Lo extraordinario

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«Nadie es extraordinario, excepto si alguien deposita su mirada en nosotros». En la Toscana (2022)

«Tú tienes una gran pasión, pero no eres extraordinario», le dice la madre al Chef Teo. «Nadie es extraordinario excepto si alguien deposita su mirada en nosotros», le añade. Una película de olores, sabores y música, más que de un guión atrayente. Poco más. Esta frase me hizo pensar. Lo extraordinario tiene un componente abducido, nos viene de fuera. Todos nos creemos a nosotros mismos especiales, pero lo extra nos viene de fuera. La autoestima nos ayuda a percibir esa admiración, y también a poder generarla.

Extraordinario no es que alguien te mire, sino que lo haga con admiración, con pasión, con esa belleza interna que haga erizar la piel y poner de fiesta la autoestima. Y no es sólo un componente sexual, sino sensitivo, válido para todo tipo de relación de estima (amistad, maternidad, solidaridad…) Es ese sentimiento que acaricia la excelencia y que se acompaña de una tenue sonrisa que roza la eternidad. Somos extraordinarios en cuanto a que alguien deposita en nosotros su mirada, su atención, que pasa a ser parte de ese genio que siempre representa el ente enamorable.

Y no sólo de una relación. Es más, diríamos que podría ser la más tenue de las excelencias. Un jardín de colores es la excelencia del mimo, cuidado y atención sobre cada uno de sus entes vegetales. La admiración por el resultado pero también por el proceso. Masajear una planta es como poner crema a la piel. Extraordinario. Detenerse a ver un amanecer o embobarse cuando uno ve dormir a su hijo.

Lo extraordinario se olvida de la estrategia y de la logística, de la pereza por compartir tu tiempo. Simplemente, te atrapa, te saca de la monotonía y te lleva a soñar despierto. Lo extraordinario pinta sonrisas pero atemoriza. La pérdida de lo extraordinario nos deja huérfanos, nos entristece. Llámale admiración y ponle pasión: a pintar un cuadro, a acabar una carrera, a inventar sabores en una receta, a meditar o a bailar sin parar como si no hubiera mañana. Busca la excelencia. Haz que te vean lo que ya te ves tú: extraordinario.

*En la Toscana, la película, el cuento de la pasión por la cocina, por los olores, por el tacto en la boca, por la mirada de colores. Cocinero de culto en una fria ciudad de Europa que vuelve a Italia a congratularse con los colores, los olores y la memoria de su pasado, con una salsa de aventura romántica con génesis en la amistad infantil. Nada nuevo, más allá de la extraordinaria fotografía que nos regala la Toscana

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Ma(E)ternidad

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No soy nada de eso de el día de… Ni siquiera del mío, de mi día, excepto algún año concreto (el que más cuando cumplí cuarenta, y no me preguntes por qué…) Ni busco la foto ni tampoco la expresión de algo que es una obviedad: el amor a tu madre es puro instinto: ella te creó. Desde la griega Rea a la romana Hilaria, pasando por la Virgen María de los cristianos, conmemorar la maternidad ha sido una consecuencia lógica de la propia creación. La Madre nos hace, es el origen de todo. De ahí, la Meternidad: una madre es eterna.

Enorme agradecimiento (en lo genético), y a partir de ahí se genera el resto, que puede resultar incondicional, o simplemente anatómico. Pero en este tipo de celebraciones siempre me pasa lo mismo: me chirría la pose. Como os conté en Navidad, que parece que todo el mundo tiene que ser feliz, y mucha que no lo es se siente frustrada. Lo mismo con la Madre (o el padre o cualquier santuario). Madres sólo hay una. Y yo la tengo. Por desgracia, no todos son como yo. Vaya pues esta reflexión para mostrar mi enorme afecto y comprensión a todas aquellas personas que ya no la tienen o que, si la tienen, no la sienten cercana, sea la razón que sea.

El concepto no es sólo el de madre (en sentido biológico) El concepto es el de la figura de madre, como apoyo de sus hijos. Los que no la tienen, los que no la han conocido o los que simplemente han renunciado a ella, la buscan y la encuentran. Madres adoptivas, madres de acogida, mujeres (y también hombres) que hacen la función necesaria de madres. A todas ellas, me dirijo. En todas, seguro que hay dedicación educación, directriz, buenos hábitos, buenos valores y, por supuesto, mucho amor. Todo ello es lo que agradezco a mi madre, que fue la primera mujer que conocí y la primera feminista de la que aprendí (nunca ha ido a una manifestación) y, sin duda, la mujer que más ha influido en mi vida.

Siempre recuerdo cómo, de pequeños, llegábamos de la escuela y teníamos redactadas aquellas notas en la cocina para preparar la comida -ella trabajó y nos enseño a todos a cocinar como logística necesaria-, cómo hicimos todas las tareas de casa, cómo aprendimos desde la igualdad real, sin poses. Mi madre siempre se ha sentido independiente, incluso para generar sus propias dependencias. Sus decisiones han sido como persona y mujer. Y con algunas de ellas no he estado de acuerdo o lo hubiera hecho de otra manera. Pero, como le digo a mi hija, las decisiones de los padres (el genérico, es decir nuestros progenitores), siempre que se hagan desde el sentimiento y con el valor como principal argumento, hay que valorarlas y aceptarlas. Nunca sobran. Siempre queda (y se aprende) aunque no te gusten.

Aquello de que los amigos son la familia elegida es un buen eslogan. ¡Ojo!, y siempre he dicho que hay pocas cosas mejor que unos buenos amigos. Pero una madre (en el amplio sentido de la palabra, genética o no) amorosa, comunicativa, comprensiva y no proteccionista es siempre un valor para no tentar a la suerte. La nuestra, además, nos inculcó la responsabilidad y la autogestión, y siempre nos animó a ser buenas personas por encima de todo. No fue elegida pero sí que es para estar agradecido eternamente. ¡Ah! ¿Y por qué no? Para gritarlo a los cuatro vientos, o escribirlo en las memorias que nos acompañan eternamente.

Un abrazo de agradecimiento a todas las formas de madre, a todas… Madres eternas. MaEternidad

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Ponte a rueda, Pedro

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«Mira Mingo, ya no puede» y una sarta de risas. Era Pedro, bendito madero. Sonrisa eterna que el puto cáncer nos arrancó de golpe. Esta foto nos la hizo el tranvi. Junio del 2021. Habíamos almorzado en la Micaela en Vilamarxant. A Pedro le encantaba almorzar y rodar por aquellas carreteras. Siempre te ponía un ritmo que te sacaba de punto. Pero aquél dia la sonrisa se le empezaba a apagar. Un dolor, antibiótico y duda… esa que después se convirtió en el iceberg que ha acabado con su sonrisa eterna. No le volví a ver. Supe de él por Estarlik, el acompañante al que un almuerzo en Geldo lo reencontró años después de unas opos. El apresurado adiós de Pedro ha sido una dura caída, la más dura, la derrota más dolorosa.

A Pedro el infortunio no lo tumbó. Su enorme voluntad de salir adelante nunca lo apagó. Me contaba José Estarlik que tres días antes de irse estuvo con él y le preparó el rodillo para dar las primeras pedaladas después de superar el cáncer y la debilidad. Pero esa enfermadad es un tunel del terror. En cualquier momento te aparece el dolor y se extiende el veneno. Cuando sacas el cuello, te lo corta. Y Pedro se nos fue de repente, en un pis pas, sin avisar y casi sin tiempo para decirle adiós. Como todas pero éstas más, las muertes no avisan aunque se anuncien. Pero él seguro que quería que no le lloremos, que le recordemos como siempre nos había acompañado. Con risas, oyendo la cadena rodar, sintiendo el trac-trac-trac del cambio y parando al cremaet y el repito.

Pero la ausencia de Pedro en la grupeta, en la nuestra de los que salíamos entre semana era mayor en su peña, la de Museros. Sus amigos, David,Felipe… y el Poli, el abuelo pintor, la roca que lo mismo hacía un maratón que nos sacaba de punto en una subida. Poli despidiendo al pipiolo Pedro. El Zipi y Zape, porque siempre estaban de pique. Una amistad labrada desde la distancia generacional y la cercanía de caracteres. Con los dos polis las risas esraban garantizadas.

Pero sin duda, a Pedro le desbordaba la emoción cuando hablaba de Ángel, su hijo. El peque se ve que era un trueno (como él). Tardes de parque interminables, uña y carne de alguien que nos hizo vivir la llegada del nano en cada kilómetro. Y, sobre todo, de María Ángeles, sustento en silencio de Pedro en la prudente distancia que había puesto. Como mi amigo Lino, Pedro puso distancia para evitar nuestro dolor y el suyo. Nosotros, sus amigos, éramos su sueño de volver a su rutina, a su bici, a sus tardes con Ángel y la vida con su mujer.

Hablé con Pedro dos veces por whatsapp en todo este tiempo. No quise que Pedro se viera obligado a salir de su propio dolor, de la frutación del que sabe que su vida ha cambiado. Lo hizo la vez anterior, en su trabajo, y seguro que lo hubiera conseguido ahora. Pero la única adversidad que no ha podido superar es la que ya no dependió de su voluntad, sino de su infortunio.

Amigo Pedro, esta salida no se ha acabado. Continúa, amigo. Hemos parado para beber unas cerves. Seguimos, vale? Ponte a rueda.

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Caducidad

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Sustituir lo caducado por nuevo. El valor de lo nuevo, la degradación de lo viejo, de lo vivido, de la historia, del pasado, de la memoria (visto ahora con la invasión de Ucrania y la discrecionalidad del relato de la historia, por ejemplo). La volatilidad del momento. Las nueva psicología motivadora, proactiva, inspiradora, generadora de autoestima, de felicidad. La foto de Instagram (una historia es igual a 24 horas), la felicidad intermitente de la milésima de segundo, la voluntad de ofrecer una imagen happy, seas persona física, empresa o institución. Es lo moderno. El marketing (que me apasiona, en lo teórico), ha acabado por hacer sucumbir lo viejo, por desuso. Ni que decir que casi todo lo que se fabrica se hace con fecha de caducidad. Estudiado plan de degradación y recambio. Antes, se cambiaba una pieza, ahora se cambia todo. Y no es ni bueno ni malo. Sólo hace falta saberlo. Y si no caduca, lo vendemos, tratando de obtener una renta para adquirir algo mejor y, quién sabe, si hasta más barato.

Hoy, he hablado con una amiga a quien, después de 27 años en una conocida cadena de alimentación, le han dicho que no sirve. Bueno, no. Que no sirve, no. Que no sirve a ese precio. Vamos, que ellos no pagan experiencia sino resistencia, que ellos no quieren trato sino rellenar cuadrantes, y que el cliente no es el objetivo último, sino el bolsillo, porque si de eso se tratara, nadie mejor con experiencia de compra que un trabajador veterano, por supuesto que cuidado y no quemado. Creen que les sale a cuenta (de resultados) prescindir de un perfil con experiencia que beneficiarse de sus servicios. Y así les lucirá el pelo. La gestión de recursos humanos se ha convertido en un cuadrante de contratación, sin más rigor que el de ocupar puestos, horarios en función de perfiles recauchutados (y en eso el sistema educativo tiene que ver), es decir, currículos brillantes y completos, con miles de anotaciones y escasos de caliu y sobre todo faltos muchas veces de habilidades de gestión y de empatía.

Y esto no tiene que ver con generar beneficios, ni con los míos y los tuyos. Sino todos. Y no tiene que ver con las grandes&pequeñas empresas. Ni mucho menos. Grandes y pequeñas empresas tratan de cuadrar presupuestos y cuentas de resultados. Nadie quiere (ni debe) trabajar a costes o pérdidas, por supuesto. Y las empresas y los trabajadores autónomos, menos. Aquellos que veáis en esto una crítica ideológica, os equivocáis (y sé que en todos estos temas hay un componente ideológico muy marcado, y sobre todo mu compartimentado).

Simplemente, reflexiono sobre cómo equilibrar edad y salario. Estas multinacionales ofrecen altos salarios a trabajadores cualificados y/o expertos en puestos-clave para obtener resultados mayores. Y nadie les dice nada cuando los ofrecen y sí cuando prescinde de ellos. Lo dicho: hoy todo caduca, no sólo el yogur o la leche. Si los sectores económicos, en general, grandes y pequeños, lo hacen es porque todo el mundo lo da por supuesto. Sólo los obsoletos procesos de acceso a la función pública garantizan una caducidad racional. A cambio, un proceso (de selección) ineficaz y de resultado no-justo al priorizar contenidos buscando una pretendida (y no conseguida) igualdad. Ni son justos ni son igualitarios. Es injusto, pero tal vez inevitable.

Ahora que las generaciones más numerosas, los del conocido babyboom llegamos a las edad en las que topamos con el final de nuestras trayectorias profesionales y la complicada gestión de las jubilaciones futuras, sería conveniente que revisáramos qué queremos ser como sociedad y qué reglas nos debemos proponer, unos y otros. Y eso no es culpabilizar a las nuevas generaciones, al contrario, ya que en muchos casos éstas viven perdidas al retrasar sus decisiones vitales, no sólo por el embudo de acceso al mercado laboral sino también por el enorme impacto del exceso de proteccionismo de las nuevas generaciones de padres y, como consecuencia de ellos, del buenismo en el que muchas veces cae el sistema educativo. Lo que debemos es pensar en todo lo que caduca y cómo caduca, sea persona, cosa e, incluso, proceso, y también en todo lo que llega con fuerza, vigor y mucho talento desde abajo. Y darnos un equilibrio

Mentoring inverso

El reverse mentoring (mentoring inverso) es uno de los ejemplos que podría servir para permitir una línea de pensamiento que permita ayudar a ese nuevo equilibrio. Fue aplicado por algunas grandes empresas con la aparición de internet. En general, consiste en que las generaciones más jóvenes ayudan a sus jefes en algún concepto que no dominan. Por ejemplo, entender mejor los nuevos procesos de digitalización. El habitual tutor pasó a ser alumno de aquellos que tenían el conocimiento y les faltaba la experiencia. Equipos de trabajo que debían equilibrar conocimientos y acercar a empleados con rangos diversos con el fin de aprovechar los recursos (humanos) de una forma más racional en beneficio de toda la sociedad mercantil. Lo contrario es lo que hemos vivido con  los bancos y sus servicios online. La queja es más que justa. Pero la solución (ofrecerles el antiguo servicio de atención personalizada), no es acertada. No les vendas productos, enséñales a fabricarlos, decían al inicio de la revolución industrial. Pues eso.

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Enemigos

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Las guerras las hacen gentes que no se conocen entre ellos. Personas a quien instan a luchar y morir por un objetivo, la supervivencia (si no me matas, te mato). La razón, generalmente, un trozo de tierra, un país, una patria o una idea. Las guerras las convocan unos pocos para que se maten otros muchos en nombre (dicen) de todos, con fines exclusivamente económicos y geopolíticos. La guerra de Ucrania ha venido para tumbar la pandemia. Las llaman guerras para la paz, como reflexioné en mi último post, porque no accedemos a dialogar hasta que nos molemos a palos.

Es la guerra más cercana para los europeos desde la Segunda Guerra Mundial, y a los europeos nos ha entrado el miedo de ver una guerra tan cerca, el primer gran conflicto del siglo en Europa. Y es que las guerras en el viejo continente son siempre motivo de mayor preocupación porque suelen ramificarse y convertirse en conflictos continentales y porque, a diferencia de los Balcanes, éste supone la intromisión de un país (Rusia) en otro (Ucrania). Y lo agrava.

Decían (los más ingenuos) que no era posible que se diera una guerra en pleno siglo XXI, cuando cada siglo ha tenido su momento bélico con influencia casi universal. Llevo un tiempo pensando en las similitudes, la calcamonía de lo que llevamos de siglo con el XX, en cuanto a hechos históricos se refiere. Y la guerra de Ucrania, con apariencia de guerra global, viene a ser el primer gran conflicto bélico del siglo XXI. Ya hemos pasado una gran de crisis económica (la inmobiliaria y bancaria, con las subprime y la burbuja), una gran pandemia (Coronavirus), y ahora una guerra indescifrable, con el temor a que se convierta en un gran conflicto, entre otras cosas porque el amplificador de Europa es uno de los más potentes del mercado..

De Putin no se puede esperar nada porque es imprevisible y a la vez calculador y, como leí a un experto militar, un gran estratega, tanto político como militar. La resistencia de Ucrania (por la ilegítima invasión de un país soberano), puede provocar que la actitud de Putin sea una amenaza incluso mayor. Y ya se sabe que un lobo herido es mucho más peligroso. Quién sabe si Ucrania (la resistencia interna empieza a ser notable) no se convierte en la versión rusa del Vietnam americano. Lo que no cambia son los tiempos de la guerra, la enorme brecha que se crea, la fina línea entre el bienestar (Ucrania hasta el pasado 24 de febrero) y el caos. Lo que no cambian son los éxodos y los refugiados, aquellos inocentes que han de abandonarlo todo para emprender una nueva vida lejos de la barbarie. La muerte de civiles y la destrucción de las ciudades, el hambre, la escasez… en definitiva, la economía de guerra. Pero, como pasó con la pandemia, hasta del horror se puede aprender, si somos capaces de extraer un mensaje de advertencia.

Más allá del adversario

El antagonismo, la confrontación, la polarización, el partidismo exacerbado, los bloques inquebrantables, los míos y los tuyos, el todo vale, el y tú más… los rojos y los azules, el todo vale porque nunca va a llegar la sangre al río, creo que ha quedado demostrado que no sirve. Reflexionemos porque, de no hacerlo, tal vez, podría ser tarde para lamentarnos. Esto no va de ganar unas elecciones o de que ganen los míos. Esto va de que sepamos medir las amenazas de las disputas, y los mensajes de rencor y de fácil asimilación. Recordemos que Adolf Hitler ganó las elecciones alemanas de 1932 con el 30% de los votos, muchos de ellos de desencantados por la penumbra económica y social de la Alemania de posguerra. Con el mensaje de pan, Alemania y gloria, Hitler triunfó (fue votado) para convertirse en uno de los mayores genocidas de la historia de la humanidad. Los populismos de colores se repelen, nunca se abrazan. Son enemigos. Y se pueden llegar a matar.

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Armas de paz

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«No alcanzo a comprender cómo es que la vacuna del pacifismo no surtió efecto.»,

Del la entrevista a Guzel Yágina, publicada en el portal Rialta y titulada: Esta guerra no es mi guerra

Guzel Yágina es una escritora rusa de origen tártaro (Kazán, 1977), que en su corta vida literaria ha tratado de explicar, limar y hacer comprender el pasado de Rusia y la antigua Unión Soviética, con el fin de poder entender mejor el presente. Sobre todo, la parte más oscura época del estalinismo y las guerras, tanto civil como mundiales, del inicio del siglo XX en su país. En el artículo, cuenta que en los años ochenta y con el régimen soviético en caída libre, el mensaje de las élites fue «el de la paz», para garantizar la unida con una idea colectiva y de consenso. «Cada inicio del curso escolar, en cada una de las aulas del país la primera lección estaba dedicada a hablar de la paz», explica la escritora. De ahí, su sorpresa y angustia con la invasión rusa de Ucrania. Como todo acto de propaganda (y no de fe), el pacifismo desde arriba no ha surtido efecto, como destaco en la cita inicial.

Mi amigo y compañero Robert me contaba el otro día que la invasión rusa en Ucrania le causaba «angustia», más allá de la gran indignación que todos sentimos. Me impresionó su confesión, lo reconozco, y me llevó a la reflexión. Necesitamos respuestas, que no encontramos. «Si los cobardes que deciden las guerras tuvieran que ir a pelearlas, viviríamos en paz», dice una mítica bubble de la Mafalda de Quino. Una viñeta que expresa impotencia ante la barbarie humana. Y más en un tiempo en que todos pensábamos (yo siempre he sido más pesimista en este sentido) que en el siglo XXI no iba a haber conflictos como los vivieron (y nosotros los estudiamos) en la centuria anterior. La historia se repite: ya tenemos la versión actual de las grandes crisis del siglo XX: crisis económica y gran depresión, pandemia y, ahora, conflicto bélico en Europa. Y sólo han pasado veintidós años.

Putin, el conductor en contra dirección

La mirada de odio atrás levanta viejas pasiones (argumentario de Putin en esta guerra). Aprendamos de la historia, seamos respetuosos con la memoria y, sobre todo, lo que siempre dicen los profesores de historia: nunca analicemos un acontecimiento pasado desde una óptica anterior. Todo eso es lo que ha traicionado Vladimir Putin, el piloto suicida que conduce en contra dirección y sin rumbo. Lo que surja de esta guerra es imprevisible y debe ser terrible la experiencia: «Mi abuelo pasó cuatro años en la Segunda Guerra Mundial, pero jamás pronunció una sola palabra sobre su experiencia en el frente de batalla. Con su silencio protegía a sus hijos y a sus nietos», añade Yágina en su artículo. Además, confirma mi sospecha: en su entorno y otros entornos mayores (la mejor y más creíble encuesta que puede haber), no hay «nadie que apoye esta guerra». Es bueno también que empecemos a diferenciar a los rusos y Rusia de Vladimir Putin.

Siberia fue una de las cárceles de la antigua URSS, Vietnam una pesadilla para los americanos, Ucrania, granero de Europa y foco de conflicto (como lo fueron los Balcanes en su día), Irak, Afganistán… y un largo etcétera de encontronazos militares. Este conflicto es la confirmación de que conocer la historia ayuda a saber más de nosotros como sociedad, pero no nos previene de males futuros, entre otras cosas porque, y tal y como está pasando con la invasión de Ucrania, cada parte hace su lectura de los hechos, y todos la utilizan como argumentario de sus ideas y decisiones. En ese contexto de falta de consenso y polarización, las balas se disparan solas. Y, como dicen muchos ucranianos: «no podéis estar tranquilos, ahora hemos sido nosotros, pero después seréis vosotros», lo que sería la mundialización del conflicto, el gran temor de todos.

La guerra, las guerras son tan incomprensibles como cualquier conflicto humano, sea del grado que sea: familiar, laboral, social, nacional o territorial. Y causan miedo y angustia en la mayoría. El relato de que la mejor paz se construye con más armas, también va calando. Curiosamente, uno de los motivos de muchas personas que emigran a Europa es el de la seguridad porque en sus lugares de origen han de mirar a los lados cuando salen de casa y usan las armas para garantizar su supervivencia, y aquí no. Pero por desgracia, en términos de la gran política internacional, las armas disuaden más que amenazan. La paz se construye desde argumentarios bélicos: más armas, más seguridad, más amenaza, más probabilidad de paz. Paradójico, contradictorio, triste pero real. Islandia es uno de los pocos países en el mundo que no cuenta con fuerzas armadas, pero pertenece a la OTAN. Ha externalizado su seguridad, no ha construido un mensaje de paz.

Foto Portada: Pixabay

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Compasión

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«Cuéntales que fui el lugar más calido que conociste y que me dejaste helada»

El sol y sus flores. Rupi Kaur

La empatía es la zona más cálida que tenemos. Queremos que nos entiendan y queremos, sobre todo, que quien está cerca sienta esa tierna mirada que complace nuestra necesidad afectiva. Nadie quiere verse sorteado por el agua caliente de la compasión (en sentido anglosajón, compassion, u oriental, ausencia de sufrimiento, alegría y fortaleza), y sí vernos realizados afectivamente con nuestras propias fortalezas. Te di todo el calor que puede generar mi afecto, y me devolviste una carta sin emoción: me dejaste helada. Sin sentimiento.

Traté de explicar que hay bloqueo emocional y no por ello, necesariamente, tiene que haber bloqueo sentimental. Se puede querer a alguien sin abrazos, como se puede leer un libro de amor sin alma en sus letras. Se estará enamorado, pero sin emoción, aunque se quiera querer. Es la burocratización de la emoción . Yo decido cuándo, cómo y de quién yo me enamoro. Sin contar, necesariamente, con esa persona, que aparece. La esencia está en la emoción, lo que genera ese sentimiento. Si el amor duele, si hay miedo en el cuerpo… hay emoción en ese amor. Si no duele o duele poco, la emoción es un pacto: el amor. Te quiero porque eres mío/mía.

Lo que nos provoca alegría, gozo, placer… es la emoción. Enamorarse es una decisión, la elección de una flor en todo un jardín, la resolución a un cruce de caminos. Lo importante es sentirnos emotivos (no sólo enamorados). La emoción es libre. El amor, no. Tal vez por eso existen tantos tipos de emociones: los que lo tengan a la patria, a su equipo, a su ciudad, pero también a tus hijos, a tu madre, a una comida, a una afición… En definitiva te enamoras afectivamente de lo que te hace feliz. Y eso debería ser el amor, en eso debería consistir enamorarse. Probablemente, lo menos cercano a la emoción puede que sea (nunca me atreveré a asegurarlo) el amor. Echadle un pensamiento.

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Minizabas contra el búnker

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Pablo le observa detrás del telón de un escenario oscuro. En la otra parte, un niño llamado Callum Haworth, ataviado con la camiseta de su equipo, el Manchester City, y con el nombre de Mini-Zaba a la espalda. Callum sube al escenario y una voz en off le pregunta porqué le gusta Pablo Zabaleta -quien fuera jugador del conjunto de la Premier e internacional por Argentina. El chaval se sincera y empieza: «Me gusta porque es mi jugador preferido, y cuando estuve enfermo…» Se da cuenta que Pablo está detrás (lo escucha). El bueno de Zabaleta abre el telón y grita: «Mini-Zaba, Mini-Zaba… « Callum sale corriendo a los brazos de su madre, desconsolado.

Zabaleta se fue del Manchester en el 2017. Pero antes quiso saber qué pensaban los aficionados sobre él, una iniciativa inusual, tierna y refrescante para el bunkerizado mundo del fútbol profesional, alejado peligrosamente de la gente. Para ello reunió a siete aficionados cityzers en un escenario, mientras él escuchaba lo que decían para después salir a saludarlos y agradecerles su testimonio… Todo se gravó en un video, que el club difundió en sus redes sociales.

Pablo había acudido con anterioridad a visitar a Callum al hospital cuando estuvo enfermo. Y el niño, al saber que estaba detrás, se derrumbó, lloró desconsoladamente en los brazos de su madre. Luego, el chaval se fundió en un abrazo eterno con Pablo, que lo cogió en brazos. «Pesas mucho, ¿eh?», le dijo. «Te acuerdas dónde nos vimos la primera vez, Callum? «En el hospital», le respondió el niño entre sollozos, casi sin poder hablar y pegado a su pecho, sin mirarlo. «Ha pasado mucho tiempo, has crecido mucho», continuó el jugador. Y luego, recogió el papel que Callum había preparado para leerle. «Has sido una inspiración para él», le dijo el padre a Pablo Zabaleta.

Toda la prensa internacional recogió el gesto, la anécdota. Sin Callum, seguramente el video hubiera pasado desapercibido. Imagen curiosa en una televisión, un destacado en un periódico, un audio en la radio, con un comentario sentimental, y una buena retahíla de likes en las redes sociales. La presencia del niño todo lo cambió. Y empezó a circular. Yo no lo vi en su momento, pero el abogado Borja Pardo (fundador del portal deportivo Sphera Sports) lo rescató y lo compartió en su cuenta de Twitter, pegándolo a mi memoria, donde quedará grabado eternamente. Cierto que a mi tampoco me hubiera impactado tanto el video sin Callum. Lo que verdaderamente me entristece e indigna a partes iguales es que hablemos de ello como algo anecdótico, y no como algo habitual y cercano.

Pedja, el ídolo

Cuando me inicié en el periodismo deportivo tuve la suerte de vivir todavía la magia de los aficionados y sus ídolos. Las puertas abiertas a los aficionados eran habituales. Recuerdo un día, en la Ciudad Deportiva del Valencia, por la tarde, un entrenamiento de un día festivo. Paterna estaba abarrotado (igual que ahora… sic) de aficionados viendo el entrenamiento y esperando pacientes a que salieran los jugadores de las duchas. La sala de prensa estaba enfrente de la salida principal, y los jugadores tenían que recorrer un río de gente hasta llegar al lugar donde esperábamos. En aquella época era habitual que se hablara todos los días y también que los futbolistas hablaran con los aficionados.

Era el año de la eclosión de Pedja Mijatovic. Con sus pantalones de pinzas, su camisa ancha y de estilo hawaiana y colores estridentes, inició el camino hasta la sala de prensa. Pude comprobar como Pedja se paró con cada niño a firmar, con cada padre que le lanzaba literalmente a su hijo o hija para hacerse la foto. Fueron más de diez minutos de paciente paseo entre la gente. Los periodistas lo mirábamos desde la distancia, maravillados de la paciencia y la cercanía de Mijatovic. Sólo así, se entiende su posterior salida traumática del club. Era adorado. Y ya se sabe, en el amor, a mayor pasión, mayor dolor tras la ausencia. El fútbol, entonces, tenía alma, los jugadores eran personas cercanas. La gente acudía, pasaba la tarde cerca de sus ídolos. La mayoría de veces, la relación era la normal: aficionados adorando a sus ídolos. Las menos, de tensión, protestas, pancartas. Que las había, pero era parte del espectáculo.

La vida es pasión, y sin ella, la vida pierde color y se transforma en un relato de hechos en blanco y negro. Más allá de Pedja, Zabaleta o Ronaldinho, que también participó de esa cercanía y simpatía para con sus seguidores, tengo la impresión que todo aquello no interesa porque, utilizando un símil futbolístico, se tiene más miedo a perder que ilusión por ganar. Los clubes, los protagonistas del deporte (en su mayoría) viven en un mundo de serie de televisión. Hacen su particular Netflix cada día, y se pierden lo que más llena en esta vida: las emociones y los sentimientos.

La cercanía ficticia de las redes sociales no puede esconder a los protagonistas de la realidad. Nadie puede pretender que un mensaje, aunque vaya dirigido a ti personalmente, te llegue como ese abrazo eterno de Pablo a Callum, o esa foto de Pedja con el hijo de un abonado que se deja sus ilusiones en el club. Callum siempre será del City y de Pablo… y del City gracias a Pablo. Seguro que todos los niños que se hicieron la foto con Pedja aquella tarde camino de la sala de prensa son ahora del Valencia. El sentimiento de adhesión a una causa necesita de muchos pablos, muchos pedjas y muchos ronaldinhos y muchos menos organismos corporativos con inspectores de gestapo. Y necesita de mcuhos clubes que abran sus búnkeres hasta las entrañas. Nada tienen que esconder y pueden recoger mucho.

Esa misma tarde, en Paterna, había también algunos colegas que hoy representan a los clubes en sus departamentos de comunicación, haciendo y llevando a cabo una labor opuesta a la que presenciaron con admiración aquella tarde. La mayoría de clubes hacen jornadas extraordinarias de puertas abiertas en Navidad, como regalo a los niños. Qué suerte que para mí y para otros muchos niños de mi época y posteriores, la Navidad del fútbol fuera eterna, diaria. El bueno de Españeta o el gran Pirri, (utilleros entrañables del Valencia y del Levante) se hartaron a firmar en nombre de los futbolistas miles de balones, camisetas y todos los objetos que se les presentaban. Y Bernardo España fue despedido tras su muerte como una rutilante estrella valencianista. Que lo fue.

Los ídolos adoraban a sus gentes. Y eras correspondidos. El fútbol era más humano, más cercano, más emotivo, más vivo… con sentimiento. El deporte, en general, tiene que recuperar a su gente. En realidad, nunca lo debía de haber perdido. Y va por el camino contrario. De no hacerlo, tiene riesgo de acabar siendo intrascendente, por desapego. Y la lectura seccionada de las audiencias de televisión así lo atestiguan: los jóvenes ven menos deporte por televisión. Apunten

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Certezas

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La RAE habla de la certeza como «un conocimiento claro y seguro de algo«. Con la disputa polarizada, la certeza es casi un imposible. Diríamos que es un anhelo, desde la objetividad, desde la mayoría silenciosa que no observa el mundo desde bandos irreconciliables. Tenemos tan interiorizado lo de posicionarnos, que no concebimos lo  contrario. Hay que mojarse. Las etiquetas, la militancia. Del facha al comunista, los adversarios se convierten en enemigos. Y todos caemos en ese rojo y azul tan característico. Michelle Obama avisa en su libro autobiográfico1 sobre su renuncia a entrar en política tras los ocho años de presidencia de Estados Unidos, y por tanto descarta emular a otra ex-primera dama, como Hilary Clinton. «En esa arena, no sé moverme», razona. Ni sabe ni quiere. Y cuenta esa experiencia casi agónica de su paso por la Casa Blanca. Poco debate de ideas, mucho pactismo y mucho clientelismo.

He llegado a la conclusión que, para la política actual, la polarización es necesaria. Las líneas rojas se crean, más que existen, por seguridad, por simplicidad, por sencillez. Adscribir es ordenar, poner en la columna correspondiente, como en una tabla de excel. Una forma de delimitar contenidos, una sencilla manera de organizar un relato. Lo ideal sería que fuéramos los ciudadanos los que trazáramos ese relato de nuestras opiniones e ideas. Pero no, es la opinión publicada y su versión moderna de las redes sociales, reflejo de la práctica política, la que la ha impuesto. Es la sociedad la que no sólo permite la adscripción incondicional a una causa, sino que la fomenta. Bandera, bufanda, colores, líderes. Y no sólo es ruido. Las encuestas lo dicen.

Ciencia polarizada

La ciencia también se ha visto afectada por este cáncer de la polarización. La pandemia ha hecho del habitual y necesario debate científico (la controversia razonada es parte del método), un motivo más de enfrentamiento. La polémica ha topado con miedos, inseguridades y una práctica mental en la que parece que todo se mueva desde el interés. El contubernio y, por ende, la conspiración asola todo lo que toca. De ahí, la sospecha y la trampa. La sensación de cobaya humana, de ser víctimas de los intereses ocultos de las farmacéuticas o del miedo por la falta de garantías (cuando nadie se plantea la garantía de un medicamento que el médico le receta para una dolencia común), están detrás del argumentario antivacunas que, por supuesto, tiene su reflejo en los bandos irreconciliables de la política, aunque éste sea, tal vez, más transversal.

La palabra libertad está de moda y se utiliza a conveniencia, según tu propia certeza. En nombre de ella se postulan antivacunas y pro-abortistas, por ejemplo. Casos extremos con un mismo modelo de argumentación: reivindico mi libertad en aquello en lo que tengo convicción y lo defiendo alegando un bien superior y global. La vida y la salud pública, respectivamente. Libertad individual en los dos casos, vista desde ópticas ideológicas contrarias pero con una lógica similar. Es un tema de prioridades y convicciones. El debate es, no sólo bueno, sino necesario. La confrontación es más cosa de partidos. La política debería ser otra cosa muy diferente a la que nos cuentan. Y lo peor es que ese virus político macarra, alejado de los consensos, infecta a todo lo que rodea a la política, la vuelve ineficaz, la banaliza y, a mi criterio, aumenta su desprestigio y descrédito.

1 «Jamás he sido aficionada a la política, y mi experiencia de los últimos diez años no ha contribuido a cambiar eso. Siguen desanimándome todos sus aspectos desagradables, la división tribal entre rojos y azules, la idea de que debemos elegir un bando y apoyarlo hasta el final, incapaces de escuchar a los demás, de llegar a un acuerdo (…) En el mejor de los casos, la política puede ser un medio para conseguir cambios positivos, pero sencillamente no estoy hecha para luchar en esa arena» Del libro Mi Historia, de Michelle Obama.

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Si al diablo le abres la puerta…

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“He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas”, así reflexionaba Michelle Obama cuando recibió los primeros ataque personales por parte de la opinión publicada en la génesis de la campaña de Barak a la presidencia de Estados Unidos, según ella misma explica en su extraordinario libro biográfico. Mientras fue anónimo y sin peligro, todo lo que ella hacía o dijese en precampaña o en primarias pasaba desapercibido. En cuanto el primer presidente negro de los Estados Unidos fue a full a por La Casa Blanca, la cosa cambió. Y eso que en aquella época las redes sociales estaban en un estado embrionario, por no decir inexistente.

Esa distancia larga, esa ausencia de referencia personal con el personaje explica la enorme violencia que se genera en las redes sociales, agravado además por el hecho de que muchos perfiles no tienen ninguna identificación y se ocultan bajo seudónimos, otros son falsos y muchos automatizados, conocidos como trolls. Insultar o criticar una persona con tirón mediático, puede salir rentable. Al otro lado, la gente normal que usamos las redes sin máscara… La crítica, como nos decían cuando estudié, ha de ser razonada, y no sazonada desde el odio ni dirigida al insulto. Las redes sociales, es cierto, han dado voz a todos aquellos que, en mi época, se situaban en la clase en la última fila y, con alevosía, se mofaban de todos los que cometían una equivocación. Gamberros -muchos amigos míos, y alguna vez incluso yo- que no hacíamos otra cosa que pasarlo bien (o eso decíamos), pero sin ánimo de ofender (que lo hacíamos) y, sobre todo, sin ánimo de perpetuarnos en el insulto y a acoso (bullying), pero que contribuimos a ello.

«He aprendido que es más difícil odiar en las distancias cortas»

Del libro Mi historia, autobiogràfico de la exPrimera Dama, Michelle Obama

El insulto (sobre todo el entorno de Twitter, que se ha vuelto descorazonador) está desatado y sobrevalorado, aunque siempre duele. Nadie tiene miedo ni vergüenza a darle un me gusta a una barbaridad, porque casi nadie utiliza su nombre y su foto de perfil para ello. Salir del armario del anonimato, no mola. Puede ser el chico educado que te dice todos los días: «buenos días», que cuando sale del ascensor, se transforma en energúmeno en cuanto abre su portátil y la aplicación en donde puede ejercer de hooligan, como si estuviera en la grada de cualquier evento deportivo, en donde todo está permitido. Es el escape. El deshaogo digital. Y es urgente una reflexión de estas empresas tecnológicas para con sus usuarios.

Uso y abuso

Se produce una situación curiosa. Los profesionales utilizan las redes como marca personal, imagen y marketing de su propia actividad.  Es parte de su trabajo. Los seguidores arrojan cifras insultantes sobre personajes que, en el caso de no brillar por su popularidad, serían residuales en la red. Entre los populares, la frivolidad de su actividad marca el sentido de los comentarios. A mayor complejidad del perfil (un científico, un escritor, un pintor, un ejecutivo, un divulgador), el efecto insulto y odio, se reduce o desaparece. A mayor popularidad, se banalizan la comunicaciones y, por ende, los comentarios (un futbolista, un actor, un youtuber, etc.)

Las redes han igualado a todos, pero no todos las utilizan igual. Cuando entras en la dinámica de la popularidad en redes, tienes que se consciente de esa situación. Ahora bien, ¿qué pasa si todos aquellos vips de las redes las abandonan, hartos de tanto insulto y desprecio? Que los trolls y demás canalla se quedarán huérfanos de víctimas sobre la que enviar sus avinagrados comentarios. Y eso está pasando, pero aún no es generalizado.

Hoy todo está desatado. Salimos a defender nuestra ética cuando alguien, con patologías previas, decide decir adiós a la vida. Un personaje público que ha de lidiar con las dos partes: la parte de personaje y la de público, que explotó hasta el final, hasta que no pudo más. Dolor y rabia, pero poca broma: cuando juegas con fuego, te quemas. Cuando te equivocas de público al que acudir… pasa que no es el mismo que te aplaudió y te adora. Ese público que ahora te echa de menos es el que llora en silencio tu marcha y maldice a los sanguinarios que te atacaron. Y eso no es culpa (sólo) de las redes sociales o los medios de comunicación, sino de quien acude a ellos y ellas a curarse.

Las cosas, más allá de algunas obviedades, no son ni buenas ni malas, sino que son algunos de sus usos los que las transforman. A las redes sociales, siempre lo digo, las carga el diablo, que étimológicamente era el portador divino de las malas noticias al pueblo y que es la nominalización del verbo griego diaballo, que significa acusar. Que nadie se lleve a engaño. Si al diablo le abres la puerta…

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