábrica. El consenso no sólo aúna, sino que crea complicidades. Y ahora (y yo diría que siempre), las necesitamos. En tiempos de mal dadas, la luchas en solitario suelen ser sólo por supervivencia. Como colectivo, necesitamos que todos nos olvidemos de reproches y nos centremos en los mínimos puntos que nos unen. Los acuerdos, los armisticios, las ententes… siempre son garantía de continuidad y cierta tranquilidad. No dejemos que el ruido nos dé señales confusas para elegir el buen camino. Las grandes fases de paz que ha vivido la historia de la humanidad han nacido de eso, de acuerdos. Y éstos, desgraciadamente, siempre llegaron tras molernos a palos, un paso que, conociéndonos, debemos de centrarnos en descartar de forma categórica. Huyamos de las piedras, hablemos por las ondas, no con las hondas.

El consenso no sólo aúna, sino que crea complicidades. Y ahora, las necesitamos. En tiempos de mal dadas, la luchas en solitario suelen ser sólo por supervivencia. Como colectivo, necesitamos que todos nos olvidemos de reproches y nos centremos en los mínimos puntos que nos unen.

Celebramos el día de la diversidad y, muchos de los mismos que la defienden como signo de tolerancia, lanzan piedras a aquellos que niegan su existencia. Y pierden la razón. Los avances sociales, casi por naturaleza, siempre han venido de la mano de las fuerzas de progreso, que lo llevan en su adn. Cierto que el mérito (y el esfuerzo) es de quien toma la iniciativa (divorcio, aborto, matrimonio igualitario, aceptación de la realidad diversa…) Pero siempre se ha contado con la aceptación de quienes hicieron bandera de todo lo contrario y lo asumen en su ideario. Es nuestro éxito como sociedad. El ejemplo de lo que no nace de ese consenso lo tenemos en educación, cuya gran asignatura pendiente es la no transversalidad, es decir, la falta de acuerdo, que lastra nuestro sistema, con legislaciones y derogaciones turnistas. Las pedradas no necesariamente se lanzan con una honda. Las palabras, a veces, llevan piedras, como los que quieren quebrantar los consensos con una falsedad llena de carga ideológica y de odio. La violencia machista es una realidad, por desgracia, que no ofrece discusión, por mucho que, como decimos, algunos hablen de ella como la parte de un todo.

Las piedras las carga el diablo

Promover la sospecha de que su gestión protege con desigualdad a hombres y mujeres es una indecencia y una temeridad, pero también lo es no plantearse, no debatir, no tener en cuenta que existen desajustes , como todos conocemos en nuestro entorno, aunque no aparezcan en las estadísticas y aunque su denuncia sea más un descrédito que un derecho. Porque la maldad no tiene sexo, y el odio menos. Y ha de ser perseguida, con el mismo ansia y celo. El drama de miles de mujeres amenazadas todos los días, no sólo físicamente sino psicológica y mentalmente, no da cabida a posiciones que, con carácter de estrategia de acoso y derribo general, tratan de imponer una verdad que no tiene sostén numérico, ni cualitativa ni cuantitativamente. El problema de las piedras, me decía mi madre, es que en la mano sabes dónde están, cuando salen de tu mano, pierdes el control, y pueden hacer diana en cualquier sitio. Las piedras las carga el diablo.

La causas próximas, las más cercanas, las gotas que hacen derramar el vaso suelen ser piedras o tiros que salen y hacen diana, sin aparente peligro más allá del daño físico pero sí con consecuencias muchas veces incalculables. Le pasó al archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austrohúngaro, quien fue asesinado junto a su mujer en Sarajevo, presuntamente por nacionalistas serbios, y dicen que de forma accidental. Una macabra coincidencia cuyas consecuencias fueron terribles: nació la primera gran guerra mundial del siglo pasado. Poca broma. Se habla de 13 millones de personas que, directa o indirectamente, murieron tras la pedrada de Sarajevo. Y 21 millones afectadas por causa bélica. Todo, con la pandemia de la Gripe Española de 1918 como acicate de muerte. Otra macabra coincidencia. Aprendamos de la historia. Dejemos las piedras en la playa.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %

Dirigir el cambio

0 0
Read Time:4 Minute, 23 Second

Igual que el confinamiento invitaba a la reflexión -había tiempo-, la desescalada invita a la precipitación. Somos así. El primer segundo de cada nueva situación, festejamos: caminos apestados de nuevos runners, peluquerías llenas el día de la reapertura, bares abarrotados cuando levantaron la persiana. Por no hablar de los centros comerciales, la panacea del ocio urbano. Ahora, todo está igual que antes, o peor porque la economía no permite la euforia del inicio sino que invita a la contención. Quien no puede permitirse la peluquería, se compra el tinte. Ése es el lema tras la eclosión. Hablamos de la importancia de dirigir el cambio.

Todos salimos de la zona de confort, cansados de la soledad y a la espera de recuperar lo que queda de nuestra antigua vida. Con la recuperación, todo se ha ido poniendo en el sitio. Así gestionamos los asuntos propios. Previsión, momento, oportunidad y una nueva realidad, un proceso cíclico, con cambios casi diarios. Y no pasa nada.

Quien más rápido se adapte, mejor saldrá. A caballo con ello y hablando con la gestión público-privada, quien mejor domine el ansia, tenga mano izquierda ante la incertidumbre y decida con diligencia, también mejor saldrá. Hay que manejarse con la agilidad de una startup, capaz de adaptarse a los cambios de manera rápida y poco traumática, y la robustez de una gran empresa, de movimientos quasi funcionariales.

Aprender a cambiar…

Y digo ésto porque se debate ahora el nuevo curso escolar. Que si la ratio, la distancia, los protocolos, que si hará falta más gente… Pretendemos gestionar lo que pasará en septiembre (queda tan lejos), en una realidad que, a cada segundo, es cambiante. Cierto que hay que prever, pero lo malo es que lo hacemos con voluntad de permanencia. Y es un sinsentido. La desescalada nos ha enseñado a que se puede gobernar de dos semanas en dos semanas e, incluso, menos, con rectificaciones sobre la marcha. Y no pasa nada.

Una buena forma de dirigir el cambio es la de tener una mentalidad abierta, ser cambiante. Pero casi siempre, la burocracia (no sólo en lo público) es la piedra en el zapato que muchas veces nos impide andar. No nos adelantemos, pongamos fecha (a la reapertura) y hagamos una declaración de intenciones (lógicos protocolos, con horquillas muy abiertas). No vaya a pasarnos como con las mascarillas: cuando fueron necesarias, eran recomendadas. Y ahora que hay un gran debate sobre su uso generalizado (o no), son obligatorias.

Las medidas urgentes tienen que tener ese valor. Y no podemos mirar para otro lado cuando la evidencia nos lleve a pensar a la permanencia. Es la norma, hay que cumplirarla. Si no sirve, fuera. De hoy para mañana. No esperar.

«La desescalada nos ha enseñado a que se puede gobernar de dos semanas en dos semanas e, incluso, menos, con rectificaciones sobre la marcha. Y no pasa nada»

El próximo curso…

Entiendo que la gobernanza obliga a la prudencia, y así debe ser. Entiendo que en la educación es tan importante el conocimiento como la buena conducta. La apertura de los colegios supone la vuelta a la más absoluta normalidad, al fin y al cabo, seamos sinceros, más allá de la preocupación por la formación y la gran e impagable labor del profesorado y la importancia vital que tiene en la sociedad, es también la guardería que permite recuperar a los padres nuestra actividad. ¿Cómo será la escuela del curso que viene? Pero si hasta hace nada, no sabíamos ni cómo iba a acabar éste.

La gestión de la escuela es esencial en la programación de la vida de los padres (rutinas, trabajo, etc.) pero no por esa necesidad, hemos de adelantar decisiones de carácter permanente que, además, supone emplear muchos recursos (que no son ilimitados), como profesores, cuidadores, materiales, etc… Prudencia. Y, cuando se tengan evidencias, determinación. Si hace falta, adelante. Y, por cierto, ni una palabra de digitalización, trabajo en remoto o combinación de prácticas presenciales y online. Pinchemos el salvavidas.

Life goes on

No hay nueva normalidad porque, aunque hemos sufrido una importante (y tal vez necesaria) parada del reloj de la globalización, la realidad volverá a imponerse y volverá a ser universal, encontraremos el camino para vivir sin morirnos atacados por un virus, volveremos a sentir que los días no tienen la sensación agónica y encontraremos en nuestro quehacer diario nuestro sentido. La vida sigue (life goes on)

La intrahistoria de este miedo, de esta pandemia, de este confinamiento, quedará en nuestra memoria colectiva, con el dolor de todos aquellos que se han dejado a alguien en el camino. Algo que, desgraciadamente, no es nuevo, como ocurrió con las víctimas de guerras, terrorismo, accidentes de tráfico, catástrofes naturales, enfermedades, hambres o un largo etcétera de causas-. A toro pasado, puedo decir que mi abuelo se murió poco antes de empezar esta pandemia, con 102 años, a punto del 103. Y yo me alegro que se haya ido sin necesidad de conocer todo esto que nos ha tocado vivir. Ya tuvo lo suyo.

Toda esta situación acabará como un susto, del que (espero) aprenderemos. Pero se olvidará, se irá de nuestro día a día. Eso sí, creo que hemos aprendido para siempre a emplear un minuto, o más, en lavarnos las manos.

Happy
Happy
0 %
Sad
Sad
0 %
Excited
Excited
0 %
Sleepy
Sleepy
0 %
Angry
Angry
0 %
Surprise
Surprise
0 %