Desafío al pedal

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Mirada cerrada. La carretera pasa con el dibujo intermitente de su líneas, a pocos metros, bajo tu bici. Observas la velocidad como ese film que aparece bajo tu máquina. Una recta enorme, decidida a plantearme un reto. Si puedes, me sigues, parece decir la carretera, dibujada a tus pies.. No hay nada alrededor o, al menos, nada en lo que fijarse porque no quieres perder de vista tu propósito, pedalear lo más fuerte posible. Existe sólo tu respiración. En mi caso, mi rueda delantera, mi respiración, o la rueda trasera del que va delante si vas en grupo. En el deporte de desafío contra ti y contra el tiempo, todo pasa por tu cabeza. La distancia, el esfuerzo, la respiración, la recuperación, el dolor, el desgaste… pero siempre con la satisfacción, cuando te detienes, de haber logrado tu propio desafío. Tú contra ti mismo. El esfuerzo te acerca a ti mismo.

El aire aprieta. Si te viene de frente, te agota. Si te viene de lado, te incomoda. Si te viene de atrás, te relanza. Pero siempre está. Es uno de tus rivales. El otro, tú mismo. Alguien pasa por tu lado, te adelanta con suavidad, se va, desaparece ¡Coño, cómo es posible! Tus condiciones y mis condiciones son las mismas. Ni siquiera la diferencia de la bici. Quien me adelanta tiene una de esas clásicas, sin alardes, un homenaje a la mecánica, de diseño austero. Ni su equipaje, descolorido por lavados eternos, amplio, como todo lo que antes se fabricaba para hacer deporte. Tú vas con todo; él, suelto. Las piernas sin depilar, estilo tosco. Se observan las canas bajo el casco, la piel rugosa, la cara cansada, pero firme. Intentas seguir su rueda, pero te vence: no hay manera de seguirlo. Desafío de toda la vida, un ejemplo a seguir.

Alguien pasa por tu lado, te adelanta con suavidad, se va, desaparece ¡Coño, cómo es posible!

No hay gloria sin dolor o éxito sin esfuerzo, una metáfora que nos la podemos llevar a cualquier ámbito de nuestras vidas. Sea cual sea tu objetivo. Salir sólo o con tu grupeta a pasar un buen rato, picarte con cualquiera que te adelante en la carretera (o contigo mismo), desafiar al tiempo… El Strava* nos ha enseñado que, detrás de un practicante de ciclismo, o runner o cualquiera que desafíe la relación espacio-temporal de cualquier ruta, tiene un ganador dentro, pequeñas batallas que te consolidan como el líder de la general de tu pequeña (o gran) batalla interna. Nosotros, por ejemplo, tenemos un pequeño reto. Es nuestro sprint especial. Llegues como llegues, si nos encontramos con lo que nosotros llamamos El Col de Fabían, que no es más que una pequeña rampa que sirve de virtual ganador del día, lo desafiamos. Un esprint que genera gran cantidad de adrenalina y unas cuantas risas… Las endorfinas que nos provoca cada vez que nos subimos en la bici, nos dan salud.

Como dice nuestro rutómetro oficial, además de jugar a ser ciclistas, cuando nos bajamos de la bici después de darnos la gran paliza, ya estamos pensando en el sábado siguiente (aunque en ese momento, si pudieras, venderías la bici). Y si en las cervezas le puedes decir a alguien que es un muerto, pues mejor. Y muchos no nos entenderán (estáis locos), pero nosotros lo sabemos: nos da la vida. Es nuestro eterno desafío al pedal.

*Strava es una aplicación, versión gratuita y premium, que mide tu rendimiento. Distancia, velocidad media, watios, calorías, y te dibuja el recorrido, además de comparar los datos con otros usuarios.

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Militancias

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para que parezca que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieres»

Obama, Barack. Una tierra prometida (Spanish Edition)

Con esta frase, Axe, uno de los colaboradores más estrechos de Barck Obama en su carrera a la Casa Blanca, convenció al futuro presidente que los electores no necesitan argumentos sino emociones para decantar su voto. Necesitan creer, más allá de las ideas. La mayoría de electores no son militantes, pero cualquier mensaje ha de lograr que lo sean por un día, al menos durante la votación. La militancia exige cierta dosis de fe. Y a mi, que soy todo lo contrario a un militante, me cuesta comprender y empatizar con todos los que lo son (la mayoría).

Como siempre digo es más fácil creer en Dios que negar su existencia. Con la militancia a mi me pasa un poco lo mismo. A mi entender, lo malo de este tiempo que estamos viviendo es que se otorga un valor desmesurado a las etiquetas, militancias que a veces sancionan la racionalidad e impiden la naturalidad y me atrevería a decir que la lógica, lo que a la larga acaba de alejar a la gente de ellas. Militancias que, en tiempos de crisis, se acentúan.

«A mi me da igual la política, a mi me importa Euskalerria y me da igual lo demás.. como si tendría que matar a alguien de mi familia. De la política paso, sólo me importa Euskalerria», dice Joxe Mari, el militante de ETA, protagonista de la excepcional novela de Fernando Aramburu, Patria, llevada al cine en formato serie por Aitor Gabilondo, también con un resultado excelso. La inercia de cualquier idea sin reflexión te lleva a lo contrario de la génesis de cualquier ingenua teoría: la irracionalidad. 

Cambiando radicalmente de tercio, militancia similar ocurre al extirpar el halago de la ternura para combatir al cosismo. Embellecer la vida nunca puede ser motivo de afrenta. La soez utilización del piropo no puede acabar con su existencia, sino que ha de provocar la censura de quien hace del mismo un uso chabacano y lejano a su origen, además de alentar ese cosismo. El bombón es dulce y agrada. Todo lo demás, seguramente son prejuicios. Toda militancia llevada a su extremo acaba en intolerancia y en polarización. Es, para mi, una consecuencia intelectualmente irrefutable. Otra cosa es el disfraz con el que el marketing político, ideológico o de fe lo endulce.

Militantes del miedo

También, la militancia al miedo como es en el caso de la pandemia. Para mi, la única militancia que me deja la o el Covid es la evidencia científica (afortunadamente recuperada tras banalizar otras riquezas). Este rigor de la ciencia va mucho más allá de la norma derivada de la compleja gestión de la pandemia, que más bien nace de enviar un mensaje de advertencia, de miedo. Ya hablé de que en la gestión del Covid19 en el mundo hay más de alerta de comunicación que de alerta sanitaria. Eso si, ¡ojo! nada de negar la evidencia: el puto virus existe, está ahí, es mortífero, y es necesario y éticamente exigible delimitar nuestra libertad personal para evitar el mayor número de muertes. Porque el virus mata.

Todos tenemos casos muy cercanos de que esto va en serio y de que ha provocado mucho dolor. Pero también hemos de asimilar que esto no es eterno y que, cuando pase, seguiremos teniendo una vida por delante, seguramente muy similar a la que teníamos, aunque la crueldad del presente nos impida ver más allá del día con optimismo. ‘Nada será igual‘, dicen algunos. Pues sí, nada será igual pero todo será muy parecido y nuestra memoria arrinconará este año y pico de virus. Porque el olvido (que no la memoria histórica) del dolor es siempre necesario.

El virus mata, pero el miedo militante aniquila. Y entre uno y el otro, casi prefiero el riesgo a la muerte que la muerte en vida del miedo. Hace unos días, un amigo me comentaba que los psiquiatras están ya en alerta de lo que nos viene encima tras esta pandemia, que -dicen- será mucho peor que la propia enfermedad. E intuyo que puede ser así por lo que observo en la gente. De qué sirve sobrevivir si las secuelas anímicas son mucho peor que los efectos secundarios del virus? Tengo otro concepto de supervivencia. Es más una reflexión y una decisión personal, que quiero compartir. Soy tremendamente consciente que cada uno lleva estas cosas como siente, como puede o como se lo permite su miedo y su historia. Y lo entiendo, pero lo tengo claro: primero vivir porque puedo sobrevivir a la Covid pero puedo morir de cualquier otra cosa, incluso de miedo.

Fidelidad

Hay muchas clases de militancias, tantas como sentidos de pertenencia a grupos tengamos. La militancia, aclaro, no es per se perniciosa, sino al contrario. Es necesaria para generar las suficientes mayorías que son las que mueven los hilos del mundo. Pero sí es perniciosa esa militancia moderna que ha sancionado el espíritu crítico en favor de la homogeneidad. Ideología sin fisuras. Ciertas militancias se han convertido en ejercicios protocolarios. Y es que cada vez veo más la militancia como un modo de fidelidad, más allá de la razón. Eso sí, militancia positiva, como la fidelidad, siempre que no caigas en la desidia…

Yo soy incapaz de defender cualquier cosa que no creo o siento. Y ni siquiera acepto una norma porque sí, lo cual me ha generado algún que otro problema. Pero las normas son cambiantes, y  dependen de las personas que las legislan y las sociedades que, de forma consensuada, las hacemos regir como acuerdo social de convivencia. Pero ya he superado ese conflicto: acepto una norma aunque no crea ni confíe en ella. Simplemente la cumplo. Eso sí, que nadie me pida evangelización sobre algo que cumplo pero no comparto. De eso se ocupa la militancia. Me encanta la libertad de defender lo que soy, lo que pienso y lo que siento, por encima de etiquetas. Me equivoqué con la equidistancia. No soy equidistante. Me equivoqué con la neutralidad. No soy neutral. Simplemente defiendo una realidad cambiante, mi esfuerzo de adaptación a mi entorno y mi única pretensión de construir puentes de acuerdo y concordia, nunca de polarización y enfrentamiento.

La historia de la humanidad ha construido diabólicas historias en nombre de militancias irracionales, de ideologías sectarias, de creencias  religiosas o de estructuras piramidales con fórmulas mágicas que prometen la felicidad o el paraíso en forma de dictaduras monocolores, protegiéndose de los demás como sólo se puede hacer: para saber qué o quién soy, ven y entra. Aceptemos la disensión como algo normal que nos ha de llevar por lógica al acuerdo con contrarios (no enemigos). Por ello, hago de la escucha, mi valor (aunque no siempre lo logre), y de la eliminación de etiquetas, un intento de romper con los tópicos. La defensa de cualquier consigna no deja de ser una pérdida de parte de tu libertad personal, no siempre en favor de un bien superior cómo podría ser la concordia sino muchas veces como un elemento de enfrentamiento y polarización. Y no sólo en la sociedad, sino en tu propia vida.

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Mira que si juguem la final…!!!

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Recuerdo, de pequeño, ir de Massamagrell a Valencia en el trenet (en el viejo camarote verde o el azul, más moderno), pasar per l‘Horta d’ Alboraia camino del Conservatorio de Música. Sí, la música, como ese A tu lado que toma emoción en cada calentamiento granota en cada partido de la Bombonera d’Orriols. Ese A tu lado canturreado desde la grada por la gent granota, que será la ausencia más dolorosa en este día tan señalado para el levantiminismo. Ieee tu, que podem jugar una final!, es pesiguen la cara molts granotes encara.

En el trayecto, me conocía todos los campos de fútbol, de Meliana, de Foios, de Albalat. Niños en las escuelas jugando al fútbol, y yo ahí, encerrado en ese trenet, algo que en aquél momento ni me iba ni me venía: la música, con mi pésimo oído para sacar nada que no fuera mínimamente reconocible. Evidentemente, la música (la banda) me dio muchas cosas, pero me impidió, como niño y de niño, cumplir con una parte de mi sueño: ir a entrenar, jugar a fútbol aunque fuera mal. Era, más que mi sueño, mi obsesión.

Los campos de tierra del viejo cauce del Turia eran otra razón para embobarme en ese insípido trayecto. Así, dos tardes a la semana. Y así descubrí el Nou Estadi, aislado de la civilización, con tierra fértil a su alrededor. Cada viaje esperaba llegar al viejo apeadero de Palmaret, para poder ver aquel campo, el que más me impresionó desde las ventanas de ese tren que me llevaba adonde no quería ir o, más bien, adonde no me apetecía ir. Quería jugar, quería jugar a fútbol con mis amigos. Pero me tenía que conformar con ver, dos veces por semana, aquella mole inmensa en medio de la nada.

Vista àrea de l’antic Nou Estadi envoltat de camps. Foto Museu del Levant UE

¿Y quién juega ahí, me preguntaba? Hasta que averigüé que era el Levante, el otro equipo de la ciudad, que vestía en azul y grana, los mismos colores que, con la camiseta del 6 de Johan Neeskens (la única que tuve de pequeño y que me ha acompañado en mi memoria toda mi vida) me llevaron a esta increible sinrazón que es el fútbol, y del que, aunque ya no es lo mismo, sigo enganchado. Ese Nou Estadi (que, por cierto, se inauguró días después de que yo naciera, el mismo mes (septiembre) y el mismo año (1969) fue mi primera experiencia en granota.

No soy de grandes alardes emocionales en lo futbolístico. Más bien al contrario, comedido. Tengo pocas fotos con camisetas, pero me encanta aquella afición que hace de ponerse los colores de su club una religión. El Levante me atrapó desde aquel trenet, y desde la familiaridad y sencillez que se desprende nada más acercarte a él, en mi caso por trabajo. Al Levante se le aprende a querer rápido. Es, como un flechazo. Primero porque todo es fácil y familiar, y segundo porque ese vértigo de vivir siempre al borde del precipicio y de la mano de la adversidad, conmueve. Al principio es como un sentimiento solidario. Después, simplemente, te atrapa. El granotismo es casi como una consecuencia natural de acercarse al club. Quien lo hace, lo estima, vengas de donde vengas. De Caszely a Domínguez, pasando por nuestro Comandante José Luis Morales, Koné, Juanlu, Jefferson Lerma o Keylor Navas. Todos viven esto con intensidad.

Hoy, en esa semifinal vaciada del Templo como acostumbra a decir el bueno de Carlos Ayats, me pondría la camiseta del Levante y me iría al campo, a disfrutar, a saltar, a cantar, pero sobre toto a animar. Al levantinismo le hacía falta una cosa así, algo no sólo por lo que ilusionarse, sino por fardar como diría mi gran amigo Emilio Nadal. Por pasear con orgullo su sentimiento a los colores (blau i grana, pero también blanc i negre) por la ciudad, por dejar de sentir envidia sana por otros modestos que ya lo vivieron. La semifinal con el Athlètic ha unido a todas las generaciones de granotas, los críticos, los jóvenes (que han vivido la etapa de éxitos) y los más mayores, todavía magullados por el yunque de la adversidad, aquello que el más grande de los contadores de historias levantinistas, Paco Gandía, definió como parte del adngranota, el mismo que se inventó aquello de Catxeli, per a referir-se a Carlos Cazely, el chileno, mucho más ortodoxo de pronunciar desde l’apitxat. Hoy, Paco estaría orgulloso de su Levante, de un estadio convertido en la casa de los sueños, de una ciudad en la que ser granota ha dejado de ser una anécdota, aunque sea el sentimiento menos mayoritario.

Esta Granotera ha hablado en este tiempo, fundamentalmente, de fútbol. Y se cansó del fútbol y de sus debates tan estériles como necesarios: el fútbol es motivo de tertulia, de pique, de bronca, eso también es el fútbol. Pero a veces, me agota. Hoy, vuelve a escena de forma excepcional, para hablar de emoción y de sentimientos. Pase lo que pase esta noche en la Bombonera d’Orriols, engalanada con sus nuevas luces, con pantallas de caras de aficionados en las gradas, con el ánimo encogido de la mayoría en sus casas, y el silencio en el que los gritos de los futbolistas, los entrenadores, los utilleros toman protagonismo… Pase lo que pase, quiero acordarme de aquel niño de 10 años que secuestrado en aquel trenet, se acercó a aquel campo, a aquel club, a aquel equipo, el Levante, para ahora verse en estas de decir: Ieee tú, mira que si juguem la final de la Copa del Rei!!!! Pues eso, a ver si este Levante moderno, que nada tiene que ver con aquél que yo veía desde aquella ventanilla del trenet pero que no se explicaría sin aquel que yo sentí, puede asaltar La Cartuja de Sevilla y hacer que eso de Soñando Lo Imposible sea, unas semanas más, una oración de culto para todo el levantinismo.

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Tomemos nota

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El Tratado de Versalles, que tuvo más de armisticio con caducidad que de acuerdo de paz, cerró en falso la I Guerra Mundial. Poco después, Adolf Hitler redefinió al Partido Obrero Alemán con el apellido de Nacionalsocialismo, una mezcla macabra en que convirtió el coraje obrero en supremacismo y flama patriótica, gasolina para la trágica reedición mundial de guerra, la segunda en la primera mitad de siglo. Un macabro período en que, además en España, tuvimos que añadir la contienda entre propios, como cuando dos hermanos se pegan por unas ideas o por una herencia. Infame. Todo ello pasó hace un siglo, en 1920, justo cuando la mayor pandemia de la historia, la conocida como Gripe Española, había quedado atrás, con números que nada tienen que ver con los de ahora: entre 60 i 100 millones de muertos (estimaciones, porque no hay datos oficiales), cifras que superaron al total de fallecidos la primera gran guerra de la centuria. Un tercio de la población mundial se contagió. Hoy, con 81 millones de contagios i 1,8 millones de muertos, ni por asomo, se asemeja, afortunadamente.

Pero ello no le resta ni gravedad ni preocupación a la actual pandemia. Al contrario, le da valor a lo logrado en un siglo, en el que la ciencia y la medicina (más extendida y universal que nunca) han cobrado más importancia, si cabe. Y ello ha permitido sin duda reducir la letalidad. Sin restar importancia, el control de la letalidad de la enfermedad (entre otras cosas, porque no ha afectado a los países más pobres, como sí aquella), hace que, junto a la recién estrenada vacunación, nos tengamos que felicitar de vivir esta era, por mucho que el ruido, las corruptelas que invaden todos los ámbitos, y la crispación nos lleven a pensar en la apocalipsis. Ni de lejos. La mayoría silenciosa sigue gobernando por mucho que la estridencia de los más ruidosos haga que parezca lo contrario.

Vacuna y distensión

Como decíamos, la incipiente vacunación debe marcar el camino de la normalidad. Pero además de paralizar el coronavirus, las vacunas han de poder neutralizar todo lo que nos ha venido con ella: el abandono (incluso oposición) de la idea de globalidad y mentes abiertas, la recuperación de fronteras como medida de protección, incluso para los más liberales del planeta. Si nos enrocamos en la idea de que primero América o Europa o España, etc, o sea, primero lo nuestro, pondremos un freno artificial a nuestra evolución como civilización, sin duda, como ya ha venido demostrando la historia, con las diferentes barreras al progreso que se han creado con el avance científico y tecnológico que, a la larga, es el mayor generador de equidad e igualdad.

La distancia social no puede derivar en un ombliguismo o mal de insularidad (como el Brexit inglés, de fuerte tradición británica, por cierto), sino todo lo contrario. La pandemia nos ha obligado a tomar soluciones globales a problemas colectivos con incidencia individual (el contagio nos hace depender de la actitud de los demás). La cinematografía de ciencia ficción está llena de películas y series en los que la Tierra es devastada, sin especificar quién es culpable y sí una realidad de quedar todo arrasado. La suma de muchos yo, por sí misma, no genera un beneficio colectivo, sino la suma coral de esos mismos yo, con la supervivencia como objetivo. Miedo me da que, superada las consecuencias pandémicas y la sociedad recupere su actividad, reeditemos viejas rencillas aparcadas, y con más tensión y virulencia, seamos incapaces de reescribir la historia de este siglo lejos de la barbarie del anterior.

La recuperación económica, la igualdad social, la garantía de todas libertades, la tolerancia, la empatía y la solidaridad deben ser parte de la dosis que introducimos en cada jeringa de las múltiples vacunas desarrolladas en nombre de la ciencia, la única que ha salido bien parada de todo este enredo. A pesar de ser relegada durante años de la agenda política, la ciencia y la investigación han subsistido y como leales soldados de la vida, nos han devuelto la esperanza. Y aunque la memoria es muy frágil y selectiva y pronto se nos olvidará lo vivido, no nos dejemos enredar por discursos emotivos y fáciles. Tomemos nota.

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Culpables

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Debo ser un raro (a veces lo pienso), pero no me gusta la culpa, ni la propia ni la ajena. Responsabilidad, sí. Culpa, no. Y en éstas, que la culpa es el principal arma arrojadiza en la esfera, no sólo política, sino personal. Pasa una cosa y el ‘presunto’ culpable se defiende: «no ha sido mi culpa». El problema de esto es cuando viene sobre hechos que pasan, que nos pasan, no que hacemos. El enfermo no puede sentirse culpable de enfermar, la mujer violada no debe avergonzarse de que un energúmeno con nula tolerancia a la culpa, se aproveche de ella y la humille, el agresor sobre su víctima, o el terrorista sobre inocentes, etc. Pero pasa. Suele el agresor generar duda en la víctima, para vencer una de las batallas más importante, la psicológica. La culpa es una arma, de defensa y ataque, un argumento perverso, en muchas ocasiones un justificante de autoridad, generalmente repartiendo pecados y no generando responsabilidades, que sería lo suyo. Y, por último, la culpa entraña miedo a ser juzgado y, por tanto, excede a la autogestión.

Que toda decisión tiene sus consecuencias, es irrefutable, al menos para mi. Que no hay peor culpa que la propia, que la que uno mismo se genera, sin duda que también. La culpa en tu piel duele más, porque te convierte a ti mismo en tu propio enemigo. En un hecho traumático (un accidente, por ejemplo) en el que tú eres responsable o sujeto activo, sobrevivir es ya en sí una condena; la muerte, sin duda, es la ejecución, pero sin culpa, por inconsciencia. La defensa de una culpa es un trabajo agónico, casi diría yo draconiano, y no suele desaparecer. Porque la tolerancia humana sobre la culpa es cero, nula, casi imposible. Trabajar en convertir la culpa en responsabilidad es un ejercicio excelente, yo lo aconsejo. Considerar la culpa como anomalía (algo pasajero) y no como dolencia es un primer paso. El siguiente es el de humildad: todos nos equivocamos, y muchas veces. Empecinarnos en disimular nuestro error y, por tanto, defendernos de nuestra hipotética culpa aún a sabiendas que no es así, nos genera más ansiedad que alivio. Y yo en mi vida le he declarado la guerra a la ansiedad, he naturalizado el error y he apuntalado mi sentido de responsabilidad. Toda acción tiene consecuencias, y asumirlo cuanto antes, la mejor terapia.

Trasladado a la vida público o a la clase política, el territorio de la culpa es casi una necesidad. Y probablemente, el del periodismo: casi la gran totalidad de causas generadoras de noticias son de culpa. Destacar lo positivo no suele ser noticia, más que en determinadas situaciones, casi siempre con carácter emocional (recuérdese los aplausos a los sanitarios a las ocho de la tarde durante el confinamiento). Si mi argumento (político) nace de tu culpa (error, voluntario o intencionado), poco podremos extraer para la causa de la solución. Y, en relación con la pandemia, hay una cosa clara: la culpa siempre es del otro, que no cumple las normas, pero mi causa (excusa o argumento), siempre justifica mi acción, por muy culpables que nos hagan sentir.

Confinamiento navideño

Acabo. Tal vez me equivoco, pero por lo que he pulsado (a veces entre líneas), la gran mayoría de la gente hubiera entendido un confinamiento total durante la Navidad, que no ha llegado porque nadie de los que gestionan se han atrevido a hacer lo que debían hacer: cuidarnos a todos. Las autoridades lo son, y para ello cobran, para tomar decisiones, las mejores para nuestra sociedad, por muy duras que sean. El cálculo electoral (coste en votos de algunas medidas) debe ser un motivo de repulsa social en futuras consultas. Lejos de ello, ese cálculo se produce por nuestra propia respuesta como ciudadanos, que castigamos al que decide algo que, aunque no nos guste, sabemos que es necesario.

Y una vez se ha decidido por recomendar y/o no prohibir, todos (o muchos) hemos encontrado la manera de superar la necesidad de auto-confinamiento para, al pie de la letra literal de la norma, celebrar la Navidad, por mucho que nuestra cabeza nos diga que hacerlo es una temeridad. Ni culpo, ni me culpo. Pero sé que si soy prudente, evitaré sentirme culpable o que alguien me haga sentirme culpable. El miedo es libre; la culpa, del diablo.

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Ganando al tiempo

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«Prefiero tus ganas sin tiempo que tu tiempo sin ganas»

De la escritora @Mapirom (Instagram)

Huir del conflicto no asegura la felicidad, pero ayuda, como el dinero. Y además, descabalga al que hace del enfrentamiento su modo de relación y, en el peor de los casos, su estilo de vida. Y no hablo de mirar otro lado, ni tampoco me refiero ni a la política ni a la vida profesional. En esta ocasión, hablo de la vida personal.

El conflicto nace de nuestra incapacidad para la tolerancia, que se traslada a nuestra vida. Es la ya mítica diferencia entre tus bragas y mis calzoncillos en el suelo. Las primeras me molestan a mi. Los segundos, a ti. Nos molesta lo que hacen los demás, aunque sea idéntico a lo que hago yo. Así jugamos, así lo hacemos. El yo por encima del nosotros, el orden por delante de la improvisación. El barco se hunde cuando uno pesa más que el otro.

Con el tiempo he aprendido que las ganas de… hacen más que el tiempo para… Cuando alguien te pide más tiempo, en el fondo lo que está haciendo es limitar el tuyo e imponer el suyo sobre cualquier otro, imponer su forma de emplear el tiempo, que es lo mismo, seguir sus tiempos, que no coinciden siempre con los tuyos. Más bien, casi nunca coinciden. Emotivamente, prefiero las ganas al tiempo, la cualidad a la cantidad y la tolerancia a la imposición. Y ya en equipo, el nosotros al yo, entendiendo el primero como una parte no simétrica, sino mágicamente desigual, pero no de forma habitual, sino cariñosamente improvisada. Porque la convivencia requiere de eso, de cierto orden convivencial pero también de cierto caos emotivo.

Quien se muestra exigente al imponer su criterio lo es también en imponer su tiempo, y por extensión sus tiempos. Qué bonito es eso del beso robado, algo así como la foto improvisada. Qué bonita es una casa en construcción. Cada vez me gusta más la imperfección, y la que más la mía. Me hace sentir libre porque en el fondo, me hace más libre. La imperfección hace que cada vez gane la batalla del tiempo, el mío.

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Bardhi no es suficiente

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Enis Bardhi llegó al Levante de media punta. En su primera pretemporada, destacó por su disparo, con potencia, colocación. Efectivo, muy efectivo. Llegó a codearse con Leo Messi en efectividad, y despareció. Llegó Paco López y no contó de inicio con él. Quería que mejorara su juego defensivo, que ayudara al equipo. Era el momento de luchar por la salvación. Y Enis se puso a currar. Volvió en San Mamés. Jugó de interior, y marcó dos goles de falta. Incluso lo ha explicado. Debía mejorar su juego sin balón. La siguiente se consagró y, desde la izquierda, no tuvo oposición. A pierna cambiada buscando su potente disparo, y con el recuerdo de la media punta, incorporándose desde atrás, como en aquél golazo de Girona. Y la temporada que empezó con público y acabó paralizada y a puerta vacía se consagró. Este año no había empezado muy potable. O al menos, no de forma regular. En Granada volvió. Esperemos que para quedarse.

Dominio sin efectividadad

En el Nuevo Los Cármenes, sin José Campaña, ha hecho su 10 más grande. Completísimo. Parece como, sin el andaluz, su luz es más potente. Lo parece y lo fué. Control de un balón con nieve y remate a la media vuelta. Media docena de acciones con tiro o acción de pase interior. Y la asistencia en el gol de Rubén Vezo. Desde la izquierda, con flexibilidad como le gusta a Paco López. Lo he hablado alguna vez con gente de su entorno y que le conoce bien. Le falta la pausa y la regularidad. Cuando la encuentre, volará. Y no tendrá nada que ver con José Campaña. Su caché es superior. Ese valor nace del gol, de su capacidad para llegar y marcar.

Una parte del levantinismo está de uñas con el adn que le ha dado Paco López al equipo. Es cierto que ese fútbol genera debilidad defensiva y hartazgo ofensivo, si el final de todo es el pase y el equipo no genera peligro. En Granada no ha sido así. Tanto con igualdad como con superioridad numérica, el Levante fue a por el Granada. Lo sabía cansado. Y sabe también que defenderse no es su estado natural. El juego de posesión requiere mucha calidad y mucha concentración. Y ni así, a veces, superas a un rival que tira de físico. Y el Levante, cuando no supera al contrario con el balón, se banaliza. Y lo hace demasiadas veces esta temporada. La ausencia de Borja Mayoral le ha restado brillo y oxígeno. Dani Gómez tiene buena pinta. Y Sergio León es uno de esos casos de talento desperdiciado.

Hace días que escribí que Nunca tanto dio tan poco, receta válida para el partido en Los Cármenes, sin duda. Aunque el Granada estaba cansado por su aventura europea y se quedó con diez muy pronto, el Levante arrinconó a su rival todo el partido. Machís aprovechó una contra y el desequilibrio estructural de un equipo que su entrenador quiere que sea así. Y vuelta a ir a cuesta arriba, lo que provoca que su fútbol y su clasificación no casen. Hay que hacérselo ver.

FICHA: Granada CF, 1 – Levante UD, 1 (Machís/Rubén Vezo) Gonalons fue expulsado en el minuto 16. Segundo empate consecutivo a un gol.
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Ilusos

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El vodevil eterno en el que nos despertamos todos los días a causa de la gestión de la pandemia que nos asola no puede sorprendernos. Si lo hace, es que pecamos de ilusos. Nada en comunicación es casual, todo es meditado, todo está medido, todo tiene su sentido. Y nosotros buscando una explicación lógica a tanta algarabía y a tanto caos.

La mayoría hablamos y tenemos déficit en escucha. Todos, sin excepción. Otra cosa son los grados. Hay gente escuchante, muy fan de los silencios, que agradece una buena conversación, que escucha con interés, y casi siempre se siente atraída por asuntos interesantes. La clave, además de la actitud del hablante, está en su capacidad de captar la atención, no a través del canal o el código, sino del mensaje. Un buen tema, bien tratado, bien escrito, bien argumentado y bien resuelto es una delicia.

Nos gusta escucharnos, no escuchar al otro, yo el primero, aunque intento deshacerme de ese enorme defecto. Difícil. Y la comunicación se resiente. Tendemos al monólogo y desconectamos con la réplica, en muchas ocasiones para dar una nueva versión de nuestra visión en el turno posterior, a veces porque no tenemos el más mínimo interés de escuchar lo que el otro nos va a decir.

En la relación interpersonal el resultado suele ser la incomunicación y, en el peor de los casos, la disputa y la ruptura. El monólogo alimenta el ego y desnutre el consenso debilitando la relación hasta el límite: la soledad, de la que os hablé en Sonrisas ocultas. En la relación social es la génesis del conflicto. Una pancarta sin respuesta, una consigna en voz alta, un alegato sin autocrítica, un mensaje coral y sin respuesta. Escuchamos a los que queremos oír, y solemos oír a los que nos dicen lo que queremos escuchar. La no-escucha está en el origen de la polarización. Y ésta es cíclica. Cuando se llega al momento máximo de tensión, se produce el conflicto, a veces violento, que acaba en un nuevo consenso tras una escucha obligada: la paz llega con la escucha inaplazable del adversario. La falta de escucha convierte al adversario en enemigo.

Silencio defensivo de la política

Y en política la no-escucha es parte de su esencia, al menos en estos tiempos que vivimos. Y lo malo es que les seguimos haciendo caso. El teatro de la discusión nace de la declaración, el discurso y la intervención. Todos son mensajes unidireccionales que se trasladan a la opinión pública con esa misma merma. La reunión es estratégica, no de escucha, no de consenso. La réplica es un teatrillo que busca la victoria dialéctica. «La comunicación no verbal del otro conecta directamente con nuestro sistema emocional, no pasa por el análisis racional», decía la profesora Estrella Montolío en una magnífica entrevista en La Vanguardia. Y en ese nivel de debate nos encontramos. Y más: «el silencio es una buena estrategia defensiva muy infravalorado en una cultura del desparrame verbal». Esa mayoría silenciosa que traga saliva ante el estruendo dialéctico simplemente no se la tiene en cuenta, no existe.

Y queremos que, en tiempos de pandemia, encontremos el consenso para vencer al virus. Ilusos.

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Miedo granota

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La idiosincrasia del futbolero es así. Quemamos las naves a la que salta. Ya se dijo que el fútbol (el deporte de masas) amansa a las fieras, y no porque las atonte -argumento cultureta- sino porque la euforia y la protesta queman tensión. Por ahí, tal vez se entiende la apocalipsis constante del ánimo a causa del resultado. Pero he de decir, en favor de los más cenizos seguidores granotas, que su miedo tiene coartada: el yunque de la adversidad.

Voy a empezar por lo obvio. Colista y con un partido descorazonador en San Mamés. Ininteligible, difícil de diseccionar. Después de muchos años en la profesión sigo sin descifrar las ‘pájaras’ en el fútbol. En el ciclismo, mi deporte, están claras. En algo has fallado, fundamentalmente alimentación. En el fútbol, deporte colectivo, sólo se me ocurre el efecto contagio. El Levante de San Mamés sólo fue fiable en el tablón de alineaciones. Sobre el césped, un espejismo de otros, una broma pesada que encendió a la afición, y de ahí su enfado.

‘Haters’ y demás

El entrenador es el foco. Directivos, aficionados, prensa… Todos le piden explicaciones. Imaginad que todos los días al salir de tu trabajo o de clase te pidieran explicación de lo que has heho o dicho. Es cierto también que nadie, ni por asomo, tiene la nómina de estos obreros del fútbol. Pero, de ahí al derribo, hay un mundo.

Sigo pensando que el Levante (y muchos equipos) se mueve entre dos tendencias: los defensores del aquí sólo vale ganar, y lo demás es accesorio. Y los que quieren algo más que un resultado. La sociología de la granotera ha cambiado. Ahora conviven los históricos, irreductibles y temerosos de una vuelta a la oscuridad, los nuevos que sólo han vivido la época de solera y éxito del club y los que se han acercado a él por la propuesta futbolera y como club y los que llevan a sus hijos a Bunyol y que, simplemente, como pueden y por fidelidad disfrutan del fútbol de élite en una ciudad decantada hacia la Avenida Suecia. Y todas ellas son legítimas, y complementarias. De ahí que los que ven al Levante como un sentimiento, más allá del fútbol, estén en pie de guerra. Y los que se congratulan de un equipo estético y definido, mantengan el tipo. Todos nos congregamos ante el televisor a ver a nuestro equipo, y a que gane. Y no somos ni más ni menos granotas. Simplemente, diferentes.

El guardiolismo de Paco

Coincido con Felip Bens que la influencia guardolista de Paco López y de muchos de los entrenadores de escuela es casi una religión. Una creencia sin evidencia científica. Nadie dice que jugar bien sea sobar el balón hasta aburrirlo. Sí sobarlo para llegar al éxtasis: el gol. Y hay un punto culminante: la velocidad y la tensión (correr, sí pero con cabeza). Johan Cruyff, el principal ideólogo del estilo, siempre dijo que pase sin velocidad y búsqueda del espacio era poco más o menos que una milonga. Michael Laudrup fue objeto de sus críticas por esa falta de criterio en la elección de la excelencia. Y sí, Pep Guardiola hizo de la posesión su marca, pero sólo triunfó porque contó con la generación privilegiada de tocapelotas excelsos que fueron Xavi e Iniesta, y al mejor jugador del siglo XXI, Leo Messi. Los demás sólo han copiado sin tener la materia prima, incluido el propio Barcelona. Fuera del Barça, Guardiola ganó por el caché acumulado que le llevó a clubes ya con solera, pero se estrelló cuando quiso hacer ciencia de su ideario.

Adaptarte a tu equipo es obligado para todos los equipos del mundo menos para el dominador de la época: el Ajax de Cruyff (jugador), el Milán de Sacchi o Capello, el Barça de Cruyff o Guardiola, el Brasil de Pelé o la Argentina de Maradona. Los demás a picar piedra, a combinar el juego combinativo con el directo, a buscar en su plantilla el equilibrio, de atrás adelante, y de izquierda a derecha.No hay otra. José Manuel Esnal ‘Mané’ me dijo cuando yo empecé en esto del periodismo que lo de los dibujos tácticos era una milonga. Que el entrenador ha de leer los partidos y que ha de saber dónde hacer mal (presionar, tapar lineas de pase, etc) a tu rival para quitarle balón y dónde y qué hacer con él para que tu rival no te neutralice y poder hacerle daño. Tan simple como difícil.

Adornos y andamios

Al Levante de Paco López le sobran adornos y le faltan andamios que sujeten los adornos. El plan B que reclamo desde hace tiempo es una necesidad, desconozco si consentida por la dirección deportiva y propugnada por Paco o al revés. Me gusta el fútbol que propone Paco, y me hace sentirme bien la mayoría de veces que me pongo a ver un partido de su Levante. Y entiendo que, a la mínima, Paco busque su estilo. Pero también el entrenador ha de saber dónde está y cómo es ese club. Lo mismo el aficionado, que pide internacionalidades de jugadores colgados del larguero o autobuses Clemente para cubrir su cuota de no-miedo. En el deporte de élite ganan los atrevidos, los que se arriesgan a salir de la cueva y hacer cosas: sea segar a la figura del equipo contrario, ganarle un esprint a Cristiano Ronaldo con un cuerpo robusto o hacerle un túnel a alguien, robándole la integridad y sonrojando su cara.

Paco ha de pegar un puñetazo en la mesa, primero en su vestuario, y cortar ínfulas a jugadores que se saben elegidos. Y en parte por ahí llegó la debacle de Bilbao. Los internacionales suelen llegar desubicados y no por los viajes, sino por su subidón de ego, sobre todo los novatos. Elegir siempre lleva un riesgo, y me consta (lo sé, no me lo han contado) que Paco desmenuza cada decisión con mimo y con detalle. Pero también sé que en un cuerpo técnico moderno hay muchas voces. Y Paco ha de escuchar la suya, la del tipo del filial que, cuando llegó, leía partidos sin mirar el número. Paco López ha de ser Paco, el de Silla. Y seguro que saldrá de ésta. A su haters, sólo decirles que les entiendo, pero que no estoy de acuerdo. No sólo es un buen tipo, un levantinista convencido que siente el hierro sino un excelente entrenador. Pero sí, como todos, está sujeto a los resultados y a la feroz crítica de los que sostienen ésto: la soberana afición, consumidora de sentimientos y, en este caso, del sentimiento granota, por suerte. Yo me he alegrado de las derrotas de entrenadores que no me gustaban para ver si caían, como casi todos los que hemos mamado el fútbol desde la niñez y nos duele cada derrota. Y entiendo a los que así lo sienten. Pero no es mi caso, ni de lejos. Ni peloteo ni compadreo. Defiendo a Paco porque, en general, tengo una misma manera de ver el fútbol. Sin más.

FOTO PORTADA: @LaLiga.

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Sonrisas ocultas

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«Las mascarillas borran las sonrisas y sólo dejan ver las lágrimas», leía en un tuit de no recuerdo bien quién. Pero se me quedó esa frase, pegada a mi mente como una lapa. Cosida a mi ánimo. Una frase llena de simbolismo. Modernidad (en forma de contactos infinitos) aderezada de miedo. El del contagio, el del dolor más que el de la muerte. La soledad del adiós. La soledad y el dolor. La soledad ya es dolor. Y muchos de los que se han ido ya estaban solos antes de marcharse, con dolores iguales o peores, con agujeros en el alma, con la conciencia tranquila del que ha hecho su legado con una vida plena y que acepta su final con calma. Siempre pensé que ese relato de calma, sin la prisa de la mañana ni la dictadura de la agenda, es la felicidad más madura. Una felicidad que transmite tranquilidad, serenidad e inteligente pausa.

La soledad madura de esas mañanas eternas, con un paseo al sol de invierno y a la fresca en verano. Días interminables esperando, sólo viendo pasar el tiempo. Y los que vamos en tránsito hacia esa madurez, hablamos estos días en el nombre de la soledad de nuestros mayores, que están más angustiados por vernos a nosotros lejos de esos abrazos protectores, que de su propia soledad, a la que poco a poco se dirigen, por costumbre. La interacción, en otro momento motor de nuestras vidas, se convierte en adorno de un tiempo de tranquilidad, de calma, de sosiego del que se ve a sí mismo resabiado de su historia.

La Covid19 no se ha llevado a nuestros mayores. Muchos llevaban tiempo despidiéndose. Les ha dado un impulso y nos ha dejado huérfanos, llenos de reproches por nuestra endiablada vida (me hubiera gustado estar más tiempo, me hubiera gustado despedirme…) Es dolor, sin duda. Pero también suena a excusa de exceso, suena a liberar parte de nuestras conciencias. O no. Ahí lo dejo. Para la reflexión de cada uno.

El virus se ha llevado la mirada alegre de quienes vemos en nuestros mayores un espejo de existencia. Ellos, los mayores más inquietos, los más resistentes al paso del tiempo, han acelerado con la pandemia su trayecto hacia esa calma, minimizando los deseos humanos de eternidad y juventud infinita. Esta pandemia nos ha robado a los más, la sonrisa. Y a ellos, a los que nos trajeron a vivir esta aventura, la satisfacción de vernos sonreír. Porque igual que su vida es el espejo de su descendencia, la sonrisa de los que toman sus apellidos son el reflejo de su felicidad madura. Y es esa sonrisa la que han dejado de ver, con el aislamiento primero y, cuando ha llegado el contacto, con esa mascarilla que las estrangula, contrae la respiración, ilumina las miradas más tristes y, en el peor de los casos, sólo destaca las lágrimas.

El final del túnel

Es tiempo de pandemia y de sueños. Y el mío no pasa por la vacuna (ojalá…), pasa porque el virus, tal vez, se retire (cuando deje de considerarse que hay una ‘transmisión comunitaria incontrolada» y, textualmente, “como sucede a menudo, cuando los efectos bajan, la gente deja de preocuparse”…, tal y como explican las historiadoras Laura y María Lara Martínez al contar cómo acabó la gripe española del 18) como llegó: sin hacer ruido, sin percibirse, silencioso, sin saber que está, hasta que llega la muerte, una muerte en soledad y con dolor, nuestra verdadera razón de alarma. Nos quitaremos la mascarilla cuando el virus deje de causar miedo y no tenga que vivir de nuestra muerte. «La imposición del miedo es la peor de las pandemias porque atañe a lo más preciado que tenemos: la confianza», escribía en Imponer el miedo, aquí mismo en Apuntes. Y, cuando pase, nuestros mayores recuperarán su sonrisa. Y volverán a sonreír con nuestras carcajadas, abrazados.

*Foto Freepik: @goffkein

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