Minizabas contra el búnker

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Pablo le observa detrás del telón de un escenario oscuro. En la otra parte, un niño llamado Callum Haworth, ataviado con la camiseta de su equipo, el Manchester City, y con el nombre de Mini-Zaba a la espalda. Callum sube al escenario y una voz en off le pregunta porqué le gusta Pablo Zabaleta -quien fuera jugador del conjunto de la Premier e internacional por Argentina. El chaval se sincera y empieza: «Me gusta porque es mi jugador preferido, y cuando estuve enfermo…» Se da cuenta que Pablo está detrás (lo escucha). El bueno de Zabaleta abre el telón y grita: «Mini-Zaba, Mini-Zaba… « Callum sale corriendo a los brazos de su madre, desconsolado.

Zabaleta se fue del Manchester en el 2017. Pero antes quiso saber qué pensaban los aficionados sobre él, una iniciativa inusual, tierna y refrescante para el bunkerizado mundo del fútbol profesional, alejado peligrosamente de la gente. Para ello reunió a siete aficionados cityzers en un escenario, mientras él escuchaba lo que decían para después salir a saludarlos y agradecerles su testimonio… Todo se gravó en un video, que el club difundió en sus redes sociales.

Pablo había acudido con anterioridad a visitar a Callum al hospital cuando estuvo enfermo. Y el niño, al saber que estaba detrás, se derrumbó, lloró desconsoladamente en los brazos de su madre. Luego, el chaval se fundió en un abrazo eterno con Pablo, que lo cogió en brazos. «Pesas mucho, ¿eh?», le dijo. «Te acuerdas dónde nos vimos la primera vez, Callum? «En el hospital», le respondió el niño entre sollozos, casi sin poder hablar y pegado a su pecho, sin mirarlo. «Ha pasado mucho tiempo, has crecido mucho», continuó el jugador. Y luego, recogió el papel que Callum había preparado para leerle. «Has sido una inspiración para él», le dijo el padre a Pablo Zabaleta.

Toda la prensa internacional recogió el gesto, la anécdota. Sin Callum, seguramente el video hubiera pasado desapercibido. Imagen curiosa en una televisión, un destacado en un periódico, un audio en la radio, con un comentario sentimental, y una buena retahíla de likes en las redes sociales. La presencia del niño todo lo cambió. Y empezó a circular. Yo no lo vi en su momento, pero el abogado Borja Pardo (fundador del portal deportivo Sphera Sports) lo rescató y lo compartió en su cuenta de Twitter, pegándolo a mi memoria, donde quedará grabado eternamente. Cierto que a mi tampoco me hubiera impactado tanto el video sin Callum. Lo que verdaderamente me entristece e indigna a partes iguales es que hablemos de ello como algo anecdótico, y no como algo habitual y cercano.

Pedja, el ídolo

Cuando me inicié en el periodismo deportivo tuve la suerte de vivir todavía la magia de los aficionados y sus ídolos. Las puertas abiertas a los aficionados eran habituales. Recuerdo un día, en la Ciudad Deportiva del Valencia, por la tarde, un entrenamiento de un día festivo. Paterna estaba abarrotado (igual que ahora… sic) de aficionados viendo el entrenamiento y esperando pacientes a que salieran los jugadores de las duchas. La sala de prensa estaba enfrente de la salida principal, y los jugadores tenían que recorrer un río de gente hasta llegar al lugar donde esperábamos. En aquella época era habitual que se hablara todos los días y también que los futbolistas hablaran con los aficionados.

Era el año de la eclosión de Pedja Mijatovic. Con sus pantalones de pinzas, su camisa ancha y de estilo hawaiana y colores estridentes, inició el camino hasta la sala de prensa. Pude comprobar como Pedja se paró con cada niño a firmar, con cada padre que le lanzaba literalmente a su hijo o hija para hacerse la foto. Fueron más de diez minutos de paciente paseo entre la gente. Los periodistas lo mirábamos desde la distancia, maravillados de la paciencia y la cercanía de Mijatovic. Sólo así, se entiende su posterior salida traumática del club. Era adorado. Y ya se sabe, en el amor, a mayor pasión, mayor dolor tras la ausencia. El fútbol, entonces, tenía alma, los jugadores eran personas cercanas. La gente acudía, pasaba la tarde cerca de sus ídolos. La mayoría de veces, la relación era la normal: aficionados adorando a sus ídolos. Las menos, de tensión, protestas, pancartas. Que las había, pero era parte del espectáculo.

La vida es pasión, y sin ella, la vida pierde color y se transforma en un relato de hechos en blanco y negro. Más allá de Pedja, Zabaleta o Ronaldinho, que también participó de esa cercanía y simpatía para con sus seguidores, tengo la impresión que todo aquello no interesa porque, utilizando un símil futbolístico, se tiene más miedo a perder que ilusión por ganar. Los clubes, los protagonistas del deporte (en su mayoría) viven en un mundo de serie de televisión. Hacen su particular Netflix cada día, y se pierden lo que más llena en esta vida: las emociones y los sentimientos.

La cercanía ficticia de las redes sociales no puede esconder a los protagonistas de la realidad. Nadie puede pretender que un mensaje, aunque vaya dirigido a ti personalmente, te llegue como ese abrazo eterno de Pablo a Callum, o esa foto de Pedja con el hijo de un abonado que se deja sus ilusiones en el club. Callum siempre será del City y de Pablo… y del City gracias a Pablo. Seguro que todos los niños que se hicieron la foto con Pedja aquella tarde camino de la sala de prensa son ahora del Valencia. El sentimiento de adhesión a una causa necesita de muchos pablos, muchos pedjas y muchos ronaldinhos y muchos menos organismos corporativos con inspectores de gestapo. Y necesita de mcuhos clubes que abran sus búnkeres hasta las entrañas. Nada tienen que esconder y pueden recoger mucho.

Esa misma tarde, en Paterna, había también algunos colegas que hoy representan a los clubes en sus departamentos de comunicación, haciendo y llevando a cabo una labor opuesta a la que presenciaron con admiración aquella tarde. La mayoría de clubes hacen jornadas extraordinarias de puertas abiertas en Navidad, como regalo a los niños. Qué suerte que para mí y para otros muchos niños de mi época y posteriores, la Navidad del fútbol fuera eterna, diaria. El bueno de Españeta o el gran Pirri, (utilleros entrañables del Valencia y del Levante) se hartaron a firmar en nombre de los futbolistas miles de balones, camisetas y todos los objetos que se les presentaban. Y Bernardo España fue despedido tras su muerte como una rutilante estrella valencianista. Que lo fue.

Los ídolos adoraban a sus gentes. Y eras correspondidos. El fútbol era más humano, más cercano, más emotivo, más vivo… con sentimiento. El deporte, en general, tiene que recuperar a su gente. En realidad, nunca lo debía de haber perdido. Y va por el camino contrario. De no hacerlo, tiene riesgo de acabar siendo intrascendente, por desapego. Y la lectura seccionada de las audiencias de televisión así lo atestiguan: los jóvenes ven menos deporte por televisión. Apunten

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Certezas

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La RAE habla de la certeza como «un conocimiento claro y seguro de algo«. Con la disputa polarizada, la certeza es casi un imposible. Diríamos que es un anhelo, desde la objetividad, desde la mayoría silenciosa que no observa el mundo desde bandos irreconciliables. Tenemos tan interiorizado lo de posicionarnos, que no concebimos lo  contrario. Hay que mojarse. Las etiquetas, la militancia. Del facha al comunista, los adversarios se convierten en enemigos. Y todos caemos en ese rojo y azul tan característico. Michelle Obama avisa en su libro autobiográfico1 sobre su renuncia a entrar en política tras los ocho años de presidencia de Estados Unidos, y por tanto descarta emular a otra ex-primera dama, como Hilary Clinton. «En esa arena, no sé moverme», razona. Ni sabe ni quiere. Y cuenta esa experiencia casi agónica de su paso por la Casa Blanca. Poco debate de ideas, mucho pactismo y mucho clientelismo.

He llegado a la conclusión que, para la política actual, la polarización es necesaria. Las líneas rojas se crean, más que existen, por seguridad, por simplicidad, por sencillez. Adscribir es ordenar, poner en la columna correspondiente, como en una tabla de excel. Una forma de delimitar contenidos, una sencilla manera de organizar un relato. Lo ideal sería que fuéramos los ciudadanos los que trazáramos ese relato de nuestras opiniones e ideas. Pero no, es la opinión publicada y su versión moderna de las redes sociales, reflejo de la práctica política, la que la ha impuesto. Es la sociedad la que no sólo permite la adscripción incondicional a una causa, sino que la fomenta. Bandera, bufanda, colores, líderes. Y no sólo es ruido. Las encuestas lo dicen.

Ciencia polarizada

La ciencia también se ha visto afectada por este cáncer de la polarización. La pandemia ha hecho del habitual y necesario debate científico (la controversia razonada es parte del método), un motivo más de enfrentamiento. La polémica ha topado con miedos, inseguridades y una práctica mental en la que parece que todo se mueva desde el interés. El contubernio y, por ende, la conspiración asola todo lo que toca. De ahí, la sospecha y la trampa. La sensación de cobaya humana, de ser víctimas de los intereses ocultos de las farmacéuticas o del miedo por la falta de garantías (cuando nadie se plantea la garantía de un medicamento que el médico le receta para una dolencia común), están detrás del argumentario antivacunas que, por supuesto, tiene su reflejo en los bandos irreconciliables de la política, aunque éste sea, tal vez, más transversal.

La palabra libertad está de moda y se utiliza a conveniencia, según tu propia certeza. En nombre de ella se postulan antivacunas y pro-abortistas, por ejemplo. Casos extremos con un mismo modelo de argumentación: reivindico mi libertad en aquello en lo que tengo convicción y lo defiendo alegando un bien superior y global. La vida y la salud pública, respectivamente. Libertad individual en los dos casos, vista desde ópticas ideológicas contrarias pero con una lógica similar. Es un tema de prioridades y convicciones. El debate es, no sólo bueno, sino necesario. La confrontación es más cosa de partidos. La política debería ser otra cosa muy diferente a la que nos cuentan. Y lo peor es que ese virus político macarra, alejado de los consensos, infecta a todo lo que rodea a la política, la vuelve ineficaz, la banaliza y, a mi criterio, aumenta su desprestigio y descrédito.

1 «Jamás he sido aficionada a la política, y mi experiencia de los últimos diez años no ha contribuido a cambiar eso. Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables, la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo (…) En el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena» Del libro Mi Historia, de Michelle Obama.

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Si al diablo le abres la puerta…

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“He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas”, así reflexionaba Michelle Obama cuando recibió los primeros ataque personales por parte de la opinión publicada en la génesis de la campaña de Barak a la presidencia de Estados Unidos, según ella misma explica en su extraordinario libro biográfico. Mientras fue anónimo y sin peligro, todo lo que ella hacía o dijese en precampaña o en primarias pasaba desapercibido. En cuanto el primer presidente negro de los Estados Unidos fue a full a por La Casa Blanca, la cosa cambió. Y eso que en aquella época las redes sociales estaban en un estado embrionario, por no decir inexistente.

Esa distancia larga, esa ausencia de referencia personal con el personaje explica la enorme violencia que se genera en las redes sociales, agravado además por el hecho de que muchos perfiles no tienen ninguna identificación y se ocultan bajo seudónimos, otros son falsos y muchos automatizados, conocidos como trolls. Insultar o criticar una persona con tirón mediático, puede salir rentable. Al otro lado, la gente normal que usamos las redes sin máscara… La crítica, como nos decían cuando estudié, ha de ser razonada, y no sazonada desde el odio ni dirigida al insulto. Las redes sociales, es cierto, han dado voz a todos aquellos que, en mi época, se situaban en la clase en la última fila y, con alevosía, se mofaban de todos los que cometían una equivocación. Gamberros -muchos amigos míos, y alguna vez incluso yo- que no hacíamos otra cosa que pasarlo bien (o eso decíamos), pero sin ánimo de ofender (que lo hacíamos) y, sobre todo, sin ánimo de perpetuarnos en el insulto y a acoso (bullying), pero que contribuimos a ello.

«He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas»

Del libro Mi historia, autobiogràfico de la exPrimera Dama, Michelle Obama

El insulto (sobre todo el entorno de Twitter, que se ha vuelto descorazonador) está desatado y sobrevalorado, aunque siempre duele. Nadie tiene miedo ni vergüenza a darle un me gusta a una barbaridad, porque casi nadie utiliza su nombre y su foto de perfil para ello. Salir del armario del anonimato, no mola. Puede ser el chico educado que te dice todos los días: «buenos días», que cuando sale del ascensor, se transforma en energúmeno en cuanto abre su portátil y la aplicación en donde puede ejercer de hooligan, como si estuviera en la grada de cualquier evento deportivo, en donde todo está permitido. Es el escape. El deshaogo digital. Y es urgente una reflexión de estas empresas tecnológicas para con sus usuarios.

Uso y abuso

Se produce una situación curiosa. Los profesionales utilizan las redes como marca personal, imagen y marketing de su propia actividad.  Es parte de su trabajo. Los seguidores arrojan cifras insultantes sobre personajes que, en el caso de no brillar por su popularidad, serían residuales en la red. Entre los populares, la frivolidad de su actividad marca el sentido de los comentarios. A mayor complejidad del perfil (un científico, un escritor, un pintor, un ejecutivo, un divulgador), el efecto insulto y odio, se reduce o desaparece. A mayor popularidad, se banalizan la comunicaciones y, por ende, los comentarios (un futbolista, un actor, un youtuber, etc.)

Las redes han igualado a todos, pero no todos las utilizan igual. Cuando entras en la dinámica de la popularidad en redes, tienes que se consciente de esa situación. Ahora bien, ¿qué pasa si todos aquellos vips de las redes las abandonan, hartos de tanto insulto y desprecio? Que los trolls y demás canalla se quedarán huérfanos de víctimas sobre la que enviar sus avinagrados comentarios. Y eso está pasando, pero aún no es generalizado.

Hoy todo está desatado. Salimos a defender nuestra ética cuando alguien, con patologías previas, decide decir adiós a la vida. Un personaje público que ha de lidiar con las dos partes: la parte de personaje y la de público, que explotó hasta el final, hasta que no pudo más. Dolor y rabia, pero poca broma: cuando juegas con fuego, te quemas. Cuando te equivocas de público al que acudir… pasa que no es el mismo que te aplaudió y te adora. Ese público que ahora te echa de menos es el que llora en silencio tu marcha y maldice a los sanguinarios que te atacaron. Y eso no es culpa (sólo) de las redes sociales o los medios de comunicación, sino de quien acude a ellos y ellas a curarse.

Las cosas, más allá de algunas obviedades, no son ni buenas ni malas, sino que son algunos de sus usos los que las transforman. A las redes sociales, siempre lo digo, las carga el diablo, que étimológicamente era el portador divino de las malas noticias al pueblo y que es la nominalización del verbo griego diaballo, que significa acusar. Que nadie se lleve a engaño. Si al diablo le abres la puerta…

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El valor de lo rural

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Son las 6 de la tarde. Necesito comprar unas cosas. Café y algo de carne. A pie, tardo cinco minutos hasta el centro del pueblo. En coche, casi igual, mientras aparco. Decido dar un paseo. Vivo en las afueras y nada más llegar a las primeras casas, me invade el olor a leña quemada. Si fuera domingo, te diría que el aroma es a paella hecha a leña. Siendo un jueves tarde, la chimenea y la calefacción de esa leña inundan todo el ambiente, creando esa postal rural a la que, tal vez, sólo le falte la nieve para ser serrana, o sea, de montaña. Mi pueblo, el sitio en el que yo vivo es Serra, una localidad tan cercana a la capital como abierta al cielo, en donde todo ocurre a otra velocidad, y en donde el día gana terreno a la noche. Silencio.

La verdad es que en el ambiente rural apetece poco salir de casa, pero no por ambiente, sino por un sentido intimista de la vida. A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas. En verano, con el buen tiempo, los pies salen solos a la calle, en busca de la fresca. En invierno, los pies se llenan de lana de zapatillas calientes, e invitan a la intimidad interior. Todo regado con un silencio sepulcral y unos colores, los de cada atardecer, que motivan lo sentidos.

DESTACADO

A veces, pensamos que la parte divertida de la vida es salir y compartir, pero también lo es disfrutar de las pequeñas cosas, aquellas que tenemos a mano, que no suponen más esfuerzo que el de observarlas.

Erasmus rurales

La lucha de lo rural por subsistir es desigual y cruel. La ciudad es joven y jovial; el pueblo, es maduro y reflexivo. El éxodo a la ciudad se inicia con las necesidades de socialización salvaje (y lógica); las ganas de volver al origen, se vienen cuando el aburrimiento deja de ser un hándicap y empieza a ser una voluntaria y reconfortante opción, como escribía en mi último post. Leo el caso de Rubén Escusol, un joven de Zaragoza que ha realizado varios Erasmus rurales, merced a un programa entre varias instituciones. Tiene 30 años, y ha salido de casa no para exhibirse por Europa, sino para encontrar acomodo en los desconocidos ambientes rurales de su Aragón natal. La búsqueda de llenar los graneros de la España vaciada nos lleva a iniciativas curiosas como ésta.

¿Qué le lleva a un joven a irse a Morés, un pequeño pueblo de trescientos habitantes de la comarca de Calatayud? Un Erasmus se lleva un buen atracón de gastos, tanto de logística como de gastos de fiesta, pero también de diversidad e intercambio cultural e idiomático. Un Erasmus rural se lleva una nómina, un trabajo e independencia. Además, una experiencia en la que descubre las gentes anónimas que se esfuerzan en entornos difíciles, frente a la algarabía de grandes ciudades, hastiadas de visitantes esporádicos, que dejan buena cosa de ingresos, por otra parte.

La experiencia de vida, la edad, todo influye. Este programa aragonés va al corazón de la toma definitiva de las decisiones. Erasmus con 30 años que pueden establecerse (decisión de vida o crear una familia) en un entorno rural y dar vida a pueblos cuya reducción de la población raya la subsistencia. El valor de lo pequeño (el comercio local, la intimidad que da la no-aglomeración…) deben ser valores explicados y aprendidos.

Mi pueblo, en el que ahora vivo, Serra, está a poco más de media hora del centro de Valencia. Cuando le dices a alguien que vives aquí, te sueltan: «Qué guay, estarás en la gloria, una maravilla de vivir en la montaña; en cuanto pueda, lo hago», te dicen siempre de primeras. En cuanto pasan unos días, semanas o meses, la maravillosa decisión se convierte en hándicap: «es que está lejos, hay que coger el coche…»

Diría que irse a un entorno rural es alejarse del ruido, abandonar la tentación del ocio impulsivo. La decisión genera opiniones casi antagónicas: o te adaptas y te quedas o lo odias y huyes. En un mundo en el que todo está tan cerca, más allá del hábito y de la voluntad (tengo un respeto absoluto por los urbanitas, término que utilizo sin sesgo peyorativo), la decisión de vivir en un entorno rural no tiene color porque colores (y olores) es justo lo que hay de sobra, siempre que tengas claro el valor de esa vida. Alejarse de lo genuino que es vivir en un pueblo por comodidad es comprensible pero siempre deja un poso de insatisfacción.

Los pueblos se vaciaron, primero por la necesidad económica del empobrecimiento del mundo rural, y en esta época más por el espíritu joven de socializar. Ahora, deberían rellenarse como la única fórmula para encontrar un modelo de vida independiente, sano y sostenible. Vivir en un entorno más divertido, pero en una habitación de un piso compartido por 400 euros no es más que un abuso del peaje que supone la socialización, un dislate sólo al alcance de nosotros, los humanos, seres absolutamente contradictorios: preferimos hacinarnos e interactuar, que acomodarnos y observar. Curioso.

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El placer de aburrirse

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La complacencia es enemiga de la autocrítica y, por extensión de la autoestima. La complacencia nos deja inertes en el juego de cualquier situación. Sin opinión. Como dice el refranero popular… sin oficio ni beneficio. La complacencia suele marcar actitudes corporativas y corporativista, de defensa de lo de dentro en contra de lo que nos viene de fuera. Como el más vale malo conocido… No deja de ser una actitud pasiva, no-proactiva, que deja nuestra voluntad al servicio de los demás.

Y creo que, en parte, eso nos pasa un poco a todos con el ocio. Tengo la impresión -y el confinamiento me lo hizo ver con claridad- que lo tenemos sobrevalorado. Es más, que el ocio, entendido como hay que salir, hay que hacer cosas, hay que visitar, hay que viajar… en nuestro tiempo libre, no deja de ser un segundo trabajo, un estrés sobrevenido y voluntario. Y ya dicen… sarna con gusto no pica. Error. Pica, pero lo soportamos porque hay -en apariencia- un beneficio mayor, aunque perdamos sueño, lleguemos cansados, nos levantemos groguies, y con la cartera temblando.

Mi última tarde de sábado me quise retar a mí mismo y por eso me propuse y me dije: voy a aburrirme. Pero voy a hacerlo soberanamente. Voy a perrear por casa. Los utensilios modernos de entretenimiento moderno (tablet, móvil, etc.), acabaron a un lado. Desquiciado de tanta pantalla, llegó un momento que, como me pasó en la Ruta de los Faros este verano -en aquel caso, de silencio-, encontré mi umbral de aburrimiento. Mirada sin ver, una especie de meditación por aburrimiento.

Y me reencontré en mi memoria con aquellos laaaargos días de cama, cuando de pequeño me quedaba enfermo en casa, sin nadie a mi alrededor, y el silencio. Y cómo mirar al techo era descubrir todos los agujeros y mentiras de la habitación. Me fijaba en los dibujos de las cortinas, escuchaba la radio de la vecina, las puertas que se abrían y cerraban, el ascensor. Hasta que uno de tantos ruidos, llegaba mi madre después de sentir la llave en la cerradura. Y ya por entonces, aunque lógicamente me alegraba de verla, siempre le encontré cierto gusto al aburrirme. No hacer nada enseña, y más en esta época de tanta actividad.

Me aburro

«Me aburrooo…» Es la queja moderna del niño actual. La presencia constante y la agenda repleta hace que los niños de hoy no sepan entretenerse solos -y yo el primero que me acuso. Llamamos compartir tiempo con tus hijos jugando con ellos -y oye, eso está bien, es muy de papis guais– pero con ello y con todo, invadimos el espacio de su propia creatividad para aprender a entretenerse. Depende también de la voluntad y carácter del niño y de la situación del momento. Yo, de pequeño, me pasaba horas y horas escuchando la radio. Incluso los domingos, la radio deportiva. Nunca me aburrí, pero nunca tuve reparos en estar (que no sentirme) sólo.

«En casa, me sumergía en un mundo de dramas e intrigas y elaboraba una interminable telenovela de muñecas. Había nacimientos, enemistades y traiciones. Había esperanza, odio y a veces sexo. Mi pasatiempo preferido entre la escuela y la cena era ir a la zona común situada entre mi dormitorio y el de Craig*, esparcir las Barbies por el suelo e idear escenarios que me parecían tan reales como la vida misma». Es un fragmento del libro de Michelle, la mujer de Barack Obama. Con excepciones, es una tarea infantil casi inimaginable en la chiquillada de hoy.

Michelle, en el libro, reconoce que empezó a salir y a renunciar a sus juegos, porque empezó a aburrirse. La sociabilidad es buenísima, recomendable y necesaria. Pero la esclavitud de tener una actitud rozando la dolencia de hiperactividad cada fin de semana no deja de ser otra forma de aburrirse porque es lo excepcional lo que hace atractivo el ocio, y la reiteración lleva el ocio a la rutina. Y de éstas, ya tenemos bastantes. Así que tardes de manta, peli y sofá están al alza. Y no te quedes con la sensación de haber perdido el fin de semana.

*Craig es el hermano mayor de Michelle Obama

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¿Y quién crea?

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para parecer que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieras».

Barack Obama en su libro Tierra Prometida

Esta fue la contestación del exasesor David Axelrod al entonces candidato Barack Obama tras uno de los primeros debates televisivos previos a su acceso a la Casa Blanca. Es el juego del lenguaje político respecto el mundo del periodismo, totalmente ligados. Estrategias de ver las cosas desde un lado o el otro. La comunicación hoy gana a la información. Las redacciones se vacían, y los gabinetes viven su gran boom. El resultado es un empobrecimiento de nuestra profesión, seguramente por falta de calidad en el producto final.

Desafección

Una pérdida de calidad también provocada por nuestra propia praxis, a veces muy alejada de la sociedad, o al menos esa impresión tengo yo. Observo en mi entorno cierta desafección sobre los medios y su forma de hacer. Informar y comunicar deberían ser caras de la misma moneda, pero cada vez se informa más sobre las cosas que otros quieren difundir. Ellos hacen la agenda, y la gente sigue la directriz marcada por los grandes creadores de información y opinión, que ya no siempre son los grandes medios de comunicación. Y, cuando lo son, cojean. Nos salen informadores por doquier. Fin al monopolio periodístico de informar. Admitámoslo.

Lo contrario al análisis oportunista del momento, es la reflexión. Algo que en el periodismo escasea, las más por falta de tiempo, otras muchas veces por mala práctica. Cualquier contenido caduca (eso es de ayer), y no es así. Cualquier situación está sujeta al rigor del tiempo y a la premura de lo que, dicen, ha pasado. Cierto que un amigo y colega me dijo hace tiempo que un periódico en papel es como un iogurt caducado. Y no le falta razón, si hablamos de una información. En mi formación como periodista de agencia aprendí que las noticias no han de tener más tres párrafos. La información caduca, el análisis (entrelazar y jerarquizar temas), no. Se enriquece con el tiempo. Y tiempo es el que muchas veces no tenemos y otras muchas vamos al recurso fácil de ir por el carril. Llenamos plataformas multimedia y nos olvidamos de la esencia: la calidad de esa información.

El cuándo de las 5W de la pirámide invertida del relato informativo-, se prostituye para elaborar contenidos sesgados por la premura del tiempo y el oportunismo de una noticia bien construida pero mal analizada. Nos ha pasado en la última pandemia (sobre todo con los datos), pero ésta ha sido sólo la constatación pública y generalizada de una práctica, en mi opinión, a revisar.

Aunque ya escribí sobre esto en plena pandemia, quiero volver a incidir: la notoriedad es noticia, pero no es la única. Sólo una clase de colegio cerrada por Covid no puede dejar sin noticia a las otras 1.998 de otros miles de colegios que abrieron sin incidencia. Pero está en la esencia periodística hacer caso a la excepción. La anécdota es un punto en la línea de análisis de cualquier hecho o acontecimiento de actualidad, pero no el único. Y vamos a la puerta de ese colegio a grabar esa excepción/noticia. ¿Correcto? Técnicamente, sí. Pero creo que eso nos aleja del gran público, cada vez más formado e informado. Se cansan. O eso percibo.

El otro día leía a una colega periodista decir que la gente ha demandado información durante la pandemia. Mi percepción es que ha sido justo la contraria. Sobre todo en el confinamiento, los medios fueron un gran centro de interés como servicio al público. No había otra posibilidad de contacto con el exterior y casi de ocio. Fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se alejaron definitivamente.

«Durante el confinamiento, los periodistas fuimos esenciales en las formas y prescindibles en el fondo. Todos consumieron mass media, y muchos, que ya nos habían abandonado como manera de informarse, se han alejado definitivamente»

Abrir cada informativo y portada de periódico con datos de contagios, focos y excepciones graves varias, ha sido casi como un mantra. Todo, más el conocido clickbating (obsesión porque se haga click en cualquier enlace con el fin de mejorar tus datos de audiencia y publicidad) se ha convertido en ese veneno de pan para hoy y hambre para mañana. Pero, sobre todo, creo que nuestro concepto de lo que es y no es noticia nos debe llevar a los periodistas a la reflexión (al menos, a mi me ha llevado). El hecho de que hoy todo el mundo pueda ofrecer información (redes sociales) y, en paralelo, que los medios especializados (científicos, por ejemplo), estén al alcance de todos, ha llevado a que nuestro papel como transmisores de información general quede en entredicho. Tal vez, recuperar la agenda y jerarquizar la información (llegar a pocos temas bien, y no a muchos o todos, mal) sea un buen inicio de cambio.

El dato raquítico, el titular fácil, el análisis poco elaborado, y la desafección de la gente son partes del mismo problema, y eso es lo que me llega a mi, de mi gente que dice: «he dejado de ver las noticias». Y, en defensa de los medios diré que, más que esos medios que lo difunden, son las autoridades (gabinetes) los que lo utilizan como semáforo. Y los demás, a rueda, como cuando vas en bici en fila de uno. Sólo ves una rueda a la que vas con el gancho para no quedarte. En periodismo, nos pasa lo mismo: todos a rueda. ¿Y quién crea?

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Poliamor

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No se trata sólo de sexo. Se trata de relaciones no basadas en la posesión.

«Hace 100 o 200 años, y en la mayor parte de la historia, la familia era una unidad política y económica, no afectiva», así se expresaba Youval Noah Harari, el profesor de historia de la Universidad de Jerusalem, en una entrevista reciente. La ligazón afectiva ha variado también nuestro concepto de relación. Las familias- unidades económicas no se rompían, si no es por fuerza mayor. Hoy, parte de la seguridad que ofrecía aquella unidad familiar, la facilita el Estado. El amor es libre de expresar las nuevas relaciones.

A María…

Ya os avanzo: ni amor para toda la vida, ni poliamor. Este artículo es una especie de encargo de mi amiga María, la gallega, quien, tras una larga conversación en la que surgió este tema, me envió un texto muy largo, de esos que aparecen por las redes -anónimos pero a los que siempre le encuentras algún fragmento con mucho sentido- hablando sobre el poliamor, vocablo culto que esconde la crudeza del vulgar follamigos‘. Suena mal, la verdad. De todo ese gran texto, me quedo con el final: te quiero mía/o, pero sin que estés conmigo. Mucha miga. De esa conversación surgió este post, casi por encargo.

Improviso haciendo una aproximación más intuitiva que académica:  el amor es un sentimiento, y por tanto huye de la racionalidad, de la lógica, no tiene medida ni proyección. Si se tuviera que hacer un proyecto empresarial del amor, simplemente no sería posible. Aplicar racionalidad a la emoción es, simplemente, un atrevimiento inútil.

El sentimiento aplicado del amor sería una relación. Con vaivenes, idas y venidas. Un tobogán de sensaciones, una bolsa de acciones que suben y bajan, siempre ligadas por algo que se viene mucho más racional: la costumbre del afecto. Una relación, por ser el amor un valor poco seguro e incontrolable es, por definición, inestable y finita.

Así las cosas, el poliamor es un vocablo que viene a definir el ‘amor libre’, como expresión sin trabas éticas del deseo, de la pasión. Y parte de ese amor nace de la necesidad de cubrir un instinto básico como es el sexo. Esconder ese deseo, como han hecho muchas sociedades en la historia, al menos en los dos últimos milenios, es como tapar una cazuela en ebullición: el agua sale por todos los lados y escalda todo lo que encuentran a su paso. Los abusos son ese agua en ebullición, y las prohibiciones, la tapa. La vergüenza del que exige algo y hace lo contrario. Es la doble cara de la ética. Las puertas giratorias del celibato. Es lo que tiene demonizar el instinto. El sexo, para la procreación. Eliminar los instintos es un imposible. Igual que la Ley Seca  en Estados Unidos generó alcohólicos en serie, el celibato ha multiplicado predratas y puteros con sotana,  generalizando la hipocresía de un mensaje moralizante, no ético. Aunque hay que puntualizar: una manzana podrida puede pudrir al resto, pero no presupone que todo el manzano esté enfermo.

De Eros a Cupido

El amor, el deseo, el instinto, la pasión, el sexo… De los griegos a los romanos, de Eros a Cupido, de Afrodita a Venus. «El amor no puede crecer sin pasión», le dijo el oráculo a Venus, la Diosa del Amor cuando le pidió ayuda por el débil crecimiento de Cupido. La mitología ya entendía de estas formas de amar. De hecho, era lo normal. Hoy, mediatizados por aquellas creencias que satanizan, no sólo el poliamor, sino amar a más de una persona a lo largo de nuestra vida, sigue pareciendo perverso, pero menos.

¿Se puede amar a más de una persona a la vez? Tal vez, culturalmente, nos cueste, por aquello de que siempre nos han contado de que se ama una vez en la vida y es para siempre. Se puede amar a más de una persona, por supuesto que sí. Trasladar el principio (más de un amor) a una relación lleva implícito la aceptación de que la red de relaciones sean lo más simétricas posibles para que funcionen sin interferencias. Y no suele ser así.

Este verano, una entrevista del CIS, revelaba que los votantes de Podemos y de Vox eran los más propensos a practicar sexo sin amor. Una prueba de que el origen del poliamor no es ideológico. Por razones opuestas, se llegan a las mismas soluciones, demostrando aquello de que los extremos se tocan. En los dos casos, el sentido de propiedad, la clave. Los unos la niegan, los otros deciden solventar la falta de pasión, sin poner en riesgo la institución (posesión). En ninguno de los dos casos se habla de amor, sino de sexo, un vínculo menor. Pero, al fin y al cabo, no deja de ser un vínculo.

Pero también es cierto que la misma asimetría de una relación con varias aristas, se puede aplicar a una relación de pareja, sea cual sea su condición sexual. Aunque es más fácil llegar a una entente entre dos personas que entre más. Las asimetrías en pareja pueden ser complejas, pero subsanables. Los desequilibrios de los poliamores simplemente destruyen el poliedro y te obligan a reconstruirlo con nuevas aristas. Asumamos que, de acuerdo con el círculo de relaciones del poliamor, hay uno de los vínculos que, por la razón que sea, puede salir de esa relación entre iguales. Fin de la historia.

La clave, uno mismo

Sin tener una opinión formada del todo, la clave, a mi modo de ver, está en uno mismo, en tu propio equilibrio y en tu propio gusto, lejos de modas y un coolismo igual de rancio que el celibato. Sobre todo, es importante admitir que lo que no depende de uno, deja de ser importante. Si todos dentro de ese poliedro son conscientes de que se puede romper en cualquier momento, perfecto. No habrá damnificados. Lo valiente es apostar sin mirar atrás. Yo, lo reconozco, sería torpe en el poliamor, pero no por prejuicios sino por mi propia forma de emocionarme y de sentir. Me pone pensar en global en una sola persona, sin necesidad de reprimir ningún instinto básico. Porque es básico aquello de que si tienes todo lo que deseas, no es necesario salir a buscarlo.  Es un poco cartesiano, pero es una manera de querer y, sobre todo, de quererse.

Lo contrarrevolucionario, como escribía en Salir corriendo, es tal vez no dejarse llevar por aquello de «lo quiero aquí y ahora». Y digo tal vez, porque no me atrevo a juzgar como bueno o malo. Simplemente, que conmigo no cuenten. Al final, el poliamor es una forma moderna (como cualquier servicio de consumo digital) de consumir amor, haciendo posible tener lo que uno desea en cada momento, eso sí sin necesidad de pagar por ello. No seré yo quien juzgue cómo ame, viva o se relacione nadie. Lo importante, como decía entonces, es encontrar un gran proyecto que nos dé para tener una vida lo más feliz posible. El poliamor no deja de ser una opción pero, para mi, más como recurso nunca como leitemotive. Repito, y no por cuestiones éticas o estéticas, sino más bien, prácticas. Si el amor para toda la vida es una quimera, el poliamor es una utopía, eso sí, muy snob.

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Piénsenlo

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Hablando con mi madre, me doy cuenta cuán de daño ha hecho la pandemia. No creáis, mi madre es, además de las formadas e informadas, de las que no se cree una verdad por mucho que se la repitan en la tele. Pero está confusa y, sobre todo, tiene miedo todavía. Y va para largo. Ahora vivo en Serra, en la Serra Calderona, un pueblo de poco más de 3.000 habitantes. Desde hace tiempo, las cifras del covid aquí son casi inexistentes. Y la gente, en su mayoría de edad avanzada, sigue mayoritariamente llevando la mascarilla por la calle. Tienen miedo. Y el cambio de obligación a recomendación ha surtido efecto. Excepto los que ya estábamos convencidos que el uso generalizado de la mascarilla ha sido más una medida disuasoria que de protección real, el resto sigue igual. El miedo sigue teniendo muchos adeptos, pero genera desconfianza. Y no confiar no es la mejor manera de crecer. Sin caer en la euforia, necesitamos mirarnos las caras ya.

Y es que el gobierno ya ha anunciado que quiere retirar las mascarillas (en espacios cerrados) en la primavera de 2022. O sea que lo de vida normal se retrasa. Lo de la nueva normalidad se quedó en un eslogan . Se había especulado con este mes de octubre cuando la vida volviera a ser la que tuvimos. Pero parece que no va a ser así. La medida afecta casi a la totalidad de la población porque la gran mayoría compartimos espacios cerrados (oficinas, clases, almacenes, hoteles, restaurantes…) en nuestro lugar de trabajo. O sea, que no desparecerán y que seguiremos utilizándolas sin que haya una relación causa/efecto ahora realmente justificada. El virus (como casi todos los virus en la historia de la humanidad) está desapareciendo y, cuando lo hace, se ha quedado en poca cosa. Y eso no son opiniones, son datos.

Mi octogenario tío se contagió hace poco de Covid. Unos días aislado, y vida normal. El virus no va a desaparecer (seguimos sumando contagios). Será endémico, y lo tendremos, cual gripe, entre nosotros. Hace unos días me encontré a un amigo mío, uno de los primeros que se contagió de covid. Estuvo ingresado. Ha sido activo en redes sociales, exigiendo precaución y denunciando toda imprudencia. Eso de cara al exterior. En el cara a cara me reconoció que la enfermedad ha afectado a los que, como es su caso, tenían patologías previas.

Sí hay excepciones, seguro; pero son eso, excepciones. Por mucho que la consigna haya sido que el virus nos afecta a todos por igual, tomar la anécdota por el global es una vieja táctica intimidatoria. Si decimos que los jóvenes también enferman de gravedad, y nos vamos a buscar sólo a la excepción, estamos informando de forma correcta (porque es cierto), pero también estamos incurriendo en una mentira comunicativa: la excepción nunca puede generar un argumento para una situación global. Con la transparencia y la verdad, como le digo a mi hija, se llega antes a cualquier sitio. Vacunación y nuevas terapias están haciendo descender los números. El certificado covid en las empresas, la tercera dosis de la vacuna y el control y seguimiento de los más vulnerables deberían ser ya el nuevo escenario. Pelillos a la mar y a recuperar el tiempo perdido, que falta nos hace.

Prueba-error en la desescalada

Y no es necesario tomar medidas absolutas. O todos, o ninguno. Vamos con una consigna empresarial que podemos aplicar casi a cualquier aspecto de la vida: el prueba-error. Comiencen, como prueba-piloto, por algunas aulas de distintos colegios (eso sí, de alumnos y profesores vacunados), empresas pequeñas o medianas. Recuperen la normalidad con los viajes para mayores y hagan excepciones con los más vulnerables. Tomen nota, analicen y, si encuentran alguna incidencia desconocida o no esperada, ya rectificamos. Y si no es así (como se preve), avancen en la apertura. Hasta primavera mirándonos sólo a los ojos, quitándonos la máscara en cualquier salón de bar, besándonos y abrazándonos en casa, viendo el fútbol al aire libre con mascarilla, llegando a la salida de una prueba ciclista con mascarilla y mientras los ciclistas pasando por pasillos de gentes en un puerto, sin control y sin mascarilla. Y, lo que es más grave, viendo como muchos de nuestros mayores, de forma generalizada, y otros conciudadanos siguen espantados, confundidos por el mensaje: desaparece la obligación de llevar la mascarilla por la calle pero se mantiene la recomendación. Hay peligro, piensan. Y por si acaso, se la ponen, aunque no haya nadie a su alrededor. Desconfían del poder.

Nada de conspiraciones, por favor

Comprendo que se ha de ser cauto, pero el erre que erre con la mascarilla, me suena a aquella famosa receta de austeridad en la salida de la crisis económica de las subprime y la burbuja inmobiliaria.que ahogó el consumo y la economía, agravando la situación social y económica de muchos ciudadanos. Anunciar todos los días los contagios (y la tasa de contagio) responde al mismo patrón. Y no es que haya una actitud maléfica en el mantenimiento de esa estrategia, como negacionistas y conspiratorios defienden. Para nada. Es, simplemente, el miedo propio de cualquier gestor a volver a dar la cara con la gestión de una nueva ola, poco probable con los resultados de vacunación en la mano. Si seguimos igual, ¿para qué nos hemos vacunado?, se pregunta mucha gente.

El gobierno acaba de aprobar un plan para reducir el efecto de las enfermedades mentales y suicidios, cifra agravada durante la pandemia. Desde hace tiempo, hay un dominio epidemiológico en la gestión de la crisis, que mantiene el perfil bajo en las medidas de desescalada. Pero antes de aprobar un plan así, habría que empezar por atajar el virus de esta nueva pandemia que no es otro que la cantidad de afectados por el miedo al contagio y a la muerte, propia o de los más próximos. De nada sirve pagar un psicólogo si se mantiene viva la llama de la pandemia a través de su símbolo mundialmente reconocido, la mascarilla. Mientras veamos tapabocas, no podremos ver sonrisas y nos recordará, no que el virus sigue entre nosotros (nunca se va a ir del todo), sino que nos va a matar o nos va a dejar secuelas de por vida, y que morir es algo generalizado, cosa que no ha pasado ni siquiera en la fase más dura de la crisis. Mientras sigamos con la mascarilla obligatoria (otra cosa es, después, lo que la gente haga o decida personalmente), no nos sentiremos libres y no podremos empezar a pasar página. Piénsenlo.

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Culto al cuerpo

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Lo vemos progresar, crecer, aumentar, agrandar, engordar, arrugar… El cuerpo nos delata, nos fija, como los círculos del tallo de un árbol, nuestra vida, no sólo la longitud, sino que nos da información de cómo ha sido. Una cicatriz, una vacuna, la señal de un accidente, un nombre pegado a la piel o un tatuaje… El cuerpo nos informa y delata nuestra forma de vida, externa pero también internamente.

Por nuestro cuerpo pasa todo lo que nos ha pasado e, incluso, tras la muerte, nuestro cuerpo sigue presente. Él nos acompaña durante toda nuestra vida, y él vive con nosotros cada momento, con callada presencia. Como los virus hacen para atacarlo, nuestras defensas aprenden a protegerlo, y podemos decir también que nunca lo acabamos de conocer del todo. Los hay que ponen el cuerpo al límite, y los hay que lo cuidan tanto, que tal vez exceden sus cuidados a cambio de volumen. La mayor´´ía de representaciones de fe o religiones (por no decir todas) confieren un carácter secundario al cuerpo, relegándolo a un estado previo del ser, previo a la eternidad de las almas. Pero a falta de concreción de esa idea y dada mi ausencia en ese tipo de expresiones de fe, lo que tenemos es el cuerpo al que solemos maltratar desde bien temprano, y cuidar tirando al final, justo cuando se arruga, se empequeñece y se vuelve más vulnerable.

Somos así de contradictorios. La llamada de la muerte, por muy lejana que sea (cuando se empiezan a morir coetáneos nuestros de forma regular), suele tener un efecto evangelizador sobre sus cuidados. El cuerpo, como todo lo material, parece que está destinado a la superficialidad. Pero, a todos, en nuestro fuero interno, nos gusta vernos reflejados en un sano y buen cuerpo. Por estética o por salud, pero así es. Los que lo cuidan mucho son vistos con recelo por los que lo hacen menos. Por superficiales. Los que no lo cuidan son excluidos por todos aquellos que se jactan de tener un cuerpo perfecto. Por vergüenza ajena. Por exceso y por defecto, el culto (o el no-culto) al cuerpo está entre nuestras principales preocupaciones. Y de nosotros depende cómo llegue al final.

Cuerpo al límite

Y digo esto porque una de las mejores maneras de tener un culto sano al cuerpo es intentar conocerlo, mucho más que tenerlo en un estado estéticamente perfecto (utopía). Saber cómo respira, qué le gusta, qué le disgusta, cómo se siente cómodo, qué no debes hacerle. Pasamos de obligarle a pasar una resaca tras una noche de borrachera a ponerlo a prueba tras una maratón, todo sin solución de continuidad. Queremos que responda a nuestros deseos y, sobre todo, que no nos ofrezca dolor a porciones, de tal manera que nos amargue la vida. Ayer me levanté después de una indisposición estomacal de 24 horas. El cuerpo me pedía calma, seguramente el malestar más que el cuerpo. Pero a mis 52 años, le he ido enseñando y me ha ido enseñando él a mi. Trato de seguirlo en todo. Al día siguiente, por la mañana, ya no fue así. Y si mi cabeza me pide calma y mi cuerpo me pide marcha, trato de seguirlo. El cuerpo, dice la leyenda popular, es muy sabio. Porque es más probable que mi cabeza esté más tiempo lúcida que mi cuerpo en lo que me queda de vida. Y así, entiendo que, si a mi cuerpo le enseño a minimizar los dolores tras un gran esfuerzo o un esfuerzo en medio de alguna incómoda molestia, tal vez lo ponga al límite, pero seguro que lo preparo a que, cuando lleguen las dolencias o las carencias propias de la edad o del desgaste a causa de esos excesos, éste pueda reaccionar mejor. Al menos, eso espero. No se trata de correr un maratón, ni de hacer pesas ni de acudir a yoga, ni de nada concreto… Se trata de reencontrarte con él y saber leerlo.

Hay quien lo hacer a través de la energía. Maravilloso. Yo intento canalizar ideas y pensamientos positivos, tanto cuando noto que flaquea o cuando lo noto excesivamente vigoroso. Diríamos que lo segundo, cual panel solar, es como si guardara energía para cuando lo necesite. Y así ha sido. Y poder vencer a mi cabeza, a la norma general de la dolencia que exige descanso y progresiva actividad, le he dado la vuelta. Y me ha hecho sentirme bien.

Mi amigo Joan sabe de esto y mucho. Su no-culto al cuerpo fue una constante en su vida. No es que no le gustara verse bien, sino que sabía que su cuerpo le aguantaba todos sus excesos, los de ocio y los laborales, y su carácter jovial y alegre hacía que nadie cayera en su cuerpo. Él lo tapaba con su forma de ser. Hasta que un día le empezó a fallar, y su chásis dejó de ir en consonancia a su manera de vivir. Pasó del disfrute al dolor, de la desidia al cuidado. Su cuerpo tocado, magullado, movido por dentro, le obligó a cambiar de tercio. Ahora, ya es´tá en paz con su nueva fachada. Su cita con el dolor sigue en pie. Pero su cabeza ha ido aprendiendo a que, desde entonces, su cuerpo manda… Su cabeza ha jugado un papel primordial y, tras muchos días de ojos tristes, le he vuelto ver sonreír, a mirar con cierto optimismo las adversidades que le sigue proporcionando su cuerpo. Y me alegra tanto como me enseña porque, cuando nuestro cuerpo pasa desapercibido, no nos damos cuenta de cuán importante es.

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Salir corriendo

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No os ha dado nunca las ganas de dejarlo todo y salir corriendo? Adónde? Sin rumbo. Da igual. Dejarlo todo. Salir, romper con todo y todos… Acabar con las rutinas, con las caras que ves a diario, incluso con todo lo que sabe a habitual. Sales de casa dispuesto a no volver, llegas al trabajo pensando que es el último día. Te ocupas de las cosas consciente de que nunca más las vas a realizar. O, al menos, durante una temporada. En tu cabeza el hartazgo. De una amistad corrompida, una relación tóxica, un trabajo rutinario, una vida previsible y aburrida. Seguro que alguna vez lo has pensado. Y, si no lo has hecho, muy probablemente has tenido pereza o incluso miedo de hacerlo.

Bofetada de realidad

Salir de la zona de confort, salir de tus hábitos de vida, cambiar de profesión (no de trabajo, sino de ocupación) ni es tan fácil ni es tan saludable como se piensa. Quien lo prueba y llega recibe el premio del reto, de la prueba, del famoso obamariano «Yes, we can». Quien fracasa se lleva la bofetada de realidad del que piensa que la vida es un sueño y los cambios un reportaje de aquellos de x por el Mundo. No hay una sola lectura de libro idéntica, ni una peli vista con los mismos ojos, ni revolución con unanimidad

Existen tantas realidades como entes vivos. Incluso algunos tienen varias realidades dentro de un mismo tiempo y muchas realidades en un proceso vital. Tratar de reducir la realidad a una única verdad es un ejercicio atrevido, suicida y absolutamente desvertebrador. Lo que te lleva a romper con todo y empezar de cero es, precisamente, la uniformidad. Imaginen un amor para toda la vida. Los que lo logran sin frustarse son héroes. Los demás somos humanos.

Como me decía mi amigo tico Harold: «de lo único que no se puede cambiar es de equipo de fútbol». Error. La fidelidad es un valor casposo. La lealtad a uno mismo es simplemente una quimera. El amor a unos colores es de lo poco que se mantiene imperturbable. Y, aunque tengo un respeto absoluto por aquellos que siguen llorando por una camiseta, no deja de ser curioso (y diría que triste) que lo más cercano a la imperturbabilidad sea algo tan liviano como el sentimiento grupal o el consentimiento conyugal. Aún así, mi admiración a quien consiguen hacer de eso su valor básico y, lo más importante, su gran proyecto para tener una vida feliz. Chapeau. Es la nueva contrarrevolución.

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