De Barda a Monte Castelo con Machado

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Dos etapas, dos días. Es lo que tiene esto de escribir. Requiere concentración… y tiempo. Dos etapas diferentes. A medida que bajamos al sur de la Costa da Morte, el paisaje cambia. Cundins y Ponteceso me despertaron el martes con lluvia, aunque se fue en minutos. Pero el agua en la vegetación hizo de la primera parte del trayecto, hasta el Faro Roncudo (foto de portada)  fuera un chop chop constante en los pies, con las zapatillas empapadas, que era como ir andando sobre un colchón de agua, por otra parte elemento natural de Galicia.

La etapa hasta el Faro es exigente y de vistas increibles. Poco a poco, el sol fue poniendo luz al trayecto, pero los primeros kilómetros, con neblina y humedad, me encantaron. También fueron los primeros pasos en solitario, y la verdad, fueron muchos minutos de mente en blanco, sin recordar nada más que imágenes y sonidos, cual ejercicio de meditación, el más natural, sin más pensamientos que el trayecto, las señales y el sinuoso camino que se abre a tus pies con estrechez. 

Como en la bici, ando a sensaciones, casi sin mirar el tiempo, ni GPS para ver el trayecto. A veces, arriesgado. Eso sí, llevo en pantalla el rutómetro, que casi ni miro. Como en mi vida, improviso. Fotos, videos, cantos, sonrisas e incluso emociones, que siempre se producen. Buscaba silencio, la cercanía y el aprendizaje del aburrimiento, del descanso activo. Y lo voy  encontrando. Una conversación por videoconferencia con mi hija, el único acceso al exterior. Y necesario, porque ella era parte de los objetivos de mis pensamientos (el dia a día a veces nos lleva al olvido si, como es mi caso, no comparto su cotidianeidad) Bueno, pues eso, como los pies en la marcha y los complementos alimenticios en la carrera, ella es el motor innato que mueve mi vida (como los vuestros, seguro), pero mi reflexión es que no es como prolongación de la obra de mi vida, sino como felicidad por su propia obra,  no viciada por triunfos o éxitos. Orgullo de ser padre, no de estar.  Y es que como leí hace poco: la familia la crea la lealtad, no la sangre. Y su lealtad no se basa en su ascendencia sino en mi esencia, y así la siento yo.

Bueno, seguimos. En Balarés, descanso y refresco. Elixir en los pies en forma de baño en la playa, eso sí, sólo las piernas. Las aguas da Costa da Morte dan para neopreno. Llegada a Ponteceso, y cenita en Corme con Dani, a modo de despedida. Tocaba decir adiós a Casa de Verdes. Excelente estancia, muy recomendada, no sólo por la instalación sino por la esencia de la misma, un lugar donde soñar, como escribí hace tiempo y como reza el titulo de la emotiva serie de Netflix. A tiro de piedra de cualquier lugar de esta zona, integrada en Cabana de Bergantiños. Conversación necesaria tras meses sin vernos, después de que el puto bicho y las cosas de la vida impidieran que esta aventura tuviera lugar el verano pasado. Nos han pasado tantas cosas que la cena, como suele pasar, se quedó corta. Cosas que pasan..

Atardecer en el Pueto de Corme

Los días en ruta transcurren iguales, como si de un torneo deportivo se tratara. Descanso mental a través de la exigencia física y de la regularidad de los momentos. Por la mañana, caminar; la tarde, descansar, recapitular. Los JJOO de Tokio pasan a las reposiciones televisivas y a las notificaciones de Eurosport. Las horas pasan lentas, pero con emoción. Vine a buscar abrazos mentales que abrochen mis sentimientos más escondidos. Y van apareciendo. Tras la cena del martes, visita nocturna a la playa. La búsqueda de unas algas que, con la fuerza de las olas y la oscuridad de la noche, convierten en magia de colores un lugar (no importa cuál) de la Costa da Morte. Abrazo a María y despedida de Cundins. Al dia siguiente, a Camariñas, centro de descanso de las dos próximas etapas, la de hoy de Ponteceso a Laxe, repetición de la recorrí hace dos años, y que he vivido con la sensación de que salirte de la costa para visitar el Castro de Borneiro y el Dolmen de Dombate es una vuelta de tuerca interior al Camiño un poco forzada, que sólo la vista del Monte do Castelo alivia. Espectacular.

Caminando con Machado

En la mañana del tercer día de ruta me sorprendí cantando el Retrato de Antonio Machado, cantado por Joan Manuel Serrat (y no me preguntes por qué, porque no lo sé) Ahora, ya no se me queda la letra de una sola canción, pero el disco de Serrat al poeta lo recito al dedillo, para acabar gritando aquello de «Soy, en el buen sentido de la palabra, bueno». Y de eso se trata, de verse bien, bueno, de estar en paz con uno mismo,  de ocuparse sólo de lo que depende de uno mismo. Y así,  los kilómetros, como la vida, caen sin darte cuenta y, en mi caso, entre versos:

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla (…) Mi juventud veinte años en tierras de Castilla (…) Mi historia algunos casos, que recordar no quiero (…) Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna…

Laxe, finL etapa 3
Ponteceso, final etapa 2
Ruta dos Moiños

Y así hasta el final. A veces confundiendo estrofas y su orden pero imitando la particular voz del poeta, el gran Serrat… Todo eso por el paseo fluvial por el río Anllóns. Las gentes que me encontraba de frente ni me escuchaban. Auriculares en las orejas, mascarilla temerosa y aburrimiento en el andar… Tristeza de pandemia.

«Y al echar la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar»

Con estos versos de Caminante, me adentré por la Senda de Os Moiños, que me llevaría al Castro de Borneiro por un camino de vegetación cerrada y en el que sólo se escuchaba el abundante agua -la que hizo funcionar los molinos in illo tempore-,  mi respiración y las pisadas sobre las hojas húmedas. Un viento suave y el abrigo de los árboles hizo sue sintiera cierto frío en el trayecto. Y se agradece.

La magia de Barda

Monte do Castelo es un espectáculo, como lo fue el martes el pueblo de Roncudo, y las múltiples vistas de Punta Nariga, camino de Corme. La Praia da Barda, todavía envuelta en nubes bajas y tierra húmeda, un lujo para los sentidos. Sin olejae, el olor a mar y a humedad de los helechos, dan paso a la arena blanca de esta coqueta playa, escondida como ensenada de la ferocidad, el martes sorprendentemente calma de sus aguas. Un regalo.

Y el jueves, el reto. La etapa doble, la que he preparado con esmero, y de la que espero… No espero más que disfrutarla. 41 kilómetros que pondrán a prueba mi resistencia y mi cuerpo, la única etapa enteramente deportiva, de dos trayectos que ya conozco porque los hice como caminante cuando hice camino al andar. Y hoy, ahora, no soy el mismo. Y Laxe-Arou, y Arou-Camariñas, sólo  mantienen el nombre y mi recuerdo. Hasta mañana. Fins demà…

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El secreto de  Porto Barizo

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Las sorpresas son como el dulce tras el café o el premio del caramelo de los críos. Un ejercicio de buen rollo, que nos llenan, nos iluiminan, nos hacen más felices, y nos permiten ver que no todo está perdido, que las gentes podemos llegar a convivir haciendo la vida más fácil al mundo.

Y, tras la tensa espera, no me esperaba que a la llegada a Cundins para iniciar mi aventura en la Costa da Morte, deambulando de faro a faro por senderos que abrieron los percebeiros para que todos nos deleitemos con su sabor a mar al menos una vez al año, mi llegada estuviera plagada del detalle de la sorpresa.

Nada más entrar en la casa –Casa de Verdes-, tenía a Traski, la mascota del Camiño dos Faros y la camiseta preparada, amén de la empanada gallega. Pero no fue todo, porque sin tiempo ni para pensarlo fuimos al Pico del Sinde (foto) para observar Cabana de Bergantiños, Ponteceso, Corme y el Faro Roncudo, algunos de los sitios que visitaré en la ruta, pero desde lo maś alto. Aperitivo de lo que te ofrece el camino. Será cosa de meigas, que diría Dani.

Al fondo el pueblo de Malpica, inicio del Camiño dos Faros

De Malpica a la Praia e Niñons… #Etapa1

No quiero describir las etapas (eso lo encontraréis en la fenomenal web del Camiño dos Faros), sólo contar cómo la he vivido, qué me ha sugerido. A veces es difícil encadenar letras que expliquen una sensación, como pasa con los sentimientos. Llegar a Malpica ha sido un subidón. Me acompañó mi amigo Dani en esta primera etapa. Y fue no esperado. Una conversación de él, de mi, salpicada de paradas para ver, observar, contar, llamar a las piedras por su nombre. Cada dibujo rocoso que dibuja el mar tiene su apellido. Cada piedra erosionada por la fuerza brava de la Costa da Morte elige una imagen, algunas sugieren algo conocido. Es un espectáculo.

El camino es una mezcla de caminos abiertos y senderos (los más) estrechos, que bordean acantilados, que suben y bajan (constante en todo el camino) y que casi siempre se dibujan siguiendo la linea que delimita el mar. Pasamos de un diente a otro del mapa subiendo y bajando colinas, dejando atrás primero Malpica, luego las Sisargas. De playa a playa. Beo, Seiruga… hasta que llegamos al Puerto de Barizo, donde la subida es ya constante buscando el segundo faro, el primero que pisamos (porque el de la Isla de la Sisargas, lo vemos pero nos queda como testigo desde su soledad de nuestra ruta).

Y en Barizo llega la sorpresa, la última del día. De ir sólo seguramente me lo hubiera perdido. Dos puntos y una ralla abajo nos indica que allí hay mirador, algo que ver. Y así es… Lo que he llamado El secreto del mirador de la Praia do Puerto Barizo (podéis ver si pincháis en el enlace, el video a través de una historia de Instagram en mi perfil) nos lleva a descubrir una de las vistas más emotivas de la preciosa etapa entre el inicio en el Puerto pesquero de Malpica y la Praia de Niñons. El Faro de Punta Nariga es el más moderno de todos los que veré en el Camiño, y su mitad gaviota y mitad mujer, es el recibimiento enfurecdo por el siempre ventoso escenario (en mi visita la mar estaba en calma, y el mar era casi un lago, sin olas, con sol radiante y calor). Era la última sorpresa que me tenía preparada esta primera etapa. Casi nunca esta costa da tregua, y en mis primeros pasos, me la regaló.

Dani&Dani, saliendo del Faro de Punta Nariga (debajo de mi brazo izquierdo)

Llegamos a la Praia de Niñons, escondida, protegida, on marea baja, dos playas en una. Coqueta, encerrada.  Antes, los trozos de un velero cuyos navegantes perdieron el control este invierno. Fueron rescatados, pero sus trozos me recordaron que esta parte de la costa gallega nunca da tregua ni regala nada. Pero a mi, sí me lo dio. Gracias. Fin de la etapa 1. Mañana, más.

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La tensa espera…

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La soledad es un estado de ánimo, seguramente. Aprender a estar sólo (no sentirse sólo) es uno de los ejercicios más edificantes y necesarios que nos encontramos los humanos. La sociabilidad es una característica muy nuestra, pero para nada condición necesaria. Al menos, no si no aporta. Gran aportación que espero me proporcione esta aventura (voy a dejar de llamarlo reto porque no lo es, y porque tampoco no sé si quiero que lo sea). He dicho últimamente que el ocio está sobrevalorado y que la soledad y el aburrimiento están hoy reñidos. Quiero aburrime y no sentirme mal por ello. Buen ejercicio. Huimos de los bares vacíos, de los sitios sin gente porque son aburridos, de las casas vacías de voces porque nos entristece. Pero siempre añoramos la libertad de la soledad. Somos una puta contradicción los humanos.

Que llegue…

Llevo una semana en capilla, cuidando de no hacer un esfuerzo más que después pueda echar en falta. En la bici, siempre decimos: «guarda, que luego te hará falta y si no lo pagarás». Pero he pasado la semana más rara desde hace tiempo. Me subo por las paredes. Y sé que me voy a hartar de caminar, correr… Observar, oler, sentir, escuchar… No aspiro a nada, sólo a disfrutar de la marcha, bien si la hago lenta y pausada (disfrutando del paisaje) como rápida y de superación, poniendo a prueba mi cuerpo y mis fuerzas… Porque mi ánimo no entra en juego. Está a tope.

Como todo en mi vida, improvisaré. Haré lo que me apetezca en cada momento… Hay un plan previsto: ocho etapas en siete días. A partir de ahí, lo que surja. Me encanta la sensación de no saber lo que haré. En la bici (cómo la voy a echar de menos estos días), suelo improvisar los recorridos. En O Camiños dos Faros, pienso hacer lo mismo. Malpica-Nemiña es la primera etapa. En el puerto pesquero empiezo. En el Faro que delimita el mundo, lo acabo. Fisterra. Lo demás será lo que yo quiera en cada momento. Y la vida debe ser un poco eso. Seguimos…

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Destino: Costa da Morte

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En poco más de siete días, estaré en el precioso pueblo pesquero de Malpica, inicio del Camiño dos Faros, una preciosa travesía de 200 kilómetros en la Costa da Morte que será mi reto para este año, complicado y de cambios, pero muy intenso. Intentaré completar una pequeña reseña de cada día… Fotos, videos, sensaciones y cómo voy recorriendo este precioso rincón de Galicia,que me apasiona.

Cuentan que la escritora Annette Meaking, amiga personal de la Reina Victoria Eugenia, mujer de Alfonso XIII, fue la primera que acuñó el término de Costa da Morte, un lugar escarpado, de afilados dientes en el mapa, de infinidad de playas, cabos, faros y un mar fiero que se llevó a sus fondos innumerables embarcaciones.

Naufragios que hoy aumentan la leyenda y que, en versión moderna, todos recordamos por el accidente del Prestige, su inútil gestión, y la solidaridad ciudadana para recuperar un costa rica en todo, pero sobre todo, rica en aromas marinos, en gentes amables, que aman y cuidan su entorno del que viven y vieron desaparecer de la noche a la mañana, y que están encantados que los que vamos nos quedemos prendados de ella.

Video promocional del Camiño dos Faros en la Costa da Morte. Brutales imágenes aéreas

El otro Camiño, un descubrimiento

Hace dos años descubrí el Camiño dos Faros (o Caminho, de las dos maneras lo he visto escrito). No sabía de su totalidad, sino que conocía una pequeña senda entre Corme y Ponteceso. Y no, no es el Camino de Santiago (todos cuando les hablo del Caminho creen que tiene que ver con el colosal camino y sus múltiples ramas de llegada a Santiago o incluso a Fisterra).

Aconsejados por Dani, el responsable de Casa de Verdes, una casa rural en la Parroquia de Cundins, en el término municipal de Cabaña de Bergantiños, hicimos un poco más larga la ruta, empezando por el Faro Roncudo, adonde él mismo nos llevó. Desde ese momento, mi relación con la Costa da Morte fue de admiración y respeto, curiosidad y ganas de conocerla más en profundidad, o simplemente vivirla bajo mis pies, como voy a hacer este año. No se trata sólo de verla, de disfrutar de sus parajes, de dejar huella en su recorrido, sino que se trata de compartir esfuerzo, tratar de que mi cuerpo se adecúe a sus escarpadas en sendas.

En definitiva, un reto que me llevará siete días por el Camiño dos Faros, porque una de las etapas será doble, la que va de Laxe a Arou, y de Arou a Camariñas, un día marcado en rojo en mi libreto de viaje, 41 kilómetros para los que he intentado llegar lo mejor preparado, siendo mi ecosistema natural la bici, pero habiendo descubierto que mis piernas, lejos del asfalto, sí me permiten recuperar correr, pero por montaña.

Y en el caso del Camiño, siempre con el testigo directo del Océano Atlántico, con la mirada puesta en Fisterra, fin del trayecto, como si fuera el fin del mundo, mi mundo, la Costa da Morte durante 7 días. Una experiencia que recorreré conmigo mismo, sin más ayuda que mis pensamientos, mis recuerdos, mis sentimientos y mi mente en blanco, escuchando a mi cuerpo poner a prueba el esfuerzo continuado…. tras un año intenso en que la Calderona me dio el aire y las ganas para afrontarlo…

*Foto del post: Río Anllons, Ponteceso

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Exceso de símbolos

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Un símbolo es un signo que establece una relación de identidad con una realidad, generalmente abstracta, a la que evoca o representa.

WIKIPEDIA

La esvástica significa buena fortuna en origen, pero en el pensamiento colectivo es intolerancia, violencia, agresividad, la representación de uno de los episodios más infames de la historia universal. Su uso está prohibido en Alemania, y sancionado en el resto del planeta. El arcoiris representa la lucha contra todas las fobias e intolerancias relacionadas con el género. La cruz representa a los cristianos, y los colores a los equipos de fútbol y así hasta el infinito. Simbología, sin más. En política, los símbolos se transforman en campañas, simétricamente compartimentadas entre partidarios y detractores, sea cual sea tu color. En definitiva, los ciudadanos de a pie hemos de convivir con esta tendencia maniquea que tantas veces padecemos, por exceso o por defecto.

La representación sensorial de una idea, sería otra acepción del símbolo, que es el objeto de estudio de la simbología. Cuando nos quedamos en la representación y nos olvidamos de la realidad, ésta nos deja en evidencia. Los símbolos son, históricamente, algo más que decir que una bandera es un trapo, una cruz un trozo de madera, o una mascarilla, el símbolo de la sensatez de la pandemia, el que ha servido para evaluar a los buenos y los malos ciudadanos durante uno de los peores periodos que, como colectivo, vamos a vivir en nuestra vida.

El debate de la mascarilla (y la libertad, que daría para unos cuantos posts más) va mucho más allá de la evidencia científica que establece que, en espacios cerrados y mal ventilados, su uso previene de contagios. Pero no sólo de mascarilla vivimos en la sociedad actual, aunque su uso nos ha dejado huérfanos de caras, ha perjudicado nuestra expresión y comunicación y aumentado nuestra distancia interpersonal. Nadie puede dudar de que la mascarilla es el elemento psicológico de la pandemia que más ha modificado nuestra vidas, lo que llamé hace un tiempo Sonrisas ocultas. Y seguramente sólo por eso se mantiene. El mensaje es: cuidado, esto no ha cambiado. Y lo que percibe la sociedad es ojo, esto está cambiando. En la toma de decisiones no sólo hay que tomar buenas decisiones, sino elegir el momento de tomarlas.

Los que hoy reniegan del símbolo de la mascarilla (negacionistas) son los primeros que se aúpan al carro de la simbología patriótica, por ejemplo, la bandera. La simbología suele excederse en su uso y eficacia en situaciones tensas o complejas. Una guerra, una situación social de protesta, un momento de debilidad ética, de dominio político. Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo. Ese maniqueísmo siempre es interesado y tiene un objetivo: incidir en la conducta y el pensamiento de los que anidan con su doctrina. O sea, adoctrinan.

Los símbolos, como las etiquetas, merecen su uso identificativo, incluso reivindicativo, pero no como juez de lo bueno y lo malo.

Ya escribí algo parecido cuando hablé de las militancias, y una de las herramientas de toda militancia es la simbología, con una agravante: seas o no sea de esta tendencia o incluso secta, su parecer (ejercicio de imponer un criterio particular a todo un colectivo), será de obligado cumplimiento para todos. Es el caso del aborto, cuya prohibición coarta mi libertad de decidir si quiero tener un hijo o no…. por la superioridad moral de los que hablan de algo que no les pertenece, la libertad individual a decidir cómo quieres vivir dentro de un mínimo rigor ético. «La mascarilla es el símbolo de esta pandemia», le escuché decir a un político en pleno debate sobre si es necesario su uso, o no. Un símbolo que señala culpables, al incumplidor, al no-normativo, vigila, pero también previene y sana, quizás lo menos conocido y valorado de todo, tal vez porque el carácter excesivamente estricto de su normativa, provoca antipatía y reduce su aceptación. Mantener un símbolo, con consecuencias sociales, para recordar lo mal que lo hemos pasado, me parece un doble error: primero de eficacia y posteriormente de desafección. El primero, porque ya no cumple con su precepto principal: evitar contagios, siempre al aire libre y en espacios no ventilados (en realidad, en estos espacios, es probable que nunca fuera eficaz y sí símbolo de advertencia y temor). Al mismo tiempo que nos la quitamos en una terraza rodeados de gente, nos la ponemos cuando nos levantamos y estamos en medio de la montaña. De locos. Y el segundo porque su uso obligatorio y generalizado afecta anímicamente y pierde rigor (cuando excedes en una norma restrictiva, el efecto que se logra es el contrario). Consecuencia de ello, la desconexión y la desafección, el peor de los escenarios para obtener resultados adecuados en momentos de gran tensión. Las campañas de símbolos son eso, campañas. Y sólo afectan a los que se las creen.

Valga esta reflexión a todo uso excesivo del símbolo, que se queda en la superficie de las cosas y que aleja a sus mentores de quienes la perciben. Y pasa con todo lo que se aborda desde el marketing, una actividad esencial para llamar la atención y promover el engagement , pero que no puede ser utilizado en términos de gestión y norma. Algo así percibo e intuyo que nos está pasando a los periodistas con esta pandemia. El exceso (y orientación casi siempre negativa) de información está provocando un hastío y una desafección de los medios con su público objetivo, como también le pasa a la política por la misma razón (y otras muchas más). Pero de eso, hablaré en otro momento. El uso excesivo de la simbología como una estrategia de gestión se suele percibir en la ciudadanía como un abuso. Por supuesto que ese abuso también se convierte en símbolo de los que militan en el otro polo defendiendo una mal entendida libertad.

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Desafío al pedal

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Mirada cerrada. La carretera pasa con el dibujo intermitente de su líneas, a pocos metros, bajo tu bici. Observas la velocidad como ese film que aparece bajo tu máquina. Una recta enorme, decidida a plantearme un reto. Si puedes, me sigues, parece decir la carretera, dibujada a tus pies.. No hay nada alrededor o, al menos, nada en lo que fijarse porque no quieres perder de vista tu propósito, pedalear lo más fuerte posible. Existe sólo tu respiración. En mi caso, mi rueda delantera, mi respiración, o la rueda trasera del que va delante si vas en grupo. En el deporte de desafío contra ti y contra el tiempo, todo pasa por tu cabeza. La distancia, el esfuerzo, la respiración, la recuperación, el dolor, el desgaste… pero siempre con la satisfacción, cuando te detienes, de haber logrado tu propio desafío. Tú contra ti mismo. El esfuerzo te acerca a ti mismo.

El aire aprieta. Si te viene de frente, te agota. Si te viene de lado, te incomoda. Si te viene de atrás, te relanza. Pero siempre está. Es uno de tus rivales. El otro, tú mismo. Alguien pasa por tu lado, te adelanta con suavidad, se va, desaparece ¡Coño, cómo es posible! Tus condiciones y mis condiciones son las mismas. Ni siquiera la diferencia de la bici. Quien me adelanta tiene una de esas clásicas, sin alardes, un homenaje a la mecánica, de diseño austero. Ni su equipaje, descolorido por lavados eternos, amplio, como todo lo que antes se fabricaba para hacer deporte. Tú vas con todo; él, suelto. Las piernas sin depilar, estilo tosco. Se observan las canas bajo el casco, la piel rugosa, la cara cansada, pero firme. Intentas seguir su rueda, pero te vence: no hay manera de seguirlo. Desafío de toda la vida, un ejemplo a seguir.

Alguien pasa por tu lado, te adelanta con suavidad, se va, desaparece ¡Coño, cómo es posible!

No hay gloria sin dolor o éxito sin esfuerzo, una metáfora que nos la podemos llevar a cualquier ámbito de nuestras vidas. Sea cual sea tu objetivo. Salir sólo o con tu grupeta a pasar un buen rato, picarte con cualquiera que te adelante en la carretera (o contigo mismo), desafiar al tiempo… El Strava* nos ha enseñado que, detrás de un practicante de ciclismo, o runner o cualquiera que desafíe la relación espacio-temporal de cualquier ruta, tiene un ganador dentro, pequeñas batallas que te consolidan como el líder de la general de tu pequeña (o gran) batalla interna. Nosotros, por ejemplo, tenemos un pequeño reto. Es nuestro sprint especial. Llegues como llegues, si nos encontramos con lo que nosotros llamamos El Col de Fabían, que no es más que una pequeña rampa que sirve de virtual ganador del día, lo desafiamos. Un esprint que genera gran cantidad de adrenalina y unas cuantas risas… Las endorfinas que nos provoca cada vez que nos subimos en la bici, nos dan salud.

Como dice nuestro rutómetro oficial, además de jugar a ser ciclistas, cuando nos bajamos de la bici después de darnos la gran paliza, ya estamos pensando en el sábado siguiente (aunque en ese momento, si pudieras, venderías la bici). Y si en las cervezas le puedes decir a alguien que es un muerto, pues mejor. Y muchos no nos entenderán (estáis locos), pero nosotros lo sabemos: nos da la vida. Es nuestro eterno desafío al pedal.

*Strava es una aplicación, versión gratuita y premium, que mide tu rendimiento. Distancia, velocidad media, watios, calorías, y te dibuja el recorrido, además de comparar los datos con otros usuarios.

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Militancias

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«Escucha la pregunta que te hagan, da una respuesta rápida para que parezca que has contestado… y luego háblales de lo que tú quieres»

Obama, Barack. Una tierra prometida (Spanish Edition)

Con esta frase, Axe, uno de los colaboradores más estrechos de Barck Obama en su carrera a la Casa Blanca, convenció al futuro presidente que los electores no necesitan argumentos sino emociones para decantar su voto. Necesitan creer, más allá de las ideas. La mayoría de electores no son militantes, pero cualquier mensaje ha de lograr que lo sean por un día, al menos durante la votación. La militancia exige cierta dosis de fe. Y a mi, que soy todo lo contrario a un militante, me cuesta comprender y empatizar con todos los que lo son (la mayoría).

Como siempre digo es más fácil creer en Dios que negar su existencia. Con la militancia a mi me pasa un poco lo mismo. A mi entender, lo malo de este tiempo que estamos viviendo es que se otorga un valor desmesurado a las etiquetas, militancias que a veces sancionan la racionalidad e impiden la naturalidad y me atrevería a decir que la lógica, lo que a la larga acaba de alejar a la gente de ellas. Militancias que, en tiempos de crisis, se acentúan.

«A mi me da igual la política, a mi me importa Euskalerria y me da igual lo demás.. como si tendría que matar a alguien de mi familia. De la política paso, sólo me importa Euskalerria», dice Joxe Mari, el militante de ETA, protagonista de la excepcional novela de Fernando Aramburu, Patria, llevada al cine en formato serie por Aitor Gabilondo, también con un resultado excelso. La inercia de cualquier idea sin reflexión te lleva a lo contrario de la génesis de cualquier ingenua teoría: la irracionalidad. 

Cambiando radicalmente de tercio, militancia similar ocurre al extirpar el halago de la ternura para combatir al cosismo. Embellecer la vida nunca puede ser motivo de afrenta. La soez utilización del piropo no puede acabar con su existencia, sino que ha de provocar la censura de quien hace del mismo un uso chabacano y lejano a su origen, además de alentar ese cosismo. El bombón es dulce y agrada. Todo lo demás, seguramente son prejuicios. Toda militancia llevada a su extremo acaba en intolerancia y en polarización. Es, para mi, una consecuencia intelectualmente irrefutable. Otra cosa es el disfraz con el que el marketing político, ideológico o de fe lo endulce.

Militantes del miedo

También, la militancia al miedo como es en el caso de la pandemia. Para mi, la única militancia que me deja la o el Covid es la evidencia científica (afortunadamente recuperada tras banalizar otras riquezas). Este rigor de la ciencia va mucho más allá de la norma derivada de la compleja gestión de la pandemia, que más bien nace de enviar un mensaje de advertencia, de miedo. Ya hablé de que en la gestión del Covid19 en el mundo hay más de alerta de comunicación que de alerta sanitaria. Eso si, ¡ojo! nada de negar la evidencia: el puto virus existe, está ahí, es mortífero, y es necesario y éticamente exigible delimitar nuestra libertad personal para evitar el mayor número de muertes. Porque el virus mata.

Todos tenemos casos muy cercanos de que esto va en serio y de que ha provocado mucho dolor. Pero también hemos de asimilar que esto no es eterno y que, cuando pase, seguiremos teniendo una vida por delante, seguramente muy similar a la que teníamos, aunque la crueldad del presente nos impida ver más allá del día con optimismo. ‘Nada será igual‘, dicen algunos. Pues sí, nada será igual pero todo será muy parecido y nuestra memoria arrinconará este año y pico de virus. Porque el olvido (que no la memoria histórica) del dolor es siempre necesario.

El virus mata, pero el miedo militante aniquila. Y entre uno y el otro, casi prefiero el riesgo a la muerte que la muerte en vida del miedo. Hace unos días, un amigo me comentaba que los psiquiatras están ya en alerta de lo que nos viene encima tras esta pandemia, que -dicen- será mucho peor que la propia enfermedad. E intuyo que puede ser así por lo que observo en la gente. De qué sirve sobrevivir si las secuelas anímicas son mucho peor que los efectos secundarios del virus? Tengo otro concepto de supervivencia. Es más una reflexión y una decisión personal, que quiero compartir. Soy tremendamente consciente que cada uno lleva estas cosas como siente, como puede o como se lo permite su miedo y su historia. Y lo entiendo, pero lo tengo claro: primero vivir porque puedo sobrevivir a la Covid pero puedo morir de cualquier otra cosa, incluso de miedo.

Fidelidad

Hay muchas clases de militancias, tantas como sentidos de pertenencia a grupos tengamos. La militancia, aclaro, no es per se perniciosa, sino al contrario. Es necesaria para generar las suficientes mayorías que son las que mueven los hilos del mundo. Pero sí es perniciosa esa militancia moderna que ha sancionado el espíritu crítico en favor de la homogeneidad. Ideología sin fisuras. Ciertas militancias se han convertido en ejercicios protocolarios. Y es que cada vez veo más la militancia como un modo de fidelidad, más allá de la razón. Eso sí, militancia positiva, como la fidelidad, siempre que no caigas en la desidia…

Yo soy incapaz de defender cualquier cosa que no creo o siento. Y ni siquiera acepto una norma porque sí, lo cual me ha generado algún que otro problema. Pero las normas son cambiantes, y  dependen de las personas que las legislan y las sociedades que, de forma consensuada, las hacemos regir como acuerdo social de convivencia. Pero ya he superado ese conflicto: acepto una norma aunque no crea ni confíe en ella. Simplemente la cumplo. Eso sí, que nadie me pida evangelización sobre algo que cumplo pero no comparto. De eso se ocupa la militancia. Me encanta la libertad de defender lo que soy, lo que pienso y lo que siento, por encima de etiquetas. Me equivoqué con la equidistancia. No soy equidistante. Me equivoqué con la neutralidad. No soy neutral. Simplemente defiendo una realidad cambiante, mi esfuerzo de adaptación a mi entorno y mi única pretensión de construir puentes de acuerdo y concordia, nunca de polarización y enfrentamiento.

La historia de la humanidad ha construido diabólicas historias en nombre de militancias irracionales, de ideologías sectarias, de creencias  religiosas o de estructuras piramidales con fórmulas mágicas que prometen la felicidad o el paraíso en forma de dictaduras monocolores, protegiéndose de los demás como sólo se puede hacer: para saber qué o quién soy, ven y entra. Aceptemos la disensión como algo normal que nos ha de llevar por lógica al acuerdo con contrarios (no enemigos). Por ello, hago de la escucha, mi valor (aunque no siempre lo logre), y de la eliminación de etiquetas, un intento de romper con los tópicos. La defensa de cualquier consigna no deja de ser una pérdida de parte de tu libertad personal, no siempre en favor de un bien superior cómo podría ser la concordia sino muchas veces como un elemento de enfrentamiento y polarización. Y no sólo en la sociedad, sino en tu propia vida.

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Mira que si juguem la final…!!!

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Recuerdo, de pequeño, ir de Massamagrell a Valencia en el trenet (en el viejo camarote verde o el azul, más moderno), pasar per l‘Horta d’ Alboraia camino del Conservatorio de Música. Sí, la música, como ese A tu lado que toma emoción en cada calentamiento granota en cada partido de la Bombonera d’Orriols. Ese A tu lado canturreado desde la grada por la gent granota, que será la ausencia más dolorosa en este día tan señalado para el levantiminismo. Ieee tu, que podem jugar una final!, es pesiguen la cara molts granotes encara.

En el trayecto, me conocía todos los campos de fútbol, de Meliana, de Foios, de Albalat. Niños en las escuelas jugando al fútbol, y yo ahí, encerrado en ese trenet, algo que en aquél momento ni me iba ni me venía: la música, con mi pésimo oído para sacar nada que no fuera mínimamente reconocible. Evidentemente, la música (la banda) me dio muchas cosas, pero me impidió, como niño y de niño, cumplir con una parte de mi sueño: ir a entrenar, jugar a fútbol aunque fuera mal. Era, más que mi sueño, mi obsesión.

Los campos de tierra del viejo cauce del Turia eran otra razón para embobarme en ese insípido trayecto. Así, dos tardes a la semana. Y así descubrí el Nou Estadi, aislado de la civilización, con tierra fértil a su alrededor. Cada viaje esperaba llegar al viejo apeadero de Palmaret, para poder ver aquel campo, el que más me impresionó desde las ventanas de ese tren que me llevaba adonde no quería ir o, más bien, adonde no me apetecía ir. Quería jugar, quería jugar a fútbol con mis amigos. Pero me tenía que conformar con ver, dos veces por semana, aquella mole inmensa en medio de la nada.

Vista àrea de l’antic Nou Estadi envoltat de camps. Foto Museu del Levant UE

¿Y quién juega ahí, me preguntaba? Hasta que averigüé que era el Levante, el otro equipo de la ciudad, que vestía en azul y grana, los mismos colores que, con la camiseta del 6 de Johan Neeskens (la única que tuve de pequeño y que me ha acompañado en mi memoria toda mi vida) me llevaron a esta increible sinrazón que es el fútbol, y del que, aunque ya no es lo mismo, sigo enganchado. Ese Nou Estadi (que, por cierto, se inauguró días después de que yo naciera, el mismo mes (septiembre) y el mismo año (1969) fue mi primera experiencia en granota.

No soy de grandes alardes emocionales en lo futbolístico. Más bien al contrario, comedido. Tengo pocas fotos con camisetas, pero me encanta aquella afición que hace de ponerse los colores de su club una religión. El Levante me atrapó desde aquel trenet, y desde la familiaridad y sencillez que se desprende nada más acercarte a él, en mi caso por trabajo. Al Levante se le aprende a querer rápido. Es, como un flechazo. Primero porque todo es fácil y familiar, y segundo porque ese vértigo de vivir siempre al borde del precipicio y de la mano de la adversidad, conmueve. Al principio es como un sentimiento solidario. Después, simplemente, te atrapa. El granotismo es casi como una consecuencia natural de acercarse al club. Quien lo hace, lo estima, vengas de donde vengas. De Caszely a Domínguez, pasando por nuestro Comandante José Luis Morales, Koné, Juanlu, Jefferson Lerma o Keylor Navas. Todos viven esto con intensidad.

Hoy, en esa semifinal vaciada del Templo como acostumbra a decir el bueno de Carlos Ayats, me pondría la camiseta del Levante y me iría al campo, a disfrutar, a saltar, a cantar, pero sobre toto a animar. Al levantinismo le hacía falta una cosa así, algo no sólo por lo que ilusionarse, sino por fardar como diría mi gran amigo Emilio Nadal. Por pasear con orgullo su sentimiento a los colores (blau i grana, pero también blanc i negre) por la ciudad, por dejar de sentir envidia sana por otros modestos que ya lo vivieron. La semifinal con el Athlètic ha unido a todas las generaciones de granotas, los críticos, los jóvenes (que han vivido la etapa de éxitos) y los más mayores, todavía magullados por el yunque de la adversidad, aquello que el más grande de los contadores de historias levantinistas, Paco Gandía, definió como parte del adngranota, el mismo que se inventó aquello de Catxeli, per a referir-se a Carlos Cazely, el chileno, mucho más ortodoxo de pronunciar desde l’apitxat. Hoy, Paco estaría orgulloso de su Levante, de un estadio convertido en la casa de los sueños, de una ciudad en la que ser granota ha dejado de ser una anécdota, aunque sea el sentimiento menos mayoritario.

Esta Granotera ha hablado en este tiempo, fundamentalmente, de fútbol. Y se cansó del fútbol y de sus debates tan estériles como necesarios: el fútbol es motivo de tertulia, de pique, de bronca, eso también es el fútbol. Pero a veces, me agota. Hoy, vuelve a escena de forma excepcional, para hablar de emoción y de sentimientos. Pase lo que pase esta noche en la Bombonera d’Orriols, engalanada con sus nuevas luces, con pantallas de caras de aficionados en las gradas, con el ánimo encogido de la mayoría en sus casas, y el silencio en el que los gritos de los futbolistas, los entrenadores, los utilleros toman protagonismo… Pase lo que pase, quiero acordarme de aquel niño de 10 años que secuestrado en aquel trenet, se acercó a aquel campo, a aquel club, a aquel equipo, el Levante, para ahora verse en estas de decir: Ieee tú, mira que si juguem la final de la Copa del Rei!!!! Pues eso, a ver si este Levante moderno, que nada tiene que ver con aquél que yo veía desde aquella ventanilla del trenet pero que no se explicaría sin aquel que yo sentí, puede asaltar La Cartuja de Sevilla y hacer que eso de Soñando Lo Imposible sea, unas semanas más, una oración de culto para todo el levantinismo.

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Tomemos nota

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El Tratado de Versalles, que tuvo más de armisticio con caducidad que de acuerdo de paz, cerró en falso la I Guerra Mundial. Poco después, Adolf Hitler redefinió al Partido Obrero Alemán con el apellido de Nacionalsocialismo, una mezcla macabra en que convirtió el coraje obrero en supremacismo y flama patriótica, gasolina para la trágica reedición mundial de guerra, la segunda en la primera mitad de siglo. Un macabro período en que, además en España, tuvimos que añadir la contienda entre propios, como cuando dos hermanos se pegan por unas ideas o por una herencia. Infame. Todo ello pasó hace un siglo, en 1920, justo cuando la mayor pandemia de la historia, la conocida como Gripe Española, había quedado atrás, con números que nada tienen que ver con los de ahora: entre 60 i 100 millones de muertos (estimaciones, porque no hay datos oficiales), cifras que superaron al total de fallecidos la primera gran guerra de la centuria. Un tercio de la población mundial se contagió. Hoy, con 81 millones de contagios i 1,8 millones de muertos, ni por asomo, se asemeja, afortunadamente.

Pero ello no le resta ni gravedad ni preocupación a la actual pandemia. Al contrario, le da valor a lo logrado en un siglo, en el que la ciencia y la medicina (más extendida y universal que nunca) han cobrado más importancia, si cabe. Y ello ha permitido sin duda reducir la letalidad. Sin restar importancia, el control de la letalidad de la enfermedad (entre otras cosas, porque no ha afectado a los países más pobres, como sí aquella), hace que, junto a la recién estrenada vacunación, nos tengamos que felicitar de vivir esta era, por mucho que el ruido, las corruptelas que invaden todos los ámbitos, y la crispación nos lleven a pensar en la apocalipsis. Ni de lejos. La mayoría silenciosa sigue gobernando por mucho que la estridencia de los más ruidosos haga que parezca lo contrario.

Vacuna y distensión

Como decíamos, la incipiente vacunación debe marcar el camino de la normalidad. Pero además de paralizar el coronavirus, las vacunas han de poder neutralizar todo lo que nos ha venido con ella: el abandono (incluso oposición) de la idea de globalidad y mentes abiertas, la recuperación de fronteras como medida de protección, incluso para los más liberales del planeta. Si nos enrocamos en la idea de que primero América o Europa o España, etc, o sea, primero lo nuestro, pondremos un freno artificial a nuestra evolución como civilización, sin duda, como ya ha venido demostrando la historia, con las diferentes barreras al progreso que se han creado con el avance científico y tecnológico que, a la larga, es el mayor generador de equidad e igualdad.

La distancia social no puede derivar en un ombliguismo o mal de insularidad (como el Brexit inglés, de fuerte tradición británica, por cierto), sino todo lo contrario. La pandemia nos ha obligado a tomar soluciones globales a problemas colectivos con incidencia individual (el contagio nos hace depender de la actitud de los demás). La cinematografía de ciencia ficción está llena de películas y series en los que la Tierra es devastada, sin especificar quién es culpable y sí una realidad de quedar todo arrasado. La suma de muchos yo, por sí misma, no genera un beneficio colectivo, sino la suma coral de esos mismos yo, con la supervivencia como objetivo. Miedo me da que, superada las consecuencias pandémicas y la sociedad recupere su actividad, reeditemos viejas rencillas aparcadas, y con más tensión y virulencia, seamos incapaces de reescribir la historia de este siglo lejos de la barbarie del anterior.

La recuperación económica, la igualdad social, la garantía de todas libertades, la tolerancia, la empatía y la solidaridad deben ser parte de la dosis que introducimos en cada jeringa de las múltiples vacunas desarrolladas en nombre de la ciencia, la única que ha salido bien parada de todo este enredo. A pesar de ser relegada durante años de la agenda política, la ciencia y la investigación han subsistido y como leales soldados de la vida, nos han devuelto la esperanza. Y aunque la memoria es muy frágil y selectiva y pronto se nos olvidará lo vivido, no nos dejemos enredar por discursos emotivos y fáciles. Tomemos nota.

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Culpables

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Debo ser un raro (a veces lo pienso), pero no me gusta la culpa, ni la propia ni la ajena. Responsabilidad, sí. Culpa, no. Y en éstas, que la culpa es el principal arma arrojadiza en la esfera, no sólo política, sino personal. Pasa una cosa y el ‘presunto’ culpable se defiende: «no ha sido mi culpa». El problema de esto es cuando viene sobre hechos que pasan, que nos pasan, no que hacemos. El enfermo no puede sentirse culpable de enfermar, la mujer violada no debe avergonzarse de que un energúmeno con nula tolerancia a la culpa, se aproveche de ella y la humille, el agresor sobre su víctima, o el terrorista sobre inocentes, etc. Pero pasa. Suele el agresor generar duda en la víctima, para vencer una de las batallas más importante, la psicológica. La culpa es una arma, de defensa y ataque, un argumento perverso, en muchas ocasiones un justificante de autoridad, generalmente repartiendo pecados y no generando responsabilidades, que sería lo suyo. Y, por último, la culpa entraña miedo a ser juzgado y, por tanto, excede a la autogestión.

Que toda decisión tiene sus consecuencias, es irrefutable, al menos para mi. Que no hay peor culpa que la propia, que la que uno mismo se genera, sin duda que también. La culpa en tu piel duele más, porque te convierte a ti mismo en tu propio enemigo. En un hecho traumático (un accidente, por ejemplo) en el que tú eres responsable o sujeto activo, sobrevivir es ya en sí una condena; la muerte, sin duda, es la ejecución, pero sin culpa, por inconsciencia. La defensa de una culpa es un trabajo agónico, casi diría yo draconiano, y no suele desaparecer. Porque la tolerancia humana sobre la culpa es cero, nula, casi imposible. Trabajar en convertir la culpa en responsabilidad es un ejercicio excelente, yo lo aconsejo. Considerar la culpa como anomalía (algo pasajero) y no como dolencia es un primer paso. El siguiente es el de humildad: todos nos equivocamos, y muchas veces. Empecinarnos en disimular nuestro error y, por tanto, defendernos de nuestra hipotética culpa aún a sabiendas que no es así, nos genera más ansiedad que alivio. Y yo en mi vida le he declarado la guerra a la ansiedad, he naturalizado el error y he apuntalado mi sentido de responsabilidad. Toda acción tiene consecuencias, y asumirlo cuanto antes, la mejor terapia.

Trasladado a la vida público o a la clase política, el territorio de la culpa es casi una necesidad. Y probablemente, el del periodismo: casi la gran totalidad de causas generadoras de noticias son de culpa. Destacar lo positivo no suele ser noticia, más que en determinadas situaciones, casi siempre con carácter emocional (recuérdese los aplausos a los sanitarios a las ocho de la tarde durante el confinamiento). Si mi argumento (político) nace de tu culpa (error, voluntario o intencionado), poco podremos extraer para la causa de la solución. Y, en relación con la pandemia, hay una cosa clara: la culpa siempre es del otro, que no cumple las normas, pero mi causa (excusa o argumento), siempre justifica mi acción, por muy culpables que nos hagan sentir.

Confinamiento navideño

Acabo. Tal vez me equivoco, pero por lo que he pulsado (a veces entre líneas), la gran mayoría de la gente hubiera entendido un confinamiento total durante la Navidad, que no ha llegado porque nadie de los que gestionan se han atrevido a hacer lo que debían hacer: cuidarnos a todos. Las autoridades lo son, y para ello cobran, para tomar decisiones, las mejores para nuestra sociedad, por muy duras que sean. El cálculo electoral (coste en votos de algunas medidas) debe ser un motivo de repulsa social en futuras consultas. Lejos de ello, ese cálculo se produce por nuestra propia respuesta como ciudadanos, que castigamos al que decide algo que, aunque no nos guste, sabemos que es necesario.

Y una vez se ha decidido por recomendar y/o no prohibir, todos (o muchos) hemos encontrado la manera de superar la necesidad de auto-confinamiento para, al pie de la letra literal de la norma, celebrar la Navidad, por mucho que nuestra cabeza nos diga que hacerlo es una temeridad. Ni culpo, ni me culpo. Pero sé que si soy prudente, evitaré sentirme culpable o que alguien me haga sentirme culpable. El miedo es libre; la culpa, del diablo.

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